Martes, 25 de octubre de 2011 | Hoy
MUSICA › A VEINTE AñOS DE LA MUERTE DE JACINTO PIEDRA
Su vida y su obra forjaron el mito. Integrante fundamental de MPA, escribió un puñado de canciones que hoy son referencia para muchos de los mejores músicos del folklore actual.
Por Cristian Vitale
Su pelo lacio y negro parecía alambre. Bajaba duro de la raíz, y le traspasaba largo los hombros. Tenía la chivita triangular y el bigote cargado. Su rostro total era casi una forma antropomórfica del monte. Seco, aindiado, pero con ojos claros. Murió joven. Jacinto Piedra tenía 36 años, hace 20, cuando se le apagó el cuerpo en San Carlos, ahí nomás de La Banda. Hoy es mito. Un mito aún –o más que nunca– cercano y cruzado por topografías, identidades y músicas. Es, para imaginar mejor, como un Jim Morrison de Santiago del Estero. O como un rockero viejo muerto joven que tocaba chacareras como quien toca arena en el desierto, pero también canciones, huaynos o resonancias floydianas. Ricardo Manuel Gómez Oroná era su nombre real. Había nacido el 25 de septiembre de 1955. A los siete ya curtía peñas y le decían Ricardito, el niño cantor. Con el tiempo, Horacio Guarany le boicoteó el nombre y lo convirtió en piedra a cambio de un padrinazgo artístico y el primer disco: El incendio del poniente. No paró más. Cuti Carabajal lo presentó en el festival de la chacarera, en los albores de los ochenta; Sixto Palavecino lo hizo participar del seminal y profundo Por qué, por quién; León Gieco, de su banda y al final, la convocatoria de otro que lo fue a visitar hace poco para contarle algunas cosas, el Chango Farías Gómez, terminó de tallar su nombre en piedra pulida.
Jacinto fue, vía el Chango, parte fundamental de Músicos Populares Argentinos. De ese MPA que hoy vuelve cada vez como guía, resignificado y luminoso, de buena parte de una generación que muere por la música de raíz. Esos dos discos casi –insólitamente– incunables a la fecha (Nadie más que nadie, de 1985; Antes que cante el gallo, de 1987). Esos dos discos que le corrieron la aguja al reloj del pop y clavaron el minutero en un tiempo folk, inclusivo, imprevisto y poderoso, que demoró en llegar. Pero llegó. Esos dos discos –un puñado de temas al cabo– que terminaron resultando una cantera inagotable de recursos para quienes hoy se espejan allí: Arbolito, Coco Banegas, Daniel Patachón, Ultravioleta, Demi Carabajal, el Dúo Orellana-Lucca, el Dúo Terral, José Luis Carabajal, el Mono Banegas o Raly Barrionuevo, por nombrar algunos entre tantos. Cualquiera que se escuche de ellos porta, en algún resquicio estético, el aura de MPA y, por traslación, de Jacinto Piedra.
Se dice –y es verdad– que fueron Santaolalla y Gieco los que tendieron el puente entre el folklore argentino y el rock, no tanto por una cuestión estilística-musical (aunque en parte lo fuera), sino más bien por un vínculo más profundo, cultural. Por el cruce de identidades que pudo, mucho antes de la era virtual, encontrar una nueva pertenencia generacional ante lo complejo de la dispersión regional. Se percibe que ambos lograron, a través de De Ushuaia a La Quiaca, presentarle a los rockers de la urbe a Sixto Palavecino como si lookeara campera de cuero con tachas, a Peteco Carabajal como luciendo un raro peinado nuevo, aunque fuera sólo en la imaginación. O a Leda Valladares como si fuera una Janis Joplin con caja y quejidos, perdida en la inmensidad de alta montaña. Todo eso es verdad. Como también es cierto el papel que le tocó a Jacinto en la encrucijada. Con MPA, con Causay –la banda coral que armó con Horacio Banegas, otro de su estirpe– y también con Santiagueños, la yunta de díscolos, de rebeldes con causa, que formó con Peteco y que, a través de un disco felizmente editado en CD (Transmisión Huaucke), fue tiñendo con su impronta el sentir a dos bandas de una generación.
Jacinto era un cruzado de la guitarra. Un mestizo de la pluma y los sonidos. Un renovador que abrió, conservó y rompió. Lo seducían tanto una chacarera rabiosa, como una balada de Bob Dylan o una copla de entremonte. Cantaba cosas como “No quiero ser un árbol, y caminar, y caminar. Cuantos hermanos míos se van secando, junto a mis pies” (“Mama naturaleza”). Y las cantaba suave, sin estridencias pero firme. Escribía profundo, como en la nodal “Chacarera del amor” (“Tierra bendita tierra de palos y mar esta guerra es eterna es furia que va baila por las naciones donde hay libertad”), hablaba de caballos cósmicos y conocía tanto la aridez de su tierra como las luces tenues y desesperantes de la Buenos Aires suburbana (Morón), donde vivió algún tiempo. Cualquiera que recorra hoy Santiago, cuando Santiago revienta estrellas con sus peñas de sangre joven, verá ese rostro cercano. Oirá sus canciones jugando traviesas en el aire espeso de la madre de ciudades. Asistirá en ellas a una supraexistencia porque, sí, su auto volcó una madrugada y el tren, de esos pocos que pasaban entonces, arrolló su carne pero no su luz. Jacinto Piedra not dead, igual que Luca, que Morrison, y que Lennon, pero como el Chango y don Sixto: con el corazón abierto.
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