Domingo, 18 de noviembre de 2012 | Hoy
MUSICA › CUARENTA Y TRES MIL PERSONAS VIVIERON SU FIESTA POP EN EL ESTADIO DE RIVER
La cantante estadounidense que aspira al trono de Madonna dio un concierto que concentró todas las obviedades y gestos de demagogia posibles. Como era de esperar, funcionó a la perfección.
Por Eduardo Fabregat
Es curioso, pero no tanto, el modo en que ciertos resortes del show business funcionan aunque pasen años y años. Stefani Joanne Angelina Germanotta es una cantante aceptable y una bailarina del montón, pero tuvo la inteligencia de buscar los referentes pop adecuados, volcarlos en un material propio bien inspirado y explotar al máximo las posibilidades de la era digital. Lo demás viene (casi) solo. Reconvertida en Lady Gaga, con el impulso de dos álbumes exitosamente bailables (The fame y Born this way), la joven cantante aspira al trono de Madonna; como la number one se niega al retiro –en diciembre estará en Buenos Aires–, Gaga ejerce por ahora el rol de la mejor y más orgullosa princesa. Como aspirar a ese sitial implica seguir ciertas reglas, es también la más previsible.
Sería necio negar el disfrute que experimentaron las 43 mil personas que se acercaron a River el viernes: toda lectura de un concierto debe contemplar ese dato, nada menor. Lady Gaga no habría llegado al espectáculo de estadios si no contara con una sólida base de fans, esos little monsters que ofrecieron un show aparte en el Monumental. Lo llamativo es que, con tanta agua corrida bajo el puente, todavía funcione eso de que durante dos horas veinte la artista diga unas 45 veces “¡Argentina!” y unas 38 veces “¡Buenos Aires!” y el mismo rugido de aprobación puntúe cada gesto de demagogia. En las dos o tres parrafadas extensas que dirigió al público, Gaga fue condescendiente hasta lo insufrible, y la gente reaccionó con la felicidad de quien desconoce que pasado mañana dirá exactamente lo mismo reemplazando las palabras clave por “Santiago”, “Chile” y “chilenos” y luego “Lima”, “Perú” y “peruanos” y así. Se dirá que así funciona incluso en shows rockeros y del palo y algo de eso hay, pero la artificialidad extrema de la chica, el cálculo y la abusiva repetición, la convierten en ejemplo extremo de las convicciones de plástico.
El gran espectáculo está garantizado: un impactante castillo móvil con pasarelas al campo sirve para el desplazamiento de Gaga y sus bailarines, y el estrambótico gusto de la neoyorquina en materia de vestuario encuentra en el Monster Ball Tour un terreno ideal. Suenan, claro, todos los hits: “Bad romance”, “Poker face”, “Telephone”, “Born this Way”, “JustDance”, “Alejandro”, “Paparazzi”. “Hair” propicia el non plus ultra de la demagogia, con ella abriendo regalitos que le tira el público (recibió un paquete de yerba y, claro, preguntó si eso se fumaba), poniéndose la camiseta argentina y cantando en el piano junto a tres fans extasiados. Y en su discurso, Stefani repite las bases que, de Madonna para acá, han servido a la construcción de varias estrellas pop. Que “soy como soy, y yo soy ustedes”, que “Tenemos los mismos sueños, las mismas esperanzas”, que “me importa un carajo lo que digan los demás”, que “nunca soñé llegar a esto”, que “esto es un fiesta, no un funeral”, y otra vez, “Argentina, ¡quiero escucharlos!”. El rapto más sincero de toda la noche, al cabo, fue en algo sobre lo que las estrellas no suelen abundar. “Sabemos que han pagado tickets muy caros, pero trabajaremos duro para devolverles cada centavo”, dijo. Nadie puede decir que no haya cumplido, aunque la historia de la música haya ganado más bien poco.
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