MUSICA › OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
A comienzos de los 80, Lalo Mir y Elizabeth Vernaci hacían historia en las noches de FM Del Plata con 9 PM, un programa que no se parecía a nada de lo que solía sonar cuando los que sintonizaban la radio eran los padres. No era solo la química entre ambos conductores y el lenguaje que utilizaban, que hacía que uno los sintiera propios; era también la música que sonaba allí, la posibilidad de encontrarse con aquello que tampoco sonaba cuando los que sintonizaban la radio eran los padres.
Pero además, cada tanto Lalo y la Negra invitaban al público a presenciar el programa, una posibilidad única de ver en vivo cómo se hacía eso que tenía tanta magia. Allá fuimos una noche con Mauro y Diego, una noche en que además estaba de visita el Mariscal Romero: un gallego loco que conducía parado y sin dejar de gesticular frente al micrófono, que hablaba de cosas como Barón Rojo y Siniestro Total. Ahí estábamos en un rincón del estudio, pibes disfrutando de una experiencia inolvidable, cuando lo conocimos al Alemán. Era un rubio grandote –claro– que apenas chapurreaba el castellano, y por eso no terminamos de entender muy bien qué cuernos hacía en la Argentina gris de los milicos. Nos llevaba dos años o tres, pero se puso a hablar con nosotros por nuestras remeras de Black Sabbath y Van Halen, a intercambiar información sensible y vital. Volvimos a verlo en otra visita al estudio un par de semanas después, y allí el Alemán sacó de su bolsito un casete y nos lo regaló. “Escuchen esto”, nos dijo, para cerrar con un rapto más castizo que argento: “Es la puta hostia”.
De un lado estaba Fresh fruit for rotting vegetables, de Dead Kennedys. Del otro, No sleep ‘til Hammersmith de Motörhead.
Quedarán para otra ocasión las impresiones que produjo Jello Biafra y su banda salvaje en nuestro ánimo adolescente: acá lo que importa es Lemmy. Lemmy y “Fast Eddie” Clarke y “Philthy Animal” Taylor, claro, pero sobre todo Lemmy Kilmister con su bajo Rickenbaker y el micrófono inclinado hacia abajo, una imagen que solo después conseguiríamos registrar. A comienzos de los 80, sin internet y bajo el sólido bloqueo informativo de la dictadura, apenas alimentados con la Pelo y la Expreso, Lemmy no era una imagen sino el motor que impulsaba ese incendiario comienzo del lado B en el TDK del Alemán. Un tableteo de bajo infernal, la batería y la guitarra entrando como caballos desbocados y la voz de aguardiente declarando a los cuatro vientos que “the only card I need is the Ace of Spades”.
En nuestra galería de héroes del rock rabioso ya estaban Ozzy Osbourne y Tony Iommi, y Robert Plant y Jimmy Page, y Eddie Van Halen y Ian Gillan y Richie Blackmore y Angus Young y Pappo pero ahí mismo, en la primera escucha del disco en vivo de Motörhead, inauguramos un altar para Lemmy. En una época en la que la mayoría de nuestras relaciones, en el secundario y en la calle, estaba más pendiente de los últimos éxitos de la música disco o todavía se emocionaba con Sui Generis, nuestra pasión desatada por esa galería de héroes nos convertía en bichos raros, y ocupábamos el lugar con orgullo, con la frente en alto del renegado adolescente.
Lemmy era rock and roll, y nosotros queríamos rock and roll. Empezamos a buscar los discos de Motörhead en nuestras disquerías habituales, pero no era tan fácil: era más sencillo ubicar un Number of the beast de Iron Maiden que Overkill o Bomber. Y nuestro exiguo presupuesto muchas veces condenaba al casete pirata del Parque Rivadavia, rebobinado y gastado hasta la extenuación. Como Sabbath y Zeppelin y los Ramones, Motörhead demostraba que alcanzaba con tres instrumentistas para hacer retemblar las paredes; como el Sabbath de Ozzy, como los Ramones o AC/DC, Lemmy y su banda eran fieles a sí mismos, eso que al oído ajeno sonaba a repetición, a “estos hacen siempre lo mismo”, sin entender que “estos” no podían ni querían hacer otra cosa, porque allí estaban sus convicciones y no se trataba de una “forma de vida” sino de un tren lanzado a toda velocidad al que no le interesaban las estaciones intermedias. Había que ir al corazón del asunto, a la fiebre y las garras expuestas, a la erupción incandescente del rock en su estado más puro y más crudo. Lemmy no hacía rock. Lemmy era rock.
Y un día, con los 70 recién estrenados, el hombre del sombrero y los bigotes prodigiosos se fue. Peleó hasta el final y se subió al escenario hasta que no pudo más porque, como solía decir, “voy a rockear hasta que me muera”. O, como cantó en un tema de 2010, “conozco la ley y sé cómo morir”. En la patria del rock, que no conoce de banderas ni fronteras, lo vamos a extrañar y lo vamos a honrar como corresponde. Con el volumen en 11 y la sangre hirviendo y una generosa medida de Jack Daniels.
Y a vos, Alemán, donde sea que estés hoy: gracias.
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