MUSICA › EL ROCK DESPIDE A LEMMY KILMISTER, UNO DE SUS PRóCERES
El cantante y bajista, fallecido a los 70 años de un cáncer fulminante, atravesó todo tipo de percances físicos, algunos de ellos producto de sus excesos. Pero con Motörhead cumplió el sueño de liderar, durante cuarenta años, la banda de rock and roll más sucia del mundo.
› Por Cristian Vitale
Le podría haber pasado cualquier día en los últimos largos años, pero fue ahora. La noticia corrió como un reguero de pólvora por el orbe virtual –y real– del heavy metal del mundo. Se diseminó casi a la velocidad de la luz: Lemmy Kilmister, fundador, líder, cantante, bajista, alma y carne de Motörhead “al fin” había muerto. El “al fin”, claro, dista un abismo de volar mala leche como un pájaro de mal agüero. Nada que ver. Calza, más bien, en la empiria pura. Quién cómo él, dentro del amplio y ancho universo del rock and roll duro, ha hecho de los excesos casi una religión. Una cosmovisión. Una mística. Una manera “natural” de vivir adecuada a sus necesidades orgánicas, psíquicas y tal vez afectivas. Quién podría admitir –y sugerir en público, por caso– que no le recomendaría su estilo de vida a nadie. “Aniquilaría a cualquier persona normal”, según sus palabras de hace quince años. Quién, meterse en el organismo tanta anfeta –de ahí el nombre de Motörhead–, tantas y tan variadas drogas, tanto alcohol –whisky y vodka, en especial–, tanta cosa tóxica, y seguir la marcha enamorado de la primera bandera, del primer pensamiento que tuvo cuando fundó Motörhead, que era el de hacer la banda de rock and roll más del mundo. “Si Motörhead se mudara a la casa de al lado, se secaría el césped de ese jardín”, dijo alguna vez, como para saber de qué estamos hablando cuando hablamos de Lemmy.
Le podría haber pasado –retomando la frase inicial– el primer día de septiembre de 2015, cuando tuvo que detener un concierto en Austin, tras tocar apenas tres temas. “No puedo hacerlo”, dicen que dijo. O incluso más de diez años antes, durante aquella descontrolada noche del 9 de mayo de 2004 en Buenos Aires cuando, luego de tocar no más de una hora con Motörhead, se quedó sin oxígeno y se fue. Literalmente dejó el escenario, provocando uno de las escenas más violentas que ha dado el rock en la argentina en el siglo XXI. Tipos sudorosos en chupines y camperas de cuero, apretujados porque en el lugar había más gente de la que entraba, perdieron la paciencia al ver que ni Lemmy ni Campbell, ni Mickey Dee volvían, se unieron en un solo grito: “Rompemos todo, la puta que los parió”. O en otro que vivaba a los Iron Maiden. O en el último cuando ya muchos se habían retirado, resignados, pero otros cuantos –enardecidos, por cierto– se quedaron para provocar un desmadre al grito de “Destrucción, destrucción”, y a la intención de cobrarse en cables, platillos de batería, monitores, bafles o lo que sea, el valor de la entrada. El trago amargo del desplante.
Trago amargo que finalmente fue saldado –por seguir con estas pampas– tres años después cuando la árida y cruda tríada Kilmister-Dee-Campbell, tuvo su revancha en el Luna Park y dio un show extraordinario ante siete mil personas. Un Lemmy recuperado, como un gato con más de siete vidas, y una voz que aportó lo suficiente como para dar un set demoledor, transpirado y sanguíneo, de dos horas, mucho tiempo más que el interrumpido Hangar. Un derrotero de temas que cumplieron con creces las demandas de su sexta visita al país: “Ace of spades”, “Over the top” –tema de la era Hawkwind, grupo que precedió a Motörhead–, “Sacriface”, “One Night Stand”, “Sword of Glory”, “Killed by Death”, “I got mine”, “Overkill”, “Chase is better than catch”, “Suicide”, cuya adrenalina recordó aquella que Motörhead dio cuando vino por primera vez al país: Estadio Obras, 1993, ortodoxia metalera, decibeles, crudeza y velocidad para todos, y todas, aquella noche. Este año concretó su última visita a Buenos Aires, en un festival en el que Motörhead tocó de día –no era lo ideal para la banda– y donde a Lemmy ya se lo vio deteriorado físicamente.
Aquella vez no, pero –otra vez retomando el hilo del principio– le podría haber pasado lo que ahora, cualquier vez –tal vez– en los últimos veinte años. Hombre de aforismos y máximas que lo fueron (des)encarrilando en ese camino. Hombre de haber dicho “nacido para perder, vivo para ganar”, o el de los cinco mandamientos viscerales: tener siempre Marlboro, Jack Daniel’s, speed, strippers y tocar rock and roll. Hombre que ha escrito muchísimas canciones, cuyas preocupaciones principales pasaban por visiones maniqueas entre el bien y el mal; por el abuso de poder; por el sexo a morir; por los autos, las rutas y la represión. Hombre de estar soportando hace mucho tiempo una EPOC, fruto del consumo imparable de tabaco –y otros humos–, y de padecer también diabetes. Hombre que, como efecto de descontroles, tremendos descuidos y desbordes, seguía batallando por la vida con un desfibrilador implantado.
Pero un cáncer fulminante lo decidió ahora, justo tres días antes de culminar el 2015, cuando el tipo apenas había llegado a los 70 años y los cabeza de motor estaban festejando cuarenta años de veloces devenires con el disco Bad Magic, el número veintidós desde que la banda se creó, en 1975. Y el que contiene “When The Sky Comes Looking For You”, como última guadañazo eyectado de la voz de Lemmy. “No hay forma fácil de comunicar esto, pero nuestro fuerte y noble amigo Lemmy falleció hoy tras una corta batalla con un cáncer muy agresivo”, dice el escueto comunicado que el resto de la banda publicó en el sitio oficial de la banda en Facebook. “Había conocido su enfermedad el 26 de diciembre, y fue en su casa, sentado frente a su videojuego favorito del Rainbow y acompañado por su familia. No sabemos cómo expresar nuestro pesar y tristeza, no hay palabras. Diremos más en los próximos días, pero por el momento, por favor, escuchen a Motörhead en alto volumen, escuchen Hawkind en alto volumen, reproduzcan la música de Lemmy muy fuerte y tomen una copa o unas pocas copas. Compartan historias. Celebren la vida de este hombre encantador y maravilloso que se celebró tan vibrantemente a sí mismo”, expresaron sus compañeros.
Ian Fraser “Lemmy” Kilmister –tal su nombre completo– había nacido en Staffordshire, Inglaterra, justo en la Nochebuena de 1945, y optó por la música tras ver a The Beatles en la mismísima y mítica caverna de Liverpool. En aquellos primeros años también llegó a trabajar como asistente de Jimi Hendrix, durante la primera gira del genial guitarrista por Inglaterra. Luego se integró como bajista a Hawkwind, una banda de rock espacial/psicodélico de principios de los setenta, y que tuvo como protagonista también a su voz en el tema “Silver machine”. Tres años después, fundó Motörhead –que al principio y por poco tiempo se llamó Bastard– trío con el que publicó veintidós discos y vendió treinta millones de copias. El concierto debut, ya como Motörhead, fue el 20 de julio de 1975 en The Roundhouse, de Londres, y a partir de ahí empezó un periplo más hamacado que un tren: discos trascendentales como Overkill (1979), el seminal e inoxidable –para muchos el mejor disco metalero de la historia– Ace of spades, publicado al año siguiente; Orgasmatron, el de “Deaf forever”, con Pete Gill en batería (1986); 1916, editado a principios de los noventa; March or die, el de los tres bateristas (1992) o el formidable y tardío Kiss of death, del año 2006. También atravesaron la historia de la banda algunos líos legales; líos con managers; varios cambios –no muchos– de formación, entre ellas aquella inolvidable –recordada como la clásica– con Eddie “Fast” Clarke en guitarra y Phil “Philthy Animal” Taylor, en batería. O la última –ya nombrada– que también dio bastante que hablar; y varias giras con Ozzy Osbourne, Anthrax, Megadeth, The Misfits, Judas Priest, Iron Maiden, Ramones, Dio, Metallica o Black Sabbath, por nombrar algunas.
Lemmy también tuvo algunos escarceos con la actuación. En condición de tal laburó en el film Eat the rich, hacia fines de la década del ochenta; apareció como taxista en la ominosa Hardware de 1990 y tuvo un cameo en Airheads en 1994. Pero el máximo protagónico –el único, qué va– fue su vida.
Una vida increíble. De película, claro.
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