MUSICA › OPINION
› Por Diego Fischerman
Sus canciones se cantaron en las escuelas. Estuvieron ligadas, como toda la música compuesta a partir de tradiciones folklóricas sudamericanas, a una cierta idea de patria. Y, claro, de patriotismo. Ya se sabe, la banda de sonido de los actos escolares siempre tuvo más que ver con el campo, aunque acompañara las sagas de personajes tan inevitablemente urbanos como Manuel Belgrano, por ejemplo. Las canciones de Eduardo Falú, que tantas veces hablaron del paisaje, se incorporaron al paisaje. Y, en muchos aspectos, fue una lástima. Es cierto que su arte estuvo en boca de todos y que pocas cosas pueden ser tan gratificantes para un compositor. Pero la contrapartida fue que la costumbre, la bastardización, las versiones gritadas, impostadas, fuera de foco o, simplemente, de afinación, terminaron haciendo a esas canciones maravillosas casi invisibles. Acabaron haciendo olvidar –o haciendo que fuera difícil no perder de vista– que se trataba de algunas de las piezas más extraordinarias del siglo. “Tonada del viejo amor” o “Zamba de la Candelaria”, por sólo nombrar dos, son tan absolutamente perfectas, tan naturales y al mismo tiempo sorprendentes, como sólo unas pocas otras canciones de tradición popular lograrían serlo. Compartió con los grandes melodistas del tango (Dames, Mores), con Paul McCartney, John Lennon, Chico Buarque, Luis Alberto Spinetta, ese delicado secreto con el que se logra crear un universo y dejarlo en el recuerdo para siempre, en apenas tres minutos. Y además, como intérprete, tuvo una autoridad –y una originalidad– extremas. Su voz de barítono profundo no se pareció a nada; su manera de frasear en la guitarra tenía una elegancia exacta. Nunca hubo excesos. Falú cantaba y tocaba sus canciones sofrenando la emoción, como quien sabe que tiene demasiado entre sus manos y que debe, más bien, contrarrestar todo ese poderío. Una contención expresiva que resultaba, paradójicamente, conmovedora. Aunque incursionó en algunas obras con orquesta y en formas extendidas como la suite, fue en la miniatura precisa, en la fragilidad de la acuarela, donde resultó único. Está, por ejemplo, su monumental Romance de la muerte de Juan Lavalle, con textos de Ernesto Sabato, que grabó en 1965, y donde hay más de un momento notable, empezando por las piezas en que toca su guitarra a solas. Pero es en esa vidalita cristalina que canta Mercedes Sosa, “Palomita del valle”, donde aparece esa rara y paralizante belleza que hace de Eduardo Falú un artista incomparable.
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