Jue 17.04.2008
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MUSICA › APUNTES ALREDEDOR DE LA NUEVA PUESTA DE MARIA DE BUENOS AIRES, EN EL TEATRO NACIONAL CERVANTES

Muerte y resurrección de un sueño piazzolliano

› Por Diego Fischerman

Astor Piazzolla compuso María de Buenos Aires junto a Horacio Ferrer, en los finales de 1967. Y en mayo de 1968 la estrenó en la Sala Planeta. Allí fueron, como en peregrinaje, aquellos que habían admirado a Piazzolla cuando aportó novedad al tango, con su orquesta del ’46 y con sus composiciones de los ’50; los que se deslumbraron con el octeto de 1955 y los que encontraron un sonido posible para la modernidad de Buenos Aires en el quinteto, entre 1960 y 1965. También llegaron a la pequeña sala los snobs, esos ejecutivos a los que les cantaba, a pocas cuadras de distancia, María Elena Walsh, y algunos jóvenes como los integrantes de Almendra, que a fin de año grabarían su primer simple, con “Todo el hielo en la ciudad”, y en cuyo primer disco de larga duración –en sus tarareos à la Swingle Singers, en sus coros hablados, en la rítmica de temas como “A estos hombres tristes” o en el tono de “Plegaria para un niño dormido” o “Laura va”– podría rastrearse sin dificultad la escucha de eso que sus autores llamaron “operita” y que Piazzolla jamás volvió a hacer.

En poco tiempo, vieron la luz misas pop, como la de Leonard Bernstein –y la Misa Criolla, de Ramírez–, o comedias musicales religiosas, como Jesus Christ Superstar, de Webber y Rice; los conciertos sagrados de Duke Ellington, las óperas rock Arthur de The Kinks y Tommy, de The Who y la cantata política Santa María de Iquique, de Luis Advis e interpretada por Quilapayún. En realidad, desde el campo de diversas tradiciones musicales populares se venía discutiendo, aunque fuera informalmente, la hegemonía de la música llamada clásica en el ámbito del arte. Incluso en la más joven de esas músicas, en el rock, surgido más como baile y rebelión que como objeto de escucha, las cosas ya no eran lo que habían sido, después del experimentalismo sonoro de The Beatles, de las polifonías vocales de The Beach Boys, de la psicodelia de San Francisco y de bandas como Strawberry Alarm Clock y de nuevos grupos ingleses como Cream, Traffic, Procol Harum y Pink Floyd. Las músicas populares reclamaban formas grandes, obras conceptuales y ámbitos que hasta hacía muy poco le estaban vedados. El ’68, el año de María de Buenos Aires –y del Mayo Francés, claro–, fue, además, el del Album blanco de los Beatles y Beggar’s Banquet de los Rolling Stones, el de A Saucerful of Secrets de Pink Floyd y Axis: Bold as Love de Jimi Hendrix. Y, también, el año en que Miles Davis editó Nefertiti y grabó Filles de Kilimanjaro, empezando su conquista del fuego eléctrico.

María de Buenos Aires cuenta la historia de una muerte y una resurrección. Y su resurrección, en palabras de Ferrer, “se debe a Gidon Kremer”. Es que hasta que el violinista letón, que ya se había enamorado de la obra de Piazzolla y ya le había dedicado varias grabaciones a sus composiciones, no decidió registrarla nuevamente en disco, lo que quedaba de ella era poco más que una discusión ya vacía de contenido, el recuerdo de algo que, según quién lo contara, era una epopeya o un fracaso –en algunos relatos ambos a un tiempo– y dos ediciones discográficas que hablaban no sólo de la tensa relación que el mercado siempre mantuvo con Piazzolla, sino de las dificultades específicas de una obra que nadie sabía muy bien dónde poner.

Una de las ediciones era la de la propia “operita”, confinada a una existencia dividida por la ceguera de los licenciatarios locales: créase o no, la obra se vende, ya desde los tiempos del casete, en dos volúmenes por separado que, además, rara vez coinciden en las disquerías. La otra era responsabilidad del propio Piazzolla y no puede dejar de entenderse como una opinión sobre la obra. A menos de un año de distancia de su bajada de cartel y de la edición del álbum, el bandoneonista editó otro disco que contenía, junto a la música de una película de Páez Vilaró, sólo las piezas instrumentales de María de Buenos Aires. Allí estaba, sin las voces de Amelita Baltar y Héctor de Rosas y sin el recitado de Ferrer, un puñado de piezas entre las que destacaba “Fuga y misterio”, ese fugato de impulso notable que más adelante adquiriría renombre como cortina de Tiempo nuevo, el programa televisivo con el que Bernardo Neustadt adularía a diversas dictaduras y hostigaría a variados gobiernos constitucionales a lo largo de los años.

La obra, inicialmente, fue pensada para que la protagonizara Egle Martin, quien había cantado para la banda de sonido de una película la canción “Graciela oscura”, escrita por Piazzolla sobre un texto de Ulyses Petit de Murat que prenunciaba algunos de los tópicos de María, y con quien el bandoneonista mantenía un tórrido romance. El affaire terminó con el marido “secuestrando” a la cantante y recluyéndola en una estancia correntina, y con el músico encontrando en una peña folklórica una reemplazante –en ambos campos– para Egle Martin. La recién llegada al proyecto fue Amelita Baltar, quien un año después sería, también, la voz de “Balada para un loco”. Ella y Héctor de Rosas, que había cantado con el quinteto en los primeros años de la década, fueron los protagonistas junto a Ferrer y al grupo de Piazzolla que, en esa ocasión, ampliaba el quinteto habitual –él, Agri en violín, Cacho Tirao en guitarra, Jaime Gosis en piano y Kicho Díaz en contrabajo– completando las cuerdas con Hugo Baralis en segundo violín, Néstor Panik en viola y Víctor Pontino en cello, y agregando flauta (Arturo Schneider) y dos percusionistas, Tito Bisio y José Corriale.

María de Buenos Aires se estrenó hace cuatro décadas y no volvió a hacerse en Buenos Aires, salvo en una pequeña versión presentada hace un par de años en el Centro Cultural Borges. Hoy, un también resucitado Teatro Cervantes abre su temporada de este año con una puesta en la que el mero conjunto de los nombres convocados habla de la circunstancia y de la pompa. El grupo de músicos, que incluye integrantes originales del ’68, como Schneider, es lo más cercano posible a un conjunto de herederos que pueda imaginarse, empezando por el violinista, Pablo Agri, hijo de Antonio, y por el bandoneonista Néstor Marconi, tal vez uno de los discípulos más claros de Piazzolla, por lo menos como instrumentista. El recitante será, como lo fue en el ’68, el propio autor de la letra, Horacio Ferrer, quien compartirá el escenario con Julia Zenko y Guillermo Fernández. La coreografía es de quien Piazzolla y Ferrer quisieron llamar en aquel entonces sin poder concretarlo debido a la modestia de los recursos con los que contaban. Oscar Aráiz era, ni más ni menos, quien con su Consagración de la primavera había espantado a Onganía en el Colón y había realizado, entre otras cosas, un espectáculo con música de The Association en el Di Tella. La puesta en escena es de Marcelo Lombardero, ex director del Colón y responsable de algunas de las régies más imaginativas y logradas entre las presentadas por ese teatro en los últimos tiempos, como las de Jony Spielt auf de Kreek o Wozzeck, de Berg. El equipo se completa con el escenógrafo Tito Egurza, la vestuarista Luciano Gutman y el iluminador José Luis Fiorruccio. Será, como en el ’68, un largo período en escena: exactamente dos meses. Esa “operita” que cuenta, en clave metafísica, la muerte y la vuelta a la vida de un personaje que Ferrer imaginó como símbolo de una ciudad femenina –en contraposición al “Buenos Aires querido” de Gardel y Le Pera–, tendrá, ella también, una nueva encarnación.

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