Jueves, 17 de abril de 2008 | Hoy
CINE › LA PERRERA, DEL URUGUAYO MANOLO NIETO, PREMIADA EN EL FESTIVAL DE ROTTERDAM
Difícilmente pueda definirse al film de Nieto como una comedia, pero ese tono entre ligero y drogón que lo acompaña durante todo el metraje evita que el disfrute de las situaciones derive en un exceso de pathos en las escenas más dramáticas.
Por Diego Brodersen
LA PERRERA (Uruguay/Argentina/Canadá, 2006)
Dirección y guión: Manolo Nieto.
Fotografía: Guillermo Nieto.
Montaje: Fernando Epstein.
Intérpretes: Pablo Riera, Martín Adjemián, Sergio Gorfain, Sofía Dabarca, Adriana Barboza, Richard Vera.
Presentada oficialmente en enero de 2006 en el Festival de Rotterdam –de donde regresó a su Uruguay natal con un premio Tiger debajo del brazo–, y después de casi un año del estreno oficial en el país vecino, La perrera logra llegar a las salas argentinas luego de una serie de demoras causadas por la cada vez más apretada cartelera local. No es mucha la producción cinematográfica en la otra orilla y más pequeño aún es el porcentaje que logra cruzar el río. Por otro lado, es necesario retroceder hasta el año 2005 para encontrarnos con el último film interesante de ese origen: Whisky, de Pablo Stoll y el desaparecido Juan Pablo Rebella. Algo es cierto: la ópera prima del joven realizador Manolo Nieto conoció una buena cantidad de ciudades y festivales internacionales, cosechando en el camino un moderado éxito de crítica y público.
David, protagonista absoluto del film, vive solo, pero depende por completo del dinero de su padre (el argentino Martín Adjemián, recientemente fallecido), quien está preocupado por hacer de su hijo veinteañero un ente activo en el mercado laboral. Luego de abandonar los estudios en Montevideo, el joven pasa sus días en la casa de veraneo familiar, en un pueblito costero de la localidad de Rocha, empeñado en dilapidar los billetes y el tiempo dispuestos para la construcción de otra casa en un terreno lindante. Su familia no es pudiente ni mucho menos, apenas otra víctima de la clase media rioplatense pauperizada. David se la pasa fumando porro, tomando cerveza, masturbándose y esperando que ocurra algo que lo despabile de tanta abulia (o no tanto: al fin y al cabo, no se lo ve demasiado preocupado por su futuro). Los amigos del barrio incluyen a un drogón empeñado en lograr la sopa de hongos lisérgicos perfecta y un grupo de muchachos trabajadores (lumpemproletariado es un poco demasiado fuerte, aunque algo de eso hay en la forma que elige Nieto para describirlos) que ayudan inconstantemente en la edificación siempre pospuesta.
La perrera posee algunas de las características que suelen hacer de cierto cine latinoamericano un producto muy “vendible” en el circuito festivalero: personajes rodeados de miseria –o, al menos, dificultades económicas–, una pauta de causas y efectos desplegada con ritmo aletargado, el humor que se desprende de anécdotas mínimas, cotidianas. En más de una escena puede adivinarse un cálculo artístico en ese sentido: cierta impostación artificial en la construcción de los personajes, particularmente los secundarios, un tufillo a falsedad con máscara de naturalismo. Afortunadamente, existe más de un contrapeso a lo antedicho y la historia de David y sus amigotes termina ganando el partido, aunque lejos de la goleada. Si por momentos la situación va enfilando hacia una especie de derivado del clásico italiano Sucios, feos y malos –aunque sin sus dosis de componente social–, en otros la película se acerca al medio tono de otro clásico, la oriental (por uruguaya) 25 Watts, de los citados Stoll y Rebella.
Difícilmente pueda definirse al film de Nieto como una comedia, pero ese tono entre ligero y drogón que lo acompaña durante todo el metraje evita que el disfrute de las situaciones derive en un exceso de pathos en las escenas más dramáticas. Incluso el único momento de violencia del film queda limitado a un pudoroso y bienvenido fuera de campo y las tintas no se cargan sobre el futuro de David, finalmente dispuesto a retomar sus estudios (o al menos eso parece). La perrera no juzga ni recrimina; quizás ésa sea su mayor virtud.
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