Sábado, 17 de mayo de 2008 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR JOSé SARAMAGO
A fines del año pasado estuvo al borde de la muerte. Pero se salvó y lo cuenta: “Llego a pensar que todo aquello fue un sueño. Más bien una pesadilla”, dice el portugués, quien reconoce haber desarrollado en ese trance su sentido del humor.
Por Juan Cruz *
Desde Lisboa
Pocos de los que entonces, en diciembre último, lo pudieron ver hospitalizado en Lanzarote hubieran pensado que el hombre que recientemente asistió a la inauguración de una exposición sobre su vida era el mismo. En aquel momento, José Saramago, 85 años, premio Nobel de Literatura, se despedía de la vida; su mujer, Pilar del Río, su compañera desde 1986, la que lo llevó a vivir a Lanzarote, se juramentó: “Ganaremos, ganaremos la primavera”. Y en primavera, saludable ya aquel hombre entonces final, vuelve a Lisboa como si hubiera protagonizado una resurrección. No fue una resurrección, dice él, “más bien fue un regreso”.
–¿Cómo se siente?
–En términos relativos, y teniendo en cuenta lo que he sufrido en los últimos meses, extraordinariamente bien. Hay un término de comparación: me veo ahora y recuerdo cómo estaba antes, incluso encuentro una cierta dificultad en comparar estas dos personas, la que yo he sido y esta que está aquí y ahora. La diferencia es de tal magnitud que llego a pensar que todo aquello fue un sueño. Más bien una pesadilla. Estoy muy bien. Sigo con mi recuperación y estoy trabajando, estoy escribiendo.
–Muchos creyeron que no lo iba a contar.
–No llegué a pensar eso; pensé que estaba realmente mal, en un estado deplorable, pero tenía mucha confianza en mis médicos, en los que me cuidaron. Pero, en fin, en mis horas de soledad, que en el fondo eran casi todas, aunque Pilar siempre estaba a mi lado, admití como algo bastante natural que no saliera de aquello. O, peor, que saliera para irme al otro lado... Ahora bien, lo que para mí ha sido sorprendente ha sido la serenidad, la tranquilidad con que acepté sin miedo y sin angustias la hipótesis de no sobrevivir a la enfermedad. Y esa serenidad y esa tranquilidad no es que me haya reconciliado con la idea de la muerte, porque uno no ha de reconciliarse con la idea de la muerte, pero me ha ayudado a contemplar ese hecho como algo natural. Y además, ineluctable, no podía hacer nada contra ella. Puedes armarte de la fuerza que encuentras en ti para no ceder al pánico, al miedo, a la angustia de un posible final, y que además lo estés viviendo... Todo eso lo he vivido, pero como estoy bien ahora, no lo recuerdo como una situación que he pasado sino como una pesadilla. Y lo único que tenía que hacer era despertar de esa pesadilla. Me desperté.
–¿Qué vio al despertar?
–No era como estar en la pesadilla de la que despiertas y luego recuerdas. Durante todo ese tiempo yo no era uno sino dos. Uno que padecía una enfermedad, y otro que asistía a todo lo que le sucedía a ese enfermo. Yo estaba a la vez viviendo una pesadilla y asistiendo a ella.
–Eso habrá creado una emoción muy fuerte dentro.
–No lo sé. Yo me sentí en un estado de casi anestesia total. Es decir, lo vivía no con indiferencia, en absoluto; al contrario, pero podría incluso decirte que lo he vivido sin emociones. No recuerdo haber cedido al peso de cualquier sentimiento, de miedo o de pena. No. Yo me examinaba a mí mismo con una frialdad casi científica. Desarrollé, eso sí, un sentido del humor muy activo, en las conversaciones con los médicos y con las enfermeras. Nunca he sido chistoso, pero ahí me mostré chistoso, hice bromas sobre lo que iba ocurriendo, desmitifiqué el drama. ¡Y yo nunca cuento chistes! Eso me ha protegido de un sentimentalismo fácil; nunca he sentido ese riesgo, pero en esta ocasión no lo padecí en absoluto.
–¿Se siente rabia por estar perdiendo la vida?
–La rabia es inútil si no se tiene un blanco. ¿Qué rabia sería? ¿Contra mí mismo? ¿Contra un poder superior que hubiera decidido que mi vida se acabara allí? Y aunque ese poder superior existiera, ¿cómo le llegarían los efectos de mi rabia? No, ninguna rabia. Morir, acabar, y sentir rabia, ¿para qué?. ¿Quién se cree esa persona para sentir rabia? ¿Creía que tenía derecho a seguir viviendo? Yo creo que sí. Lo admito. Pero lo que me impresiona es la inutilidad de la rabia en circunstancias como ésas.
–¿Resignación tampoco?
–No es resignación, es una aceptación. Son dos movimientos distintos. Lo aceptas porque no tienes otra salida. La resignación es aceptación, pero a la vez es renuncia. Y puede no haber renuncia en la aceptación.
–Ahora esto es como una resurrección.
–En cierta forma. Porque uno es testigo del despertar de un cuerpo dormido y ese cuerpo es tuyo. Los médicos están haciendo su trabajo, y el tuyo es el de ayudar a tu cuerpo, en ese proceso que se puede llamar de resurrección. Me gusta llamarlo proceso de regreso, es menos dramático y más claro. Estás regresando a ti mismo. Me quedé reducido a alguien que estaba allí y no tenía ánimo, fuerza ni ganas para la escritura. La única parte del cuerpo que no ha sufrido esa pérdida de tono creo que ha sido el cerebro, que demostró una actividad extraordinaria, que no puedo explicar. Nunca caí en esa somnolencia..., siempre estuve muy despierto, con capacidad de observación y de comentario. ¡Hasta de chistes!
–Eso lo salvaría.
–Quizá sí... Y el estado excelente de mi corazón. Cuando el cuerpo parecía inclinado a renunciar, el corazón siguió peleando y ha ganado la batalla.
–¿Y la novela?
–Era algo que podía terminar o no. O consigues salir y regresas a casa, o lo que estabas haciendo se queda inacabado. El viaje del elefante. Va marchando.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.