MUSICA › SE ESTRENA EN EL COLON UNA NUEVA PUESTA DE LA OPERA “MIDSUMMER NIGHT’S DREAM”, DE BENJAMIN BRITTEN
En una coproducción con la Opéra de Niece, sube a escena una obra ausente desde hace 44 años, con dirección musical de Arthur Fagen y puesta en escena de Paul-Emile Fourny, con escenografía y vestuario de Louis Desiré e iluminación de Patrick Meeusel. Los protagonistas serán el contratenor Fabrice di Falco y la soprano Pamela Coburn.
› Por Diego Fischerman
La ópera, durante el siglo XX, fue un género polémico. No tanto por las controversias que pudiera provocar como por la manera en que la mayoría de las obras compuestas a partir de 1900 decidieron dialogar con las leyes del género. Podría pensarse que en el siglo que entronizó las vanguardias y las convirtió en saberes académicos, la ópera fue vista, siempre, como algo un poco anacrónico. Pero, al mismo tiempo, varias de las composiciones musicales fundamentales del siglo pertenecen al mundo de la ópera. Y si muchos compusieron óperas para demostrar la imposibilidad del género y escribieron para romper sus mandamientos supremos, otros, como Benjamin Britten, decidieron jugar a favor. Ninguna de sus óperas podría haber sido compuesta en otro siglo que en el XX y, sin embargo, no sólo ninguna de ellas se opone a la idea tradicional acerca de qué es una ópera sino que todas la aprovechan, aunque para buscarle, como en el relato de Henry James que dio pie a una de ellas, siempre otra vuelta de tuerca.
Operas cantadas sólo por hombres –Albert Herring, Billy Budd–, óperas de cámara estructuradas como un gran tema con variaciones –The turn of the screw–, óperas corales –Peter Grimes– y óperas íntimas –The Rape of Lucretia–. Lord Benjamin Britten, barón de Aldeburgh, de cuya muerte se cumplen 30 años el próximo 4 de diciembre, fue uno de los grandes autores dentro de un campo que en Inglaterra nunca había dado grandes obras –salvo que se cuenten las del alemán Händel, escritas en italiano– pero, en cambio, fue fiel a una larga tradición británica, la que une música y teatro. En el Teatro del Globe, las representaciones de obras de Shakespeare incluían, desde ya, música. Los grandes autores de los siglos XVI y XVII (John Dowland, William Byrd, Orlando Gibbons, Thomas Morley) compusieron canciones y danzas que fueron incluidas sistemáticamente en representaciones teatrales. Y además, en el Barroco, mientras la ópera conquistaba el mundo, Inglaterra inventó otra cosa: la masque. Allí, los números musicales, con partes cantadas por personajes secundarios o complementarios de la trama, se intercalaban en obras teatrales. El autor más importante del período, Henry Purcell, compuso varias masques y una de las más importantes fue, precisamente, The Fairy Queen (la reina de las hadas), que se representaba junto a Midsummer Night’s Dream, de William Shakespeare. Britten fue un estudioso del Barroco y un admirador de Purcell –tal vez el último compositor inglés al que podía reconocerse como padre estilístico–. Reinstrumentó obras de Purcell y utilizó un tema suyo para componer la exquisita Guía orquestal para la juventud. No es extraño, entonces que, al comprobar que no se llegaría a tiempo con el encargo de un libreto totalmente nuevo para presentar en el Festival de Aldeburgh de 1960, haya decidido, junto a su pareja, el tenor Peter Pears, adaptar el Sueño de una noche de verano de Shakespeare para componer una nueva ópera. Y, tal vez como homenaje, destinó el papel de Oberon, que en el estreno fue representado por Alfred Deller, a la voz de un contratenor o falsettista, el registro en el que cantaba el propio Purcell.
Estrenada en ese festival en 1960 y apenas dos años después en el Teatro Colón, desde ese momento nunca más se la representó en Buenos Aires. Después de 44 años de ausencia, hoy subirá a escena nuevamente, con dirección musical de Arthur Fagen, puesta de Paul-Emile Fourny, escenografía y vestuario de Louis Desiré e iluminación de Patrick Meeusel. Britten, que cuando escuchó Wozzeck, a los 21 años, quiso estudiar con Alban Berg –la familia se opuso–, como él encontró una particular manera de congeniar teatro y modernidad musical. Aunque, claro, la de Bri-tten es mucho más oculta. De hecho, el mundo estético satélite al dodecafonismo y el serialismo integral, en los cincuenta y los sesenta, no podía sino considerar apenas un reaccionario más a ese autor que se deleitaba con escribir pensando en las voces y en el efecto dramático de la orquestación. Sin embargo, la escritura de Bri- tten es absolutamente novedosa y, sobre todo, su idea acerca del pasado como enciclopedia abierta a los nuevos usos terminó siendo mucho más moderna (o posmoderna) que las declamaciones de algunos de sus contemporáneos. Midsummer night’s dream es la decimoprimera de sus dieciséis óperas y fue compuesta en siete meses, entre octubre de 1959 y el Viernes Santo del año siguiente. Con la excepción de Let’s make an opera, un divertimento concebido para intérpretes juveniles, es la que menos tiempo le llevó. El apuro tenía que ver, en parte, con la necesidad de estrenarla para la reinaguración de la Jubilee Hall de Aldeburgh, después de su reconstrucción. Las características de la sala, además, condicionaron la orquestación, para sólo 28 instrumentistas. Y, en sus propias palabras, “la ópera no es más isabelina que ateniense la obra de Shakespeare”.
En realidad, si la apariencia de esta obra es la de una ópera antigua, con sus ornamentaciones à la Purcell y su sensata estructura en tres actos, donde el primero presenta los personajes, el segundo los conflictos y el tercero la resolución, por otro lado la composición es notablemente experimental. En particular, la instrumentación implica un altísimo grado de invención y no se parece a nada escuchado antes –aunque sí a lo que más tarde haría el propio Britten en Requiem de guerra–. Las hadas –voces de niños– están acompañadas por arpas, claves, celesta, vibráfono, glockenspiel y otros instrumentos de percusión; los humanos están caracterizados por cuerdas y maderas y los cuatro amantes, con las cuatro tesituras usuales en la ópera romántica –soprano, contralto, tenor y bajo–; y los rústicos –dos tenores, dos barítonos y dos bajos– aparecen junto a los bronces graves y fagot. El casi siniestro y despótico Oberon tiene la voz sobrenatural del contratenor y Tytania es una soprano de coloratura. Además, hay personajes –los amantes– que trabajan siempre alrededor del recitativo libre, mientras que otros –Oberon y Tytania– tienen pasajes arioso. La oposición entre tesituras agudas y graves, entre distintas formas de versificación y expresión y entre diferentes formas de articulación y fraseo marcan, en esta ópera, otra oposición: la de lo real y lo irreal, en un sentido bastante explícito, pero, también, la de los mundos masculino y femenino. En el teatro shakespeariano era frecuente que los papeles femeninos fueran interpretados por hombres y esa clase de travestismo aparece también en la lectura de Britten. Pero, sobre todo, estos distintos mundos coexisten, en esta ópera, en un equilibrio tan mágico como inestable.
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