Sábado, 7 de junio de 2014 | Hoy
MUSICA › OPINION
Por Diego Fischerman
El próximo 11 de junio, Cacho Castaña actuará en el Teatro Colón, junto a una orquesta sinfónica dirigida por el hermano del actual director de la sala, Juan José García Caffi. La producción, como en el show Las elegidas y en el proyecto de presentación en esa sala de Charly García junto a Andrés Calamaro, es del ex diputado del PRO Avelino Tamargo. Como cada vez que un artista de tradición popular actúa en ese escenario, arrecian las discusiones acerca de la pertinencia o no de esa programación. Pero hay, también, otras cuestiones.
No es que esas polémicas no deban tener lugar. De hecho, la cuestión de para qué debe ser un teatro que el presupuesto estatal –en este caso de la Ciudad– sostiene con el esfuerzo de los contribuyentes, está lejos de ser un tema menor. Se trata, no obstante, de una cuestión difícil de dirimir, que requiere argumentaciones cuidadosas y una precisa discriminación entre lo prejuicioso (la identificación de lo “popular” con lo pasatista y de lo “clásico” con lo espiritual y profundo) y lo verdadero (tradición de la sala, funcionalidad, defensa del patrimonio cultural de la humanidad, entre otras consideraciones posibles).
Por otra parte es habitual, también en otras grandes salas del mundo, su alquiler para actividades masivas, con el fin de solventar los gastos de otras, a las que se considera importantes pero que, claramente, son incapaces de generar ganancias comparables. Algunas preguntas entonces –las que atañen a cuestiones estéticas– son sumamente complejas. Otras –las que incumben a lo económico– son, en cambio, extremadamente sencillas. Tanto que, de no ser contestadas espontáneamente, bien merecerían la intervención de los organismos de control correspondientes, como la propia Secretaría de Hacienda de Buenos Aires o, llegado el caso, la Auditoría General de la Ciudad.
Podrían postergarse los cuestionamientos acerca de la adecuación de Cacho Castaña a la programación del Colón y la naturaleza de los objetivos que la actual administración de este bien público define para él. Podría pasarse por alto el hecho de si el Colón es el lugar más apropiado para festejar el Día del Peluquero o para entregar los Martín Fierro, por ejemplo. Lo que no debería dejar de ser tenido en cuenta es si en estos casos hubo beneficios económicos significativos para el teatro y su programación (o aunque más no fuera para las arcas generales de la Ciudad), o si se trató de meros intercambios de favores con amigos y benefactores, o crasos actos políticos donde un bien público fue utilizado con fines privados o partidarios.
Las preguntas sencillas, las que deberían ser contestadas, son, en rigor, unas pocas. La primera de ellas es cuánto dinero ha obtenido el Teatro Colón en cada uno de los casos en que su sala fue utilizada para eventos ajenos a su programación. La segunda es si cualquier empresa productora de espectáculos, incluso las que no pertenecen a políticos o empresarios ligados al PRO, tienen las mismas posibilidades de contar con esta sala emblemática para sus emprendimientos. La tercera pregunta se relaciona con el hecho de que la dirección de la orquesta que acompañará a Cacho Castaña haya sido encomendada al hermano del director del Colón. No se discuten, desde ya, los antecedentes artísticos de Juan José García Caffi, que en su momento compuso la música para la película Nazareno Cruz y el Lobo, dirigida por Leonardo Favio en 1975, sino la cuestión de si verdaderamente era el único director posible, o el más conveniente entre ellos. Y, desde ya, los términos económicos de tal contratación.
La programación de un teatro es, naturalmente, atribución de su director. Pero en las salas estatales, este director administra bienes que no le pertenecen y a los que debe cuidar encarecidamente. El derecho de imprimirle a la programación sus conocimientos y sus gustos personales está acompañado de la responsabilidad de dar a los bienes administrados el mejor uso posible. Y de la obligación, en el caso de utilizar la sala para fines comerciales, de que los negocios resultantes sean tan transparentes como ventajosos para el Estado.
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