Jueves, 10 de marzo de 2016 | Hoy
MUSICA › A LOS 90 AñOS, MURIó EL MúSICO, PRODUCTOR Y EMPRESARIO SIR GEORGE MARTIN
Nada de lo que él sabía hubiera sido completamente útil sin The Beatles. Y nada de lo que ellos imaginaban hubiera llegado a plasmarse del todo sin él. Juntos, Paul McCartney, John Lennon, George Harrison, Ringo Starr y Martin alcanzaron un vuelo irrepetible.
Por Diego Fischerman
La novela Más que humano, de Theodore Sturgeon, trata sobre el “homo gestalt”. Una superación del sapiens. Una entidad colectiva hecha incluso de debilidades individuales. Tal vez no haya habido algo más parecido a esa unidad compleja, que sus partes por separado apenas podrían intuir, que The Beatles. Y, en particular, que la alianza entre el cuarteto y un productor llamado George Martin. Nada de lo que él sabía –y sabía mucho– hubiera sido completamente útil sin ellos. Y nada de lo que ellos imaginaban hubiera llegado a plasmarse del todo sin él. Es decir: si además de sus canciones perfectas, The Beatles son el crescendo culminando en un pianísimo, en “A Day in the Life”, el solo de corno de “For No One”, la trompeta piccolo, remedando desde otra parte el Brandeburgués Nº2, de Johann Sebastian Bach, en “Penny Lane”, el octeto de cuerdas de “Eleanor Rigby” o la travesía del lado B de Abbey Road, es porque allí estaba Martin.
“Que Dios bendiga a George Martin. Paz y amor para Judy y su familia. Amor de Ringo y Barbara. Lo echaremos de menos”, escribió ayer Ringo Starr en Twitter, en el primer mensaje en que se dio a conocer que uno de los genios musicales del siglo XX, quizás el más secreto de todos ellos, había muerto a los 90 años. “El nos hizo ser lo que fuimos en el estudio de grabación”, dijo John Lennon en 1971. “Nos ayudó a desarrollar un lenguaje”, completaba. Y es que Martin no sólo fue el productor que vio allí algo que otros no habían percibido, e hizo que los Beatles firmaran su primer contrato con Parlophone, en 1962, sino que, de alguna manera, los fue maleando. Fue construyéndose como músico junto a ellos y fue, también, ofreciéndose y ofreciéndoles un campo de posibilidades que jamás había estado a disposición de un grupo de esas características. El proceso por el cual un notable cuarteto juvenil de música bailable llegó a transformar el sonido de un siglo y a cambiar para siempre el modelo de la canción popular, convirtiéndola en laboratorio experimental, es difícilmente explicable desde una sola perspectiva. Influye allí el espíritu de una época caracterizada por la voracidad intelectual, por la circulación horizontal de las tradiciones más diversas y por la idea de revolución. Pero resulta insoslayable ese encuentro entre la imaginación y la osadía creativa de unos y la paleta de recursos casi infinita que otro pudo disponer para ellos.
Hay tres momentos en la carrera de The Beatles en que Martin reemplaza al grupo y pone en escena de manera cristalina la naturaleza del proyecto que los cinco van plasmando poco a poco. En “Yesterday”, salvo la guitarra y la voz de Paul McCartney, los Beatles están ausentes y, en cambio, aparece un cuarteto de cuerdas. En “Eleanor Rigby” la operación es más radical. Inspirado por la música que Bernard Herrmann había compuesto para el film Farenheit 451, de François Truffaut –y basado en una novela de Ray Bradbury–, Martin compone un extraordinario tejido contrapuntístico para un doble cuarteto de cuerdas, en que la riqueza melódica y los intercambios de papeles entre las voces coexisten con una función casi percusiva, con el octeto tomando casi el valor del rasguido en una guitarra, con el trasfondo de un ostinato de melancólico dramatismo. Y eso es todo. Allí se agregan las voces y, por vez primera, no sólo un grupo pop suena sin grupo pop en absoluto (ni guitarras, ni bajo ni batería, lo que se repetirá en “She’s Leaving Home”) sino que, también, se inaugura una forma de composición en que el estudio de grabación se convierte en material en sí mismo. El ingeniero de sonido, Geoff Emerick, decide grabar las cuerdas colocando los micrófonos a una distancia menor que la que marcan los estrictos protocolos de los estudios Abbey Road –lo que casi le vale el puesto– y la canción, también por primera vez, se convierte en otra cosa. Si en las tradiciones populares este género es una suerte de terreno abierto –la pueden cantar voces sumamente distintas, puede acompañarse con guitarra, piano, banjo o balalaika e, incluso, cantarse a capella– con “Eleanor Rigby” sucede algo diferente. Allí hay una obra terminada donde cada una de sus partes es irreemplazable. Podrá ser interpretada por Aretha Franklin, Alice Cooper o Tony Bennett, pero será otra. La de The Beatles quedará fijada en un disco y esa idea, la de la obra acabada en el estudio, tendrá consecuencias evidentes cuando el grupo decida no presentarse más en vivo. De lo que se trata es de un cambio de status del “arreglo” –y del papel del arreglador– y de un reconocimiento. Las canciones en vivo serían algo así como las canciones sin Martin y, para The Beatles, eso ya no era posible.
¿Qué quedaría de “The Fool on the Hill” sin los dúos de flautas –y sin la inmensa sutileza de utilizar, en diferentes momentos de la canción, dos flautas traveseras y dos flautas dulces–? ¿Cuánto de “Strawberry Fields Forever” sobreviviría en una versión despojada de todo el proceso de composición por capas al que fue sometida en el estudio? La suite de Abbey Road, ¿es siquiera imaginable sin el trabajo de Martin? Hay, de todas maneras, una ucronía que permitiría calibrar el peso creativo de alguien a quien el rótulo de productor le quedó irremisiblemente pequeño. Es posible que se trate de una irreverencia pero conviene imaginarse, por un momento, como habría sido “Imagine” si las cuerdas las hubiera escrito Martin (seguramente vivaces, plenas de preguntas y respuestas, inabarcables en una primera audición, siempre nuevas a lo largo de los años) en lugar de Torrie Zito según la idea de Phil Spector, con su confesada “pared de sonido”. O, de manera más gráfica aún, para escuchar lo que George Martin construyó en el sonido Beatle alcanza con escuchar a los Beatles en Let it Be y en las pavorosas cuerdas y coro de “The Long and Winding Road”. En la distancia entre esos arreglos y los de “Because”, por ejemplo, es donde se cifra la ausencia de Martin.
Nacido el 3 de enero de 1926 en Highbury, Londres, George Martin comenzó tocando el piano de niño y en 1943 ingresó a la banda de la Armada. Después de la Segunda Guerra Mundial trabajó para el departamento de música clásica de la BBC y luego en el sello EMI donde produjo, sobre todo, grabaciones de actores como Peter Sellers o Dudley Moore. En 1962, Brian Epstein le hizo escuchar una cinta de demostración de un grupo nuevo, The Beatles. “Podía entender perfectamente por qué había gente que los había rechazado”, contó Martin en su autobiografía All You Need is Ears. “Pero había una cualidad especial del sonido; una cierta aspereza que nunca había encontrado antes. Y estaba también el hecho de que eran varios los que cantaban.” La historia posterior es conocida. Martin sería, entre otras cosas, el que descubriera para Lennon las posibilidades de usar una cinta pasada al revés. Y el que experimentaría con grabar y reproducir instrumentos a velocidades diferentes. Y el que frente a dos ideas aparentemente contradictorias, diría “mezclémoslas”. Luego de The Beatles produjo otros grupos y grabaciones, entre los que brillan Apocalypse, de la Mahavishnu Orchestra, Wired y Blow by Blow de Jeff Beck, Icarus, del Paul Winter Consort –algo así como la precuela del grupo Oregon– y su propio In My Life, dedicado, obviamente, a canciones de The Beatles. También trabajó en varios proyectos solistas de McCartney –el hit “Live and Let Die”, los álbumes Tug of War, Pipes of Peace, Give My Regards to Broad Street y, parcialmente, Flaming Pie– y en Sentimental Journey, de Ringo Starr. Pero, sobre todo, fue parte de aquel homo gestalt llamado Beatles, del más importante –o del único– del que la Tierra tenga memoria.
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