Viernes, 5 de abril de 2013 | Hoy
MUSICA › GUSTAVO DUDAMEL Y LA ORQUESTA SINFONICA SIMON BOLIVAR, UNA VELADA EXCEPCIONAL
Las obras de Igor Stravinsky y Silvestre Revueltas sirvieron como vehículo para un concierto excepcional, en el que –como pocas veces– la expectativa previa y el efecto posterior tuvieron una idéntica carga de entusiasmo en el público.
Por Diego Fischerman
A veces hay una excitación anticipada. Se nota en la llegada del público bastante antes de la hora del concierto, en la manera en que muchos de los asistentes conversan y gesticulan, en cómo cada rincón del teatro aparece ocupado, en la manera en que los artistas son recibidos cuando salen al escenario. En ocasiones, algo similar sucede a la salida. Las caras de felicidad de quienes estuvieron allí, las palabras que faltan para explicar o tratar de describir lo que se vivió, una cierta sensación de estar, todavía, en otro mundo. Cuando suceden ambas cosas, cuando las expectativas eran altísimas y, además, fueron colmadas con creces, es cuando se trata de un acontecimiento sobresaliente. Casi único. Memorable. Así fue la actuación de la Sinfónica Simón Bolívar, conducida por Gustavo Dudamel, en el Teatro Colón. Fue la tercera visita de orquesta y director a Buenos Aires. Y fue la tercera vez en que ellos –y el público– fueron protagonistas de algo fenomenal.
La primera vez que actuaron en esta ciudad fue en la apertura del Festival Martha Argerich, en 2005. Dudamel tenía entonces 24 años y era el joven brillante al que el mundo de la música clásica comenzaba a mirar con atención. Ahora, a los 32, es una estrella. Tal vez la única digna de ser considerada como tal en el universo de la dirección orquestal. Las salas más importantes del mundo se lo disputan, tanto para conciertos como para ópera, es el mimado del sello Deutsche Grammophon y dirige la Sinfónica de Los Angeles, donde reemplazó al genial Esa-Pekka Salonen, que decidió tener más tiempo para componer. Nada cambió, sin embargo, en las virtudes que lo distinguieron, de entrada, de muchos otros: una llaneza y una facilidad para comunicarse con la orquesta y con el público asombrosas, la capacidad para hacer sentir que lo que hace es absolutamente natural, el poder de transmitir a sus interpretaciones una vitalidad sin amaneramiento, y una energía jamás forzada y el don para conseguir versiones siempre reveladoras, plenas de detalle y, al mismo tiempo, con el poderío de aplanadora sonora.
El teatro lleno hasta el límite, algunas banderas venezolanas colgando de algún palco y un público tan entusiasta como heterogéneo (virtud de una nueva política de precios más razonable y acorde con el hecho de tratarse de un teatro subsidiado) fueron el marco en el cual, luego de la larga ovación que lo recibió, Dudamel se dirigió a la audiencia para dedicar el concierto, de parte de la orquesta y de toda Venezuela, “al hermano pueblo argentino, que está atravesando un drama”. Luego, ya después del final formal, antes del segundo bis, habló de nuevo. Fue para decir: “Es difícil decidir cuáles son las obras más bellas. Cada cual, con sus diferencias de lenguajes y de estilo, tiene algo. Pero tal vez la música más bella la haya escrito Wagner. No sé...”. La frase quedó en suspenso por poco tiempo. Apenas subido al podio, Dudamel se dio vuelta nuevamente para decir “Sí”, y luego arrancar con una conmovedora lectura de El idilio de Sigfrido, donde el gigantismo (la obra, originalmente, fue escrita para una pequeña orquesta) no atentó en absoluto contra el refinamiento expresivo. Entre uno y otro parlamento había transcurrido un concierto fuera de lo común que sirvió para demostrar, de paso, la falsedad de los prejuicios acerca de la aprobación o rechazo de los programas exigentes. Pocos podrían haberlo sido más que este fantástico relato donde La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky, y La noche de los mayas, de Silvestre Revueltas, se comentaron e iluminaron mutuamente. Y pocas veces pudo verse un público más entusiasta.
Suele decirse que La consagración de la primavera, estrenada con escándalo en 1913 como pieza de ballet y, poco después, con gran éxito como obra de concierto, es una de las composiciones más influyentes del siglo XX. Se trata, en todo caso, de una influencia contradictoria. Porque La consagración... prácticamente no tiene herencia, por lo menos en Europa. Nadie niega su importancia, todos la consideran uno de los momentos cumbre del arte del siglo XX, pero son muy pocas las obras que pueden, con rigor, considerarse hijas suyas. Las excepciones están en América (Revueltas, el primer Villa-Lobos, Ginastera, Copland, Bernstein) y el primer acierto de Dudamel fue comenzar con la obra de Stravinsky para abordar La noche de los mayas en la segunda parte. Si bien no se trata de una auténtica obra de Revueltas, por lo menos en lo formal –José Ives Limantour, en 1960, agrupó en cuatro movimientos temas dispersos que habían pertenecido a la música que el mexicano compuso para un film de Chano Urueta en 1939–, allí también, aunque un poco por azar, se reflejaba el orden por corte y montaje que caracteriza a La consagración... Pero sobre todo en lo rítmico –y en su poder como principio constructivo– resultó fascinante poder escuchar tanto el imponente alegato de Stravinsky como su lectura desde un México que, como Rusia, aunque con distinta suerte, había sido atravesado tempranamente por el espíritu revolucionario.
El Stravinsky de Dudamel, con todo su brutalismo, suena, en todo caso, más ruso que francés. Y, con certeza, mucho más próximo a sus orígenes coreográficos. Imponente en todas sus filas –el pasaje de cuerdas solas en La noche de los mayas fue de una belleza paralizante–, con un ajuste extremo y una solvencia comunicativa poco frecuente, la orquesta deslumbró sin fisuras. Incidentalmente se observó un cierto empaste y una preocupante merma de la intensidad sonora de la mitad del escenario hacia atrás, que también sucede en las representaciones operísticas, lo que hace pensar en algún efecto indeseado de las reformas llevadas adelante en la sala, que debería ser estudiado.
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