Domingo, 24 de julio de 2016 | Hoy
MUSICA › HOY COMIENZA UNA NUEVA EDICION DEL FESTIVAL BARENBOIM
Desde hoy, en el Teatro Colón, el pianista y director propone una nueva inmersión en un universo nunca complaciente, que jamás cae en el pasatismo. Podrá verse a la Weast Eastern Divan Orchestra, a Martha Argerich y al notable tenor Jonas Kaufmann.
Por Diego Fischerman
Es ciudadano de Israel y de Alemania. Nació en Buenos Aires y, desde hace unos años, comenzó a sentir lazos más fuertes con ese lugar del que se fue de niño. Daniel Barenboim es pianista, director de orquesta, sionista, víctima de acusaciones de antijudaísmo por parte de fundamentalistas, y wagneriano. Pero, sobre todo, es un sobreviviente. Su estirpe, la de los músicos humanistas, los que piensan que un sonido no está aislado de una estética y la estética no puede pensarse fuera de una época y sus contingencias, está en extinción. Y no es caprichoso que, entonces, en estos años, el músico se reencuentre con Buenos Aires, o con su tradición y su recuerdo. Una ciudad a la que define con una sola palabra: “Abierta”.
Hay algo de imaginario en esa evocación. La ciudad no es lo que era. La avidez por la cultura –también un modo de ascenso social, en una época de gran movilidad– cedió en gran parte su lugar a otros valores. Los obreros, los pequeños comerciantes, los profesionales noveles que sacaban sus entradas baratas para ver ópera en el Colón, en los tiempos en que el niño Barenboim posaba, vestido con pantalones cortos, junto a un piano, han quedado atrás. La propia infancia del músico, en un hogar de clase media, de origen inmigrante, concurriendo a conciertos con su padre, es hoy casi inimaginable. Se rinde tributo a otros dioses. Pero, a pesar de todo, Barenboim es de lo más parecido que puede encontrarse a un ídolo, mucho más allá del interés particular en su campo de acción. Para muchos que no han escuchado su Bruckner o que no han tenido la oportunidad de escuchar su deslumbrante integral con las Sonatas para piano de Beethoven, recorridas como una travesía de aprendizaje en una serie de conciertos en el Colón, en 2002, mientras una crisis económica inédita (pero tan parecida a otras) atravesaba la vida cotidiana, él es una figura tutelar.
Desde hace tres años vuelve a este teatro para encabezar lo que en los hechos acabó convirtiéndose en un Festival Barenboim. Solo, en grupos de cámara, como director de la West and Eastern Divan Orchestra (WEDO) o en el dúo que lo une a Martha Argerich, la otra gran figura musical nacida en la Argentina, plantea una especie de inmersión que, además, teniendo en cuenta los programas que el músico propone –nunca ingenuos, jamás pasatistas– significan, mucho más que una serie de conciertos, la inmersión en un universo. Y hoy comienza en Buenos Aires una nueva zambullida en el Mundo Barenboim que incluirá también dos conciertos de cámara para el Mozarteum Argentino y que sumará, como invitado de lujo, a Jonas Kaufmann, uno de los cantantes más importantes de la actualidad y, sin duda, uno de los grandes tenores de la historia.
“Me asaltan imágenes de infancia, olores, maneras de comer, formas de hablar”, decía Barenboim en una entrevista publicada por este diario. Como suele suceder con quienes se han ido hace tiempo, habla un porteño antiguo, lleno de modismos que en Buenos Aires ya nadie recuerda. Muchas de sus palabras son traducciones literales del inglés, el francés o el alemán. En cada una de ellas está la huella de un momento de su vida: la Orquesta de Cámara Inglesa, la Orquesta de París, el Festival de Bayreuth, su matrimonio con la cellista Jacqueline Du Pré, su paso por Israel, la Orquesta de Chicago. Pero el acento, curiosamente, suena siempre (y para sorpresa del propio Barenboim) como si nunca se hubiera ido. Se siente un paladín de las “viejas maneras de hacer música”. Desde su primera presentación como solista junto a una orquesta, cuando a los 9 años tocó, en el auditorio de la Facultad de Derecho, el Concierto K 488 de Wolgang Mozart, pasaron 65 años. En ese entonces, ya había tocado varias veces en recitales y músicos como Adolf Busch, Sergiu Celibidache e Igor Markevitch lo habían estimulado a desarrollar una carrera musical. Su debut oficial había sido el año anterior, 1950, en la Sala Breyer. Desde ese momento, su personalidad parece haberlo llevado a querer hacer todo (y todo al mismo tiempo). Pocos intérpretes han logrado mantener, incluso dentro de la llamada música clásica, dos carreras simultáneas. Algunos pianistas se han aventurado con la dirección. Algunos directores (Michael Tilson Thomas, por ejemplo) despuntan cada tanto, como en el pasado lo hicieron Georg Solti o Leonard Bernstein, sus placeres de pianistas. Barenboim es, en cambio, un gran pianista y un gran director. Y, a pesar de esa sensación que transmite de no parar nunca, de estar embarcado siempre en más de un proyecto a la vez, es una persona sumamente reflexiva.
Para ciertas cosas se toma su tiempo. Una de ellas fue la grabación de las Sinfonías de Beethoven. Recién en 2000 se decidió a publicar una integral junto a su orquesta europea, la Berliner Staatskapelle. Y quince años después volvió a hacerlo, esta vez con la WEDO, esa fenomenal invención que nació como proyecto social –una orquesta juvenil formada por impuso, por mérito propio, como una de las más importantes orquestas sinfónicas del mundo, con instrumentistas de Israel y diversas naciones árabes– y se impuso por mérito propio como una de las sinfónicas más importantes del mundo. En las interpretaciones de Barenboim prima el sentido del gran relato; la flexibilidad de los tiempos, la apropiación de la partitura sitúan a Barenboim como el heredero más claro de la gran tradición romántica. O, mejor, como su continuación. No es mimético con el pasado ni hay nada de anticuado en su manera de dirigir o de tocar el piano. Así como otros han decidido situar su punto de partida en las investigaciones musicológicas de los 70 y 80, en los tratados de época y en el estudio de los manuscritos y primeras ediciones (como John Eliot Gardiner y los reveladores descubrimientos de la edición de las Sinfonías de Beethoven preparada por Norman del Mar, utilizada también por Abbado en su última grabación realizada con la Filarmónica de Berlín), el punto de partida de Barenboim es alemán y se entronca directamente con Hans von Büllow (el amigo de Brahms), Bruno Walter (el amigo de Mahler) y Wilhelm Furtwängler. Una idea de la interpretación que tiene todos los elementos de cuando todavía se creía en el Gran Arte. O, como dice el propio Barenboim, “en el sentido del esfuerzo físico, titánico”. La idea de lo titánico no es ajena a lo que la mitología concede a Beethoven y el director confiesa que “siempre me fascinó lo que funcionaba como un desafío. Tengo manos muy chicas y para mí siempre fue un placer muy especial el tocar en el piano ciertos pasajes que requieren manos grandes. Y esa sensación, con las sinfonías de Beethoven, se tiene a partir de la orquestación. Con la orquesta beethoveniana se siente todo el tiempo que se la está llevando hasta sus límites y aún más allá. Pero lo más difícil no es dejarse llevar por esa sensación. Lo más difícil es saber frenar. Es tener la fuerza para descender súbitamente después de la explosión. Eso es Beethoven”.
En esta nueva visita Barenboim comenzará con las tres últimas sinfonías de Mozart. El domingo a las 17 y el martes 26 a las 20 interpretará, junto a la WEDO, las Sinfonías Nº 39 en Mi bemol mayor, K.543, Nº 40 en Sol menor, K.550 y Nº 41 en Do mayor, K.551 “Júpiter”. Como en otras ocasiones, aparece la idea del ciclo. Del relato hecho de relatos más pequeños, de la tensión, el contraste o las continuidades como principios constructivos. “Todo compositor tiene un grupo de obras en las que revela su trayecto interior. Wagner con la Tetralogía, Tannhäuser, Tristán e Isolda y Parsifal; Beethoven con sus cuartetos para cuerdas, sus sinfonías y sus sonatas para piano. Hay allí una suerte de diario de su vida interior. Cada una de sus Sonatas, por ejemplo, tiene su grandeza, sus virtudes, su genio, pero el ciclo completo las muestra con una dimensión suplementaria. Ver los conjuntos permite tener la perspectiva de un viaje estético”, asegura el músico. “Me interesa el relato amplio; prefiero esos autores en que cada obra condensa un sentido de trayectoria. En que se siente una idea evolutiva.” Y en cuanto a su aparente doble vida, como pianista y director, asegura: “La leyenda acerca del poder omnímodo del director de orquesta es falsa, desde ya. El poder de un director es administrativo. Decide qué se toca, a qué velocidad. Pero, claramente, no lo toca. Es el único músico que no tiene contacto físico con el sonido. Se habla, en general, del color del sonido pero hay algo fundamental: su peso. Y ese peso es registrable sólo cuando toca uno mismo. El único instrumento, en realidad, es el sonido en sí. Lo demás son las reacciones, propias o ajenas, frente a ese sonido. Las relaciones de las personas con ese ‘aire sonoro’, como lo definía Ferruccio Busoni.” En él, por otra parte, también se juntan dos aspectos usualmente antinómicos, la profundidad y el espectáculo. “Quien diga que el espectáculo no le interesa está mintiendo, tal vez hasta a sí mismo”, afirma. “Cuando yo digo que voy a tocar en el Colón tal día estoy haciendo una invitación. Estoy diciendo que quiero tocar para quienes quieran oír. Y la gente que venga será la que haya aceptado esa invitación. El escenario ya implica un pacto. Hay alguien dispuesto a ofrecer y otro preparado para recibir. Y luego habrá, además, interacción entre unos y otros. La música tiene un sentido de comunidad. Hay alguien que proyecta lo que piensa y siente pero, para que esa proyección tenga lugar, tiene que haber alguien que la reciba.”
Mañana y el miércoles, Daniel Barenboim tocará el piano, junto a su hijo, el violinista Michael, Kian Soltani en cello y, en el segundo de los conciertos, el clarinetista Jörg Widmann. Ambas noches se escuchará, al comienzo, el Trío en Do mayor, K. 548 de Mozart y, en el final, el Trío en La menor, Op. 50 de Piotr Ilich Tchaikovsky. Mañana el programa se completará con cinco de los 24 Dúos para violín y cello de Jörg Widmann y el miércoles con la Fantasía para clarinete solo del mismo autor –que será además su intérprete–, las Tres piezas de fantasía para clarinete y piano, Op. 73 de Robert Schumann y las Cuatro piezas para clarinete y piano, Op. 5 de Alban Berg.
El viernes 29 y el sábado 30 Barenboim conducirá la WEDO en obras de Alberto Ginastera y Horacio Salgán, festejando el centenario de sus nacimientos. Unos de los atractivos será el Concierto para violín, Op. 30 de Ginastera –con Michael Barenboim como solista–, una composición muy poco frecuentada. El domingo 31 se presentará en dúo con Martha Argerich y con un repertorio extraordinario: la Sonata para piano a cuatro manos en Fa mayor, KV 497 de Mozart, Variaciones sobre un tema de Haydn, Op. 56b (versión para dos pianos) de Johannes Brahms y dos obras de Franz Liszt: Concerto pathétique y Reminiscencias de Don Juan. El lunes 1° de agosto a las 20, por segundo año consecutivo, el festival propone un concierto de cámara con instrumentos autóctonos de la cultura árabe tendiendo puentes entre culturas y tradiciones diversas. Se interpretarán obras de Antoine Farah, Salim El Helou, Mohammad Al Qasabji, George Michel, Mohammad Abdel Wahhab, Riyad Al Sunbati y Sayed Darwish. El jueves 4 y el viernes 5 de agosto, Argerich será la solista, junto a la WEDO, en el Concierto para piano y orquesta Nº 1 en Mi bemol mayor de Franz Liszt y el programa incluirá también Con Brio de Widmann, y, de Richard Wagner, la Obertura de Tannhäuser, Amanecer y viaje de Sigfrido por el Rhin, la Marcha fúnebre de Sigfrido y la Obertura de Los Maestros cantores de Nuremberg. El último de los conciertos será el sábado 6 y tendrá a Jonas Kaufmann como solista en una selección de canciones de Gustav Mahler. El repertorio incluirá también el Preludio al Acto III de Los maestros cantores de Nuremberg, de Wagner, como prueba del amor de Barenboim por las grandes formas y los “relatos amplios”, una reexposición del comienzo: la Sinfonía Nº 41 de Mozart.
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