LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR Y PERIODISTA JUAN CARLOS KREIMER
Fue pionero del periodismo de rock en la Argentina, portavoz de los hippies, testigo del estallido punk, fundador de una revista new age. Y acaba de publicar la novela Todos lo sabíamos, donde arremete contra la hipocresía, transmitida de generación en generación.
› Por Silvina Friera
El pionero del periodismo de rock en la Argentina y portavoz de los hippies en los años ’60, el náufrago que llegó justo a tiempo al “carnaval” londinense del punk en los ’70, que tocó el bajo y desafinó más de lo que cantó en un dúo llamado Desastre, en medio de tantas crestas, gritos y escupidas, el hombre que optó por la “higiénica” y en los ’80 regresó al país para fundar la revista new age Uno mismo fue un precoz escritor pirómano que tiró al incinerador su primera novela, Con la soga al cuello, escrita a los 19 años, cuando estaba por publicarla. Le pareció demasiado endeble al compararla con los textos de Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Miguel Briante y Humberto Costantini. Juan Carlos Kreimer se puede jactar de que siempre se animó a ser él mismo. Pero durante años, casi cuarenta, el escritor que había en él hibernó. Salió de ese prolongado letargo cuando en las vacaciones de 2002 a su familia se le ocurrió jugar a un juego que, “en un año en que se iba todo al carajo”, tenía mucho de ajuste de cuentas. Cada uno debía decirle al otro qué tenía que hacer en medio de esa hecatombe. Mujer e hijos, en un tribunal improvisado en la arena, sentenciaron por unanimidad: “Dejate de joder con los ensayos y escribí en serio”.
Más que una sugerencia, la frase tenía el tono filoso de una amenaza. Lo intentó, pero su escritura estaba encorsetada por sus yeites periodísticos. Como no quería que la frustración minara el entusiasmo, se dio cuenta de que necesitaba deconstruir sus conocimientos y empezar de cero. Pidió ayuda y la encontró en los talleres literarios de Guillermo Saccomanno y Juan Forn, donde pudo soltarse y animarse. Todos lo sabíamos (Ediciones de la Flor) fue la primera novela que escribió, pero por esas vueltas que tiene el destino editorial es la segunda que publica.
Todos lo sabíamos tiene la forma de un diario que el protagonista, Pedro Miller, alias Piti, comienza a escribir el martes 2 de enero de 2000 después de enterrar a quien creía que fue su tío, pero era su padre. Piti oscila entre la desesperación y la amnesia, la rabia y la vergüenza. No es fácil que a esa altura de su vida le digan que “todo lo que vivió fue falso”. El diario transita del presente al pasado de una familia judía antiperonista que comienza a enriquecerse en los años ’50 y accede a vestirse en Gath & Chaves, se compra una heladera Siam y un combinado RCA, entre otros objetos que apuntalan ese vertiginoso ascenso social, cuyo bautismo se completará con el soñado viaje a Norteamérica y la mudanza de Castelar al barrio de Belgrano. Durante el peronismo, no era conveniente que los nuevos ricos mostraran en público lo ganado (mucho dinero era entonces sinónimo de algo sospechoso); eso sólo lo podían hacer “los ricos de antes”. Pero con el golpe de 1955, los ahorros de las familias judías salen a la luz. Ya no necesitan disimularlos.
Piti tiene una hermana mayor, Cinthia, que pronto rechaza la hipocresía familiar. Ella es la única que renuncia a ser como sus padres, comienza a vincularse con el Partido Comunista (“fui comunista antes de saber qué era eso”, dice) hasta que llega al ERP y cae en julio de 1977 en la ruta 205, en las cercanías de Ezeiza. Desde entonces está desaparecida. Para completar detalles del cuadro familiar, la madre de Piti se psicoanaliza para sacarse la sensación de tristeza, o para purgar la culpa por un secreto que se revelará al final de la novela, pero su terapia no prospera y hasta considera tomar clases de ikebana. “Cinthia tirando bombas y yo jugando con flores, ¡qué vergüenza!”, admite la madre. Piti, un tanto desorientado, rumbeará a comienzos de los ’70 hacia París, ciudad a la que llega “más por irme que por venir”, conocerá a Catherine, “la futura madre” de sus hijos, volverá a Buenos Aires y trabajará en la agencia de noticias Télam, apenas un año antes del comienzo de la dictadura militar. Kreimer, que vive en Las Cañitas, llega al bar de Palermo en bicicleta y cuenta que para distancias mayores tiene otra bici a la que le colocó un motor para aliviar el tema del pedaleo constante. Ahora que se anima a imaginar personajes y bucear en su mundo subjetivo, puede hablar de todas las problemáticas que a lo largo de su vida truncaron su narrativa. “Tenía vergüenza de mostrar lo que escribía, no estaba seguro de los temas que elegía y temía que si los personajes se parecían demasiado a los seres reales que conocía después alguno me reprochara: ‘Cómo te atrevés a decir eso de mí’. Había muchos elementos que me impedían imaginar. En el nivel del lenguaje venía condicionado por una prosa muy periodística”, confiesa el escritor en la entrevista con Página/12.
–En su novela nada es lo que parece en esa familia: el padre no es abogado, el tío es el verdadero padre del protagonista, y al final de la novela hay otra sorpresa más vinculada con la simulación y las apariencias. ¿Por qué cree que en las familias pasa que “si uno tira de cualquier hilo, todo se cae”?
–En muchas familias de otras épocas había cosas que no se decían, que no se hablaban, que se mantenían en secreto. A partir de ahí se iban construyendo situaciones que en lo formal parecían ser de una manera, pero en verdad eran de otra. Había dobles, triples y cuádruples vidas, pactos de silencio, complicidades, engaños. Y fundamentalmente un autoengaño. Lo que me interesaba era contar una cadena de repeticiones compulsivas, cómo se engaña de una generación a la otra y qué se aprende entre generaciones. En Todos lo sabíamos aparece el tema de no creernos nuestros propios relatos, en ver cómo nos autoengañamos, en lo que pensamos y en lo que decimos. En esta novela, todos los personajes son hipócritas y se autoengañan por miedo o por comodidad.
–El protagonista dice que sólo sabe lo que no quiere y que en eso es “bien camusiano”. ¿Ese ser camusiano está asociado a una etapa de su vida?
–Sí, claro. Después de mi adolescencia, si bien adhería a cierta izquierda, no tenía los cojones para la militancia y tuve mucho miedo de entrar en un mundo de violencia. Por saber inglés, fui muy influido por la generación beatnik, que me mostró que había otro tipo de rebeldía, además de la rebeldía contra el sistema. Yo sabía lo que no quería, pero no sabía bien qué hacer y eso era muy camusiano. Tuve la suerte de vincularme con escritores más grandes, que me ayudaron mucho y me metieron en el periodismo, que encauzó mi vida pero dejó de lado al novelista. El hecho de que tuviera que trabajar y ganarme la vida hizo que entrara a la editorial Abril como redactor. En el año ’74 me fui de la Argentina, no por que alguien me hubiera dicho “flaco, rajate”, sino porque veía la que se venía. Toda mi generación estaba muy involucrada, pero yo no quería involucrarme tanto porque sabía que iba al muere.
–¿El ambiente en que usted se crió es parecido al de la novela?
–Sí, me movía en un ambiente de gente próspera. Mi familia era políticamente contrera, antiperonista, pero culturalmente de izquierda.
–¿Cómo se llevaba con el peronismo?
–Afectivamente muy bien, pero intelectualmente muy mal. Yo entendía muy bien el sentimiento del peronismo. A veces veía que mi papá maltrataba a un obrero que venía a trabajar a casa y eso me molestaba mucho. Pero en aquel momento no podíamos rebelarnos porque los chicos no teníamos la voz que tienen hoy nuestros hijos. Los padres te decían “callate” y lo único que te quedaba era la obediencia.
–Una de las escenas más conmovedoras de la novela, que demuestra ese afecto por el peronismo, es la descripción del momento de la muerte de Evita, cuando el protagonista recuerda el aullido de los perros como un llanto abierto.
–Toda mi generación recuerda el momento en que se anunció que a las 20.25 Eva Perón pasó a la inmortalidad, pero yo recuerdo su muerte por el ladrido de los perros. Cuando era chico, para escaparme del mundo opresivo de mis padres, agarraba la bicicleta y me iba a cirujear. Me metía por lugares donde no había casas y veía otro mundo; que de alguna manera después podría ser lo que fue para mí la calle Corrientes con “los mufados”, el grupo de amigos escritores que encontré en la revista Eco contemporáneo, Antonio Dal Masetto, Jorge Di Paola y Miguel Grinberg, entre otros. Ellos vivían en el baldío de la cultura porque la cultura era la gente de la revista El escarabajo de oro, más comprometida y sartreana. Aunque estaba con los escritores de Eco contemporáneo, los cuentos de Abelardo Castillo de Las otras puertas o la obra de teatro Israfel me abrieron la cabeza, así que no puedo decir que Castillo era mi enemigo como pudo haberlo sido Jorge Asís. Después tuve la suerte de ser acogido por la gente que se nucleaba en torno de la editorial Jorge Alvarez, Pirí Lugones, Chiquita Constela y Pajarito García Lupo. Entré a trabajar a la editorial a los 19. Hacía los mandados y corregía los libros, las crónicas. Me pagaban cuando podían, pero estaba contento porque estaba en la cosa. Ahí aprendí lo que había y no había que hacer.
Piti es un personaje incómodo para los años ’70, donde la épica del compromiso militante se imponía. Más que un escéptico es un hombre que no cree en nada. Quizá comparta con Kreimer su condición de outsider, de extranjero. “Mi personaje más escéptico está en la novela que se me perdió y que había escrito en Londres, Señor de ninguna parte, que contaba la vida de un argentino que se había ido en 1973 descreído de su generación, de los cambios políticos, de que hubiera una salida desde afuera hacia adentro. Más bien creía que la única manera de salir era a través de las revoluciones individuales. La novela era muy escéptica y dura. La leyó una editora española en 1976 y me dijo que la guardara, que era terrible, ni ella la había terminado de leer, que el día que me hiciera famoso seguro que me le iban a pedir.”
–Quizás hoy esa novela sea más digerible...
–Es que la realidad me pasó por encima. Muchas cosas que se postulaban entonces como descabelladas hoy son cotidianas. Cuando lancé el primer número de Uno mismo puse en la tapa a un tipo en bicicleta. ¿Sabés qué me decían en 1983? Que andar en bici era de pobre, que eso era de obrero, que nadie andaba en bicicleta. Yo puse esa foto en la tapa no porque previera que después todos andarían en bici; la puse por cábala porque una chica me había dicho que para que una revista tuviera éxito tenía que tener en la tapa una bicicleta (risas).
En 1975 Kreimer llegó a Londres sin papeles y sin un mango. Como tenía un amigo actor, le ofreció trabajar de acomodador en un teatro. “Entraba todos los días de seis de la tarde a doce de la noche y tenía tiempo libre entre las siete hasta que terminaba la obra. Entonces escribía, caminaba y yiraba de un lado a otro. Yo nunca me pinché, pero había chicos que se pinchaban; el ambiente de los músicos era de un patetismo terrible. Yo había visto crecer a una generación de rockeros en la Argentina y vi cómo después el sistema los tragaba y los aniquilaba. Por eso no me creí lo del punk, y aunque trataba de explicarles, no me daban bolilla porque yo era muy viejo, tenía más de 30 y ellos 20”, subraya Kreimer. “El hecho de haber sido extranjero me permitió comprometerme mucho más de lo que me había comprometido en la Argentina porque ahí nadie me conocía. Una vez me afeité la cabeza, hoy es lo más común, pero en aquel momento tenía una melena muy hippie. Me había dado cuenta de que con mi melena y mi gamulán parecía un tipo de otro planeta en medio de los punks y las crestas”, bromea el autor de Punk, la muerte joven, publicado en 1977.
–¿Afeitarse la cabeza fue lo más loco que hizo en Londres?
–Nooo, lo más loco que hice fue subirme a un escenario y animarme a tocar con otro periodista argentino, Daniel Almeida. Eramos tan caras rotas que un día dijimos: “Si estos pibes pueden tocar, por qué no nosotros”. Hicimos un grupo que se llamaba Desastre, y yo que canto pésimamente, que no tengo oído, que no sé tocar, compré en un mercado un bajo por doce libras y cantamos en un bar. Y fuimos escupidos como correspondía (risas).
–¿Qué cantaban?
–Nuestras crónicas traducidas al inglés. No las cantábamos, las gritábamos. Nadie entendía nada ni le importaba lo que estábamos diciendo. Lo más loco fue haberme animado a ser yo mismo.
–Qué periplo vital el suyo... incipiente escritor pirómano y hippie en los ’60, punk en los ’70, precursor del discurso new age en los ’80, empresario editorial en los ’90 con Longseller...
–Yo no fui hippie, fui portavoz de los hippies en los ‘60, que no es lo mismo, porque escribía sobre ese tema cuando nadie lo hacía. Pero tenía mi sueldo en la editorial Abril y mi departamento. Yo podría haber sido el padre de Mafalda (risas). En los ’70 era un náufrago más que un punk. Después de Londres quise limpiarme, estaba en la higiénica. Volví a Buenos Aires el 2 de abril de 1982, el día que tomamos las Malvinas. ¡Me equivoqué de barco, entré en el Titanic! Y tuve que quedarme hasta fin de año haciendo huevo porque me daba vergüenza escribir sobre salud y lanzar la revista Uno mismo. ¿Quién iba a leer sobre comer sano cuando el país estaba en guerra?
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