Viernes, 14 de marzo de 2014 | Hoy
MUSICA › HELMUT LACHENMANN, COMPOSITOR DE LA VENDEDORA DE FóSFOROS
Es uno de los compositores vivos más importantes de música contemporánea. Está en Buenos Aires para participar como narrador (y obvio supervisor) del estreno de La vendedora de fósforos, la súper producción que mañana abrirá el ciclo Colón Contemporáneo.
Por Diego Fischerman
“¿Entender la música? ¿Qué quiere decir entender la música? ¿Se puede entender un spa-ghetti? A un spaghetti no se lo entiende; se lo come”, dice Helmut Lachenmann. Es uno de los compositores vivos más importantes dentro de ese campo difuso al que aún se sigue llamando “música contemporánea”. Su obra ha sido grabada por los sellos discográficos más destacados en ese territorio (Kairos, Neos y ECM New Series). Ha ganado los premios más prestigiosos, entre ellos el Siemens (que también habían merecido Mauricio Kagel, Daniel Barenboim y Benjamin Britten). Y está en Buenos Aires para participar como narrador (y obvio supervisor) del estreno de La vendedora de fósforos, la súper producción con la que mañana abrirá el ciclo Colón Contemporáneo. Esta obra, que tiene el raro privilegio, para la música actual, de contar con dos ediciones discográficas (en ECM y en Kairos) cumple a las maravillas, en todo caso, con uno de los principios declarados de su autor: “Reinventar el sonido”.
Nacido en Stuttgart en 1935 y discípulo de Luigi Nono, Lachenmann sostiene, como un credo, que “una obra de arte debe irritar”. Sabe, también, que “la incomodidad es hoy una mercancía, un servicio, que puede comprarse a un precio razonable”. Pero, lejos de los esquematismos y de cualquier lugar común al respecto, cree que “la revolución no es una cuestión de consignas comerciales ni de acumular citas prestigiosas ni de abordar mecánicamente temáticas sociales o políticas”. “La revolución que está en manos de los compositores es la del sonido. Lo que nosotros tenemos que hacer es que las cosas suenen por primera vez. Que tengan potencia. Que tengan posibilidad de irritar, de inquietar, de mover a alguien de un lugar cómodo, previsto y previsible, a uno nuevo. Eso es el arte.” Y en este terreno del arte en particular, reivindica el viejo lugar de la música en vivo. “Hay un montón de CD con mi música –dice–. Y está bien que estén. Son como fotografías. Son las postales de un paisaje que uno envía para contarle a alguien cómo es ese paisaje. Pero no son el paisaje. Eso está, solamente, en el lugar en el que sucede la música.”
Nono, su maestro, fue uno de los que, en los ’60 y los ’70, se preocuparon por conciliar las ideas de vanguardia política y de vanguardia estética. “A mí me costó muchísimo encontrar mi propio estilo, mi propio sonido”, cuenta Lachenmann, mientras toma un café a pocos metros del Colón, después de haber terminado de ensayar. “Las relaciones de los alumnos y los maestros son siempre difíciles, como las de los hijos con los padres. Hay un momento donde uno necesita matar a sus padres. Y recién después de un tiempo se puede tomar de ellos lo que tenían para darnos, sin que eso mate a su vez nuestro estilo. Nono era muy esquemático. Si había dos notas contiguas ya decía que eso era una melodía burguesa y que había que evitarlo. Con él, después, estuvimos mucho tiempo sin hablarnos y la chispa que encendió la pólvora fue, por supuesto, una estupidez. En un concierto se estrenaban obras de ambos. La de Nono se llamaba Un fantasma recorre el mundo, parafraseando la primera frase del Manifiesto Comunista, y tenía citas del Che Guevara, de todos. La mía era una obra abstracta. En el público había varios famosos personajes de la derecha italiana y su obra fue ovacionada de pie, y la mía, abucheada. Yo estaba furioso y, después, cuando fuimos a comer, en un momento le dije: ‘La burguesía estaba contentísima con tu obra’. Después de eso, no me saludó por años.”
Al hablar de su música, dice que “muchos la imitan, pero no mis alumnos, porque jamás lo permitiría”. Sin embargo, dice, “la imitan mal; sólo copian sus rasgos más externos y la música no es eso. Allí no termina, sino que apenas empieza”. Y cuenta que lo que él busca es “una música en la que los eventos sonoros son elegidos y organizados de modo que la técnica con la que son generados sea tan importante como las cualidades acústicas resultantes. En consecuencia, las cualidades como el timbre o la dinámica no producen sonidos en sí mismos, sino que describen o denotan la situación concreta: al escuchar, se oyen las condiciones bajo las cuales se crean estos sonidos, qué materiales y energías son puestos en juego y qué resistencias encuentra el intérprete”. Y a la hora de citar referencias, sorpresivamente, recurre a Gustav Mahler y Anton Bruckner. “En la Décima Sinfonía, uno escucha algo que no es música, que es un evento natural. Lo mismo sucede con Bruckner. Hay acordes donde lo que está sonando no es un acorde, sino un fenómeno vibratorio. Lo que hace el compositor es provocar una situación donde eso sucede. Hay momentos de la percusión que suenan como tiros, que hacen saltar por los aires a quien escucha. Hay un efecto. Y hay una búsqueda de belleza. No se trata, desde ya, de la belleza convencional, estereotipada, sino de la posibilidad de encontrarse cara a cara con la belleza en estado puro. De una belleza en crudo.”
El compositor encuentra una fuente en la música concreta, en la que se construía un discurso cortando y pegando cintas –y pedazos de cintas– con grabaciones de sonidos preexistentes. Lachenmann reconoce a Pierre Schaeffer, el creador de la música concreta, como un precursor. “En mi obra hay citas –dice–, pero no se trata de una operación intelectual. En primer lugar, todo ha sonado ya alguna vez. Y ciertos ritmos o ciertas relaciones de alturas van a remitir siempre a una historia. Pero yo uso partículas, muchas veces irreconocibles, mucho más a la manera de la música concreta, o, sencillamente, para dar a entender algo. A veces se trata de situaciones descriptivas. Un pedazo de una marcha no va sonar nunca como unos sonidos abstractos, siempre será un fragmento de marcha y puede estar porque eso es lo que un personaje está escuchando en ese momento, o porque eso comenta y da un significado distinto al resto de las cosas que suenan o la memoria recuerda que han sonado.”
Para Lachenmann hay, por otra parte, un valor fundamental en la interpretación. “Los músicos se escuchan entre sí, reaccionan ante lo que los otros hacen. Cada hecho individual resuena y tiene consecuencias en lo colectivo. Nunca se toca igual y los músicos, más que leer una pieza o descifrar una partitura, cualquiera sea, de Beethoven, de Mozart o de un autor actual, hacen música con ella, es decir, junto a los demás músicos que están comprometidos con ese mismo objetivo.” El compositor de La vendedora de fósforos habla de “intensidad” y de “sinceridad”. Y aun cuando reconoce que se trata de músicas muy diferentes entre sí –y con formas de circulación y valoración muy distintas– encuentra algo de eso en estéticas tan alejadas de la suya como solo puede estarlo la de su amigo, el famoso compositor de música para películas Ennio Morricone.
Reconoce en Karlheinz Stock-hausen al autor “de la más bella música para piano escrita en los ’60” y vuelve a la cuestión de la belleza: “Uno puede encontrar bella a una bella actriz famosa, y, por cierto, es bella, pero casi seguramente artificial. Y puede mirar a una mujer sin artificios, a una vecina, por ejemplo, en cuya cara están las arrugas, las marcas de que se ha reído, de lo que vivió, de sus emociones, de lo que siente en ese momento. ¿Cuál es la más bella de las dos? ¿A qué llamamos belleza? Con el sonido pasa lo mismo. Y parte de lo que para mí es la belleza es la capacidad para sorprender, para no ser eso que se espera que algo sea. No es que el sonido de un violín no sea bello. Pero ya están allí la música de Beethoven o, incluso, la de Stockhausen. Uno necesita encontrar una nueva belleza y encontrarla en otra parte”.
Para el crítico y escritor Paul Griffiths, autor de Modern Music and After. Directions since 1945 y colaborador habitual de The New York Times, Lachenmann es “uno de los dos o tres compositores más importantes de esta época” y en sus notas para una de las ediciones discográficas de La vendedora... (la de ECM) escribía: “Hay suficientes óperas en que la protagonista femenina se canta a sí misma mientras muere. Esta vez es diferente. La heroína se niega a aparecer. En cambio, tenemos que imaginarla, recordarla, con solistas, voces y orquesta que la recuerdan. Esta es una ópera convirtiéndose en réquiem”. Y el propio Lachenmann dice: “El modelo de esta ópera es la Sinfonía Op. 21 de Anton Webern. Siempre tuve conciencia de que el renacimiento de la escucha tiene que tener lugar en la guarida del león de muestra gran tradición musical y no en el ghe-tto complacientemente tolerado de la escena de la nueva música. Por eso escribí una ópera. Aunque ésta, tal vez, no lo sea”.
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