Lunes, 15 de mayo de 2006 | Hoy
MUSICA › LOS “CLASICOS”, CON RENOVADA ENERGIA
En un Opera casi lleno, el cantautor presentó su nuevo disco, junto a invitados que habían participado en la grabación.
Por Cristian Vitale
“Cosa de barbones”, diría un refutador de leyendas setentistas. Miguel Cantilo –setentista si los hay– acababa de despedir a unos emocionados Súper Ratones, que no habían podido evitar la tentación de recrear La jungla tropical junto a uno de sus ídolos, y aplicaba el Plan B. Con guitarra trovadora en mano, 56 años pero energía de sobra, y voz impecable, el viejo y honestísimo batallador del rock argentino anunciaba el primer giro climático de una noche que venía transitando por carriles esperados. Habían pasado una despojada y bella versión de Adónde quiera que voy, compuesta en tiempos de dictadura; otra inmejorable de Los sueños de la cultura –sicus, quenas, charangos y Claudia Puyó incluidos–, Padre Francisco en clave unplugged, El blues del éxodo –vigorizada por la guitarra slade de Miguel Botafogo– cuando de repente, ¡se encendió un fogón en medio del escenario! Como si fuera El Bolsón de los cerros que descubrió cuando la censura le cosió la boca, Miguel se arrimó al fueguito, empuñó una copa de tinto, esperó que apaguen las luces e invitó a su eterno cumpa Jorge Durietz para revivir quizás al más hippón de todos los Pedro y Pablo. Ambos se tomaron la máquina del tiempo y viajaron hasta un período claroscuro, cuya incertidumbre esencial generó gemas como Mi fantasma y yo y La legión interior, esa especie de contramarcha de la bronca (“Malditos disfrazados o no / matan la fe / a diario por TV / La marcha va por dentro / y a veces es silencio”), que abría el disco Contracrisis.
Un estremecimiento introspectivo generó el momento cúlmine de la noche, que superó una carencia sabida de antemano. Pese a que Cantilo demoró lo más que pudo la presentación “formal” de su disco Clásicos, era quimérico que asistieran los doce músicos que había convocado a estudios principiando el año pasado. Tenía claro que a León Gieco se le iba a complicar pisar el Opera para seguirlo en Catalina Bahía; que Charly García dependía de sus ciclotímicos tiempos rockers para gritar “No me peguen, soy Giordano” la remake en Apremios ilegales o que Andrés Calamaro no podría salir de su descanso rosarino para cantar Che ciruja. Entendía las imposibilidades profesionales de Ricardo Mollo y Gustavo Cordera, que tanta gana le habían aportado al disco. “Los sábados son a los músicos lo que los días de semana a otros trabajadores. No puedo pretender que estén todos”, decía en los días previos al show. Sin embargo, pese a las contrariedades “de cartel”, se las ingenió para dar unos de los recitales más emotivos, profesionales y “masivos” de los últimos años de su carrera. No sólo por el impecable set acústico, que también incluyó la presencia de Roque Narvaja en Traigan vino, sino por la calidez, versatilidad y profesionalidad de su banda, que asistió –y se amoldó– a los invitados que pudieron estar. A Juan Carlos Baglietto, por caso, que, pese a “comerse” parte de la letra, duplicó la calentura de la versión en estudio de Dónde va la gente cuando llueve. Oportuno, Cantilo también aprovechó el momento para presentar parte de su última producción con temas nuevos: Sudamérica Va. No es justo ubicar en el arcón de las memorias a un artista que prosiguió contestándole al sistema como un verdadero artesano de la canción. Que, mientras otros muchos de su generación decidieron jugarle sus últimas fichas al reviente, optó por denunciar la segunda década infame a través de discos que muy pocos conocen –Canciones para vivir mejor (1992) o Saqueo (1994)– o que puso sus ojos en las contaminantes minas de Neuquén, mucho antes que el ambientalismo militante se hipermediatice papeleras mediante. Este Cantilo, el de Sudamérica Va (2003), dijo presente a través de Rock contra la mina –en el que resignifica el No pasarán de la izquierda–, Vieja Madrid, La hija –suave pieza tanguera en homenaje a los hijos de desaparecidos– y Canción de Luna.
Dos horas y media alcanzaron para cuatro momentos terminales más. Uno, imperdible y sosegado la recuperación de Que sea el sol, aquel grito de libertad y fe inserto en el disco Apóstoles (1974). Dos, Cantilo metiendo todos y cada uno de los alaridos agudos de Apremios Ilegales –¿acaso guarda su voz en cloroformo?–; tres, la interpretación a dúo de la Catalina Bahía –¿canción de cuna porno?– con Puyó. Ambos clavándose miradas con Cantilo voceando “Y la península mía / en tu bahía”, y la Puyó contestando en sintonía. Y cuatro –después de una versión colectiva de La marcha de la bronca–, un cuadro de antología: conglomerado de cincuentones al borde del escenario, revoleando camisas y totalmente descontrolados al grito de “Esta es la gente del futuro / y este presente tan tan duro / Es el material con que edificaremos un mañana total”. Suma: o el futuro es hoy o el pendeviejo es el nuevo ser nacional o el Viagra está haciendo desastres. Como fuere, lo concreto es que una sola noche le alcanzó al trovador para vigorizar lo que los refutadores de época consideran muerto. Y ganó.
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