Viernes, 23 de mayo de 2014 | Hoy
CINE › OTRA VISITA A UN UNIVERSO ATRAPANTE Y EXIGENTE
Nueva obra de un director atípico para la escena local, Fango retrata el sur de un modo que permite la asociación con Borges: nueva perla de un realizador que no conoce corsés estéticos.
Por Juan Pablo Cinelli
Hay directores argentinos que filman como europeos y otros que aspiran a hacerlo como norteamericanos. Los que parecen filmar a la carta para el paladar de los programadores internacionales, otros que directamente parecen hacerlo pensando en Bafici y el que sin disimulo se apuesta a sí mismo como candidato a un Oscar. Los que filman como buscando algo y los que sólo lo hacen frente al espejo. Directores de documentales, de cine de género, ensayistas, “auteurs”. Hay grandes y pequeños directores. Y está Campusano. No se trata de que sus películas salgan de un repollo, mucho menos que las haya traído la cigüeña, porque si de algún lado no vienen es de París. Tampoco significa que su trabajo no tenga antepasados ni parientes cercanos: ahí están las obras de Leonardo Favio e incluso la de John Ford para reclamar una paternidad ideológica, espiritual y a ratos también estética, o el antecedente inmediato del prolífico Raúl Perrone en el papel de hermano apenas mayor. Todo eso es cierto. Pero así y todo, con los elogios u objeciones que se le pueden hacer, es innegable que José Celestino Campusano es un número primo del cine.
Cada una de sus películas representó un golpe para la cinefilia, porque si algo no ha hecho Campusano es correr detrás del público: fue el espectador quien debió reeducarse para no quedar afuera. Tanto Vil romance (2008) como Vikingo (2009), por hablar de sus trabajos de ficción, cosecharon de todo menos indiferencia. Pero incluso quienes hoy militan con fervor evangélico en su favor debieron superar antes los obstáculos que suponen una producción de emergencia, actores sin formación, diálogos que muchas veces no suenan naturales e historias cuyos protagonistas no sólo son otros, sino que representan, sin vueltas, a un otro social cuya existencia real carga con el estigma del miedo ajeno. Obstáculos nada sencillos para quienes formaron su mirada con el cine clásico estadounidense como patrón (la mayoría). Fango es la tercera película de Campusano (pero no la última: la épica Fantasmas de la ruta todavía no tiene fecha de estreno) y representa un nuevo paso con el que, aunque parezca increíble, ha conseguido ir todavía más allá.
Si bien puede pensarse como western, en Fango hay un orden social anárquico en el que ni siquiera existe una figura formal para representar la ley. Acá no hay sheriff, centro simbólico que en Vikingo de algún modo ocupaba el protagonista, y entonces todo es más desolador: cada uno está en el mundo por su cuenta y debe rebuscársela como puede para sobrevivir. La ausencia de un protagonista excluyente hace que Fango sea una película más coral, rasgo que se profundizó en Fantasmas de la ruta. Eso no significa que no haya personajes fuertes: los hay, y entre ellos se destacan dos. Por un lado, El Brujo, veterano del heavy metal que con su amigo El Indio aspira a formar una banda que fusione thrash metal con tango. Por otro, Nadia, una chica de barrio, sensible y temperamental, que no duda en hacer lo que sea por los suyos. Dos antihéroes recorriendo el mismo camino en direcciones opuestas, destinados a chocar. Ella representa un elemento novedoso, teniendo en cuenta que los universos de Campusano suelen regirse por la ley del más fuerte. A pesar de no actuar por fuera de esa norma de esencia viril, Nadia es una mujer con preocupaciones y problemas genuinamente femeninos y su presencia enriquece el universo del director.
El escenario, en cambio, vuelve a ser el mismo. Un espacio que al espectador de clase media/alta le resulta exótico, peligroso, ajeno, como si se tratara de otro país y hasta de otro planeta. Un mundo habitado por alienígenas de verdad, cuya invasión profetizan a diario los informativos radiales y los canales de noticias: marginales, descastados, lúmpenes. Pobres y laburantes. Pero aunque para el cine ese otro mundo sea una rareza, hoy en día la mayoría de los argentinos habitan ese limbo en la frontera entre lo urbano y lo rural, entre la supervivencia y la miseria. Campusano filma otra vez una Argentina negada, escondida, rabiosamente real, pero sin pretensión documental. Porque Fango y todas sus películas son bien conscientes de ser lo que son: ficciones. Y justamente es esa palabra (Ficciones) la que remite a un vínculo inesperado: a Borges. Y es que tal vez no ha habido ningún artista después de Borges tan preocupado por abordar desde la ficción ese universo de orilleros, cuchilleros, renegados y matreros como Campusano. Entonces, sin aviso, el héroe de la alta cultura nacional y el cineasta más popular del cine argentino confluyen en un Aleph ubicado al sur del paraíso, para contar –uno con la cabeza, el otro desde las tripas– historias de arrabales y bajos fondos.
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