MUSICA › DON GIOVANNI, EN EL TEATRO EL CíRCULO DE ROSARIO
La sala rosarina, una de las más bellas y con mejor acústica del país, albergó la notable puesta de Marcelo Lombardero, que hace del seductor empedernido un emergente de su clase social.
› Por Diego Fischerman
En 1943 estuvieron a punto de demolerlo. En la década de 1990, el thatcherismo de entrecasa casi lo convierte en estacionamiento. El Teatro El Círculo, de Rosario, inaugurado en 1904 como Teatro de la Opera, sigue siendo, con un cierto grado de empecinamiento, una de las salas más bellas y con mejor acústica de todo el país y gracias a una sociedad privada y un discreto apoyo del gobierno provincial mantiene una programación ejemplar en más de un sentido. Ayer a la noche estuvo allí la Orquesta Estatal de Siberia. Y un día antes tuvo lugar el estreno local de la notable puesta de Marcelo Lombardero del Don Giovanni mozartiano. El público, que llenó la sala, se rió con cada uno de los chistes (los originales de la obra y los gags de esta versión), saltó en sus asientos en las resoluciones de alto impacto de los momentos trágicos, aplaudió cada una de las escenas y ovacionó de pie en el final.
En la lectura de Mozart y el libretista Lorenzo Da Ponte, no hay personajes planos. Nada es exactamente lo que parece. Don Giovanni está lejos de ser un héroe –aunque el Romanticismo del siglo XIX haya construido con él una especie de Prometeo burgués– pero quienes lo rodean poco tienen que ver, también, con cualquier modelo de virtud. Lombardero y su equipo –Diego Sciliano y un exquisito trabajo con escenografías virtuales y proyecciones en un escenario dividido en cuatro espacios; Luciana Gutman y un vestuario que lejos de la mera decoración destaca la psicología de los personajes; la iluminación exacta (y las precisas sombras) de Horacio Efron; la funcional coreografía de Ignacio González Cano– no dejan jamás de contar una historia. Y esa narración es, en las propias palabras del director de escena, la de un emergente: Don Giovanni –y el poder, de clase y de género– es el producto de una determinada sociedad. Pero es el producto que esa sociedad después no quiere ver. Allí donde todos los que pueden compran y, los que no, buscan qué vender, Ana y Octavio son la exacta medida de la hipocresía pero, también, en el caso de él –al fin y al cabo el único tenor de la ópera y aquel a quien Mozart dedica una de las arias más bellas–, una víctima que, con la bella voz y el justo fraseo de Carlos Ullán, resultó francamente conmovedora.
Si en el género se tiene, habitualmente, la sensación de que la escena es algo agregado, con mayor o menor fortuna, a la música, en este caso sucede lo contrario. La fluidez dramática es tal que lo que suena parece la banda de sonido creada por alguien sumamente atento a la acción. El ritmo y tono de los recitativos –excelente el trabajo del continuista Esteban Rjmilchuk– y la presencia y trabajo escénico de los protagonistas y del sólido Coro de la Opera de Rosario –conducido por Horacio Castillo– se sumaron al concienzudo aporte de la Orquesta Sinfónica de la ciudad, con dirección del peruano David del Pino Klinge, para brindar un espectáculo de auténtico teatro musical que no decae en momento alguno y hace que las más de tres horas de duración resulten cortas. Brillante en los magníficos concertantes, que Lombardero recortó del conjunto, el elenco tuvo puntos altísimos en la primera de las tres funciones que se presentarán esta semana (las otras serán el próximo jueves y el sábado 30, a las 20.30). En el papel de Don Giovanni, el brasileño Leonardo Neiva, con muy buena voz, bello timbre y fraseo estilista, construyó un dúo protagónico de antología con el venezolano Iván García –colaborador habitual de Jordi Savall–, en un Leporello de bajos profundos, singular sonoridad e innegable gracia escénica. María Rocío Giordano fue una sobresaliente Doña Anna que manejó con soltura el vaivén entre la distinción y la furia, y cantó con solvencia los virtuosos pasajes de coloratura. Florencia Machado, en su Zerlina del Fantástico del Once –la versión contemporánea más exacta del clisé de la campesina de Da Ponte– fue fantástica, tanto en lo vocal como en ese erotismo desenfadado –y volátil– que supo imprimirle al personaje. María Victoria Gaeta, por su parte, fue una Elvira de antología, con una línea de canto magistral, agudos homogéneos y una elaboración minuciosa de la complejidad de esa mujer desgarrada entre el amor y el despecho. Ismael Barrile en un correcto Masetto, Ullán en un Octavio magnífico y, lejos del último del último lugar en importancia, la prestancia y autoridad actoral y vocal de Hernán Iturralde como el Comendador, fueron también piezas fundamentales de una interpretación para el recuerdo. Una de las pocas, en todo caso, donde lo teatral supo estar a la altura de lo que propone el libreto y de la belleza de una música que vibra, también, con sentido dramático.
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