Jueves, 17 de abril de 2008 | Hoy
MUSICA › JORGE NAVARRO, ERNESTO ACHER Y EL HOMBRE QUE AMAMOS
Aquel proyecto modelado junto a Baby López Furst terminó convirtiéndose en disco y en una versión para trío de jazz y orquesta que se presentará en el Opera. “La música de Gershwin sigue fresca como si hubiese sido escrita ayer”, dice el dúo.
Por Santiago Giordano
“Cabezón, acabo de comprobar que estás definitivamente loco.” Algo así le dijo Baby López Furst a Jorge Navarro mientras exponía su idea de hacer una versión jazzeada para dos pianos y orquesta sinfónica de la Rhapsody in blue de George Gershwin. “¿Y los arreglos? ¿Y la orquesta?”, preguntaba López Furst. Era 1997. Por entonces los pianistas animaban un dúo que perdura en el recuerdo de muchos y en un disco, Jazz en buenas manos, en el que naturalmente incluyeron un tema de Gershwin. “Disfrutábamos mucho de aquello, hicimos varias temporadas en Opera Prima, un boliche de Vicente López. Tocábamos la música que nos gustaba, vivíamos felices. Pero yo sentía que habíamos llegado a una meseta, que artísticamente teníamos que ir más allá. De ahí la idea, que al querido Baby le pareció tan loca, de hacer nuestra Rhapsody in blue”, cuenta Navarro.
Al poco tiempo apareció Ernesto Acher que, sin saber nada de la idea, comentó que le habían encargado un arreglo de la Rhapsody para dos pianos y orquesta de cámara, y naturalmente pensó en Navarro y López Furst como pianistas. Lo que parecía un delirio comenzó a tomar forma, acaso por gracia de alguno de esos santos sin estampita que administran la casualidad. Después, el proyecto de Acher con la orquesta de cámara no prosperó, pero la flecha estaba lanzada y, lejos de abandonar la idea, los tres redoblaron la apuesta: agrandaron la orquesta y prepararon un programa de concierto completo dedicado a Gershwin. Así nació El hombre que amamos, título que parafrasea al de “The man I love”, uno de sus temas emblemáticos, reflejando el sentimiento común de los tres hacia el compositor norteamericano. “Lo estrenamos en el ’97 –recuerda Acher–, iban a ser dos funciones en el teatro Avenida y terminaron siendo doce. Después lo hicimos en el interior y en Brasil.”
En 2000, repentinamente murió López Furst. “El dolor fue tan intenso que ni pensamos en volver a hacerlo –comenta Navarro–; ni hablar de poner otro pianista, Baby es irremplazable; además, yo no podría tener frente mío a otro pianista que no sea él.” Sin embargo, tras un ofrecimiento del festival Los caminos del vino de Mendoza, el mismo Acher adaptó los arreglos para orquesta y trío (piano, contrabajo y batería) y el proyecto recobró forma. “Sabía que iba a ser duro hacerlo sin Baby, pero probamos, el trío funcionó muy bien y decidimos seguir”, comenta Navarro. El año pasado, tras dos funciones en el Colón, el espectáculo se repuso en el teatro Coliseo, y de esas presentaciones salió Gershwin, El hombre que amamos, el disco recientemente editado por el sello Acqua. Navarro, junto a Calos Alvarez en contrabajo y Eduardo Casalla en batería, y Acher al frente de una orquesta, lo presentarán en sociedad mañana a las 21.30, en el teatro Opera (Corrientes 860).
“Grabar en vivo con una orquesta y un trío de jazz fue una tarea ardua”, explica Navarro. “Pero Carlos Piriz, ingeniero de la grabación, hizo un trabajo magnífico.” “Después trabajamos mucho en la mezcla –interviene Acher–, pero no se agregó ni se corrigió nada. El disco está tal cual sonó en los conciertos y así es como me gusta, tiene mucha emoción.” Navarro agrega que “grabamos como se graba el jazz, en vivo, para expresar el aquí y ahora, por eso me gusta. Prefiero que haya calor, pasión, espontaneidad y cosa repentina, más que la perfección del estudio. Cambio toda la perfección de un gran estudio de grabación por un ratito de emoción”. “Además, hay momentos de aplausos inesperados, y eso indica que la emoción estaba también en el público, que estábamos conectados”, observa Acher.
“Lo único que no se pudo adaptar para la versión en trío fue justamente la Rhapsody, porque el arreglo para dos pianos no dejaba lugar a otra cosa; el resto se pudo ajustar sin problemas, sin sacrificar el espíritu del original”, sigue contando Acher. Así, aunque el disparador de esta historia no está incluido en el disco, el amor por Gershwin queda muy bien expresado en versiones que alternan el trío solo, en temas como “I got rhythm”, “So wonderful” y “But not for me”, el trío con orquesta en “They can’t take that away from me”, “Our love is here to stay”, “A foggy day in London Town”, “Someone to watch over me” y, naturalmente, “The man I love” y una selección de temas de Porgy and Bess –con excelentes arreglos de Baby López Furst–, además de una obertura orquestal sobre motivos gershwinianos arreglada por el mismo Acher.
Gershwin es uno de esos compositores cuya música, de un lado o del otro de las más o menos convencidas barricadas estéticas e ideológicas que separan los géneros, está siempre sonando. La tradición sinfónica europea se conjuga desde rasgos del jazz, en un gesto que, más que alimentarse de rebeldía progresista, parece una muestra de generosidad hacia el espíritu burgués de las canciones de Broadway, su gran especialidad, que así progresan hacia una nueva vida. Y si no faltaron los académicos que se tomaron la molestia de señalar las debilidades formales o las particularidades de la orquestación de algunas de sus obras sinfónicas, los músicos de jazz adoraron la riqueza de sus melodías hasta elevarlas a la categoría de standards, sobre los que buena parte de la historia del jazz ejercitó sus cambiantes ideas.
En el diálogo entre orquesta y trío se resume el espíritu de este espectáculo que ahora es también un disco. Como la música de Gershwin, que más que derribar fronteras, o por lo menos atentar contra ellas, tiende a la inclusión de lo que por tradición es diverso. “La orquesta no jazzea, para eso está el trío”, explica Acher. “La orquesta se comporta como orquesta, crea un marco, colorea, remarca, tiene su lenguaje propio. El jazz, la improvisación y sus códigos quedan para el trío.” A 110 años de su nacimiento –en Brooklyn, en 1898, bajo el nombre de Jacob Gershovitz–, las tendencias pasan y sus canciones, en cualquiera de sus formas, siempre estan allí. “Gershwin es inagotable y su música sigue fresca como si hubiese sido escrita ayer”, señala Acher. “Tiene todo –interviene Navarro–, armonía, melodía, ritmo... no hay con qué darle.”
Navarro y Acher se enamoraron de Gershwin mucho antes de descubrir el jazz, cada uno por su lado, pero en circunstancias parecidas. “Cuando tenía ocho años, un día escuché la Rhapsody en la radio y a los pocos días le caí a mi profesora del barrio con la partitura que me había comprado mi vieja después de mucha insistencia”, cuenta Navarro. “A toda costa quería tocar esa música que me había hecho explotar la cabeza. Yo no sabía quién era Gershwin, qué era el jazz, ni siquiera sabía tocar el piano.” “¡A mí me pasó lo mismo!”, se entusiasma Acher. “Tenía siete años y caí a lo de la profesora con la edición de esa época, una con tapas azules, ¿te acordás?”
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