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Viernes, 23 de mayo de 2014

MUSICA › RECITAL DE THE JESUS AND MARY CHAIN EN GROOVE

Un regreso sin acoples

En su tercera visita a Buenos Aires, la banda de los hermanos Reid redujo su performance a una suerte de greatest hits, pero su versión actual abandonó la áspera incomodidad de los años ’80 para apostar por lo seguro.

 Por Joaquín Vismara

En la música, no hay camino más traicionero que el de la búsqueda del riesgo. Ganarse la fama por el desafío constante puede garantizar la reputación y el bronce, pero también se puede venir en contra al momento en el que se decide proceder a encarar las cosas de un modo más tradicional. En ese sentido, The Jesus and Mary Chain pateó el tablero a mediados de los ochenta con Psychocandy, su álbum debut, que contenía cantidades iguales de melodías pop (amenas, sencillas, casi infantiles) envueltas en capas de acoples y ruido blanco. Con el pasar de los años, la fórmula se mantuvo con algunas alteraciones (más amable y sencilla en Darklands y Stoned & Dethroned, más lúgubre y bailable a la vez en Automatic y Honey’s Dead), hasta agotar los recursos en Munki, el disco que firmó la separación del grupo en 1998. Tras nueve años de inactividad, la banda volvió al ruedo en 2007 y, tal como se vio el miércoles en Groove, su versión actual abandona la incomodidad para apostar por lo seguro.

Atrás quedaron los años del ruido como recurso estético definitorio. Ahora, aunque las canciones siguen ahí, la búsqueda de un sonido menos filoso erradica de su fórmula ganadora a la provocación. Sin material nuevo editado desde su regreso, el grupo de los hermanos Reid (Jim en voz y William en guitarra) reduce su performance a una suerte de greatest hits en vivo de hora y monedas de duración. La apatía histórica de sus dos líderes (que han llegado a irse a las piñas sobre el escenario y ahora al menos firmaron el armisticio fraternal) juega a favor cuando la cosa se pone oscura, y así “Snakedriver” y “Sidewalking” salen favorecidas. La cosa en cambio no funciona tan bien con “Far Gone and Out” y “Teenage Lust”, que deben ser interrumpidas para empezar de vuelta. Los traspiés tienen su explicación: esta gira sudamericana (que los llevará por Chile y Brasil) es la antesala de una serie de conciertos que darán en Inglaterra a fin de año para celebrar los treinta años de Psychocandy. El resultado final termina siendo ensayo y error, de la manera más literal posible.

Aun lejos de su mejor forma, la visita de The Jesus & Mary Chain a Buenos Aires (la tercera, tras haber pasado por Obras Sanitarias en 1990 y por el Personal Fest en 2008) tiene una cuota de vigencia implícita. Por esas ironías de la vida, desde que el grupo entró en inactividad se volvió la referencia obligada para un puñado de bandas nuevas que poco hicieron por ocultar o disimular su influencia. The Raveonettes, Glasvegas y Black Rebel Motorcycle Club saltaron a la fama con un estilo tan deudor de ellos que ya peca de moroso. Hasta canciones como “Taste of Cindy”, “Cracking Up” y la agridulce “Happy When it Rains” se presentan ahora como un legado del pasado con vistas al presente que permite jugar al juego de las siete diferencias entre el original y el facsímil. Al igual que sus émulos del siglo XXI, The Jesus & Mary Chain también deja a la vista sus referencias artísticas, pero gana por la diferenciación. Lo suyo se presenta como un mash up de cruces poco probables. Por momentos, suenan a la versión más heroinómana de The Velvet Underground en busca de la perfección pop (“Some Candy Talking”), en otros retoman el hipotético punto de contacto entre Ramones y la música de Manchester (“Blues From a Gun”), y también trazan un puente entre la famosa pared de sonido del productor Phil Spector y la música ochentosa (“Head On”).

En el tramo final, la emotiva “Just Like Honey” (recuperada del olvido masivo por Sofia Coppola en la banda de sonido de Perdidos en Tokio) pone las cosas en su lugar justo a tiempo poco antes del cierre, y la dinámica se repite con “The Hardest Walk”. Sin ánimos de empatizar con nadie, Jim Reid anunció la despedida sin ninguna emotividad impostada. Lo que le siguió fue una versión de “Reverence”, que también tuvo que ser interrumpida para arrancar de nuevo, esta vez por un inconveniente con la guitarra de William. El traspié no logró hacer trastabillar a la banda, que pudo revivir el trance narcótico que imperó en Inglaterra a fines de los ochenta y principios de los noventa. Mientras el grupo creaba una pared de sonido machacante y monótona, su vocalista repetía como en un mantra algunas de sus estrofas menos optimistas (“Quiero morir como Jesucristo, quiero morir en una cama de espinas, quiero morir como JFK”). El saldo final es positivo para la franja etaria comprendida entre los treinta y largos y los cuarenta y pocos, pero se quedó a mitad de camino a la hora de mostrar a los más jóvenes el porqué de su relevancia. Quizá sea una tarea pendiente para una próxima visita, en tanto y en cuanto se puedan ajustar las piezas de su propia maquinaria.

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El grupo británico tuvo un sonido más “amable” que el ofrecido al público argentino en 1990.
Imagen: Télam
 
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