LITERATURA › EDGARDO DOBRY, POETA ROSARINO RADICADO EN BARCELONA
Con un libro nuevo bajo el brazo, Cosas, recientemente publicado en España, Dobry reflexiona sobre las corrientes en tensión de la poesía local: “El poeta argentino debe hacer poesía en sentido fuerte, no poesía argentina”, dice.
› Por Silvina Friera
Los proyectos poéticos y críticos de Edgardo Dobry, rosarino radicado en Barcelona hace más de veinte años, están atravesados por la intensidad y el riesgo. Siempre que puede, una o dos veces por año, vuelve a la Argentina. Ahora lo hace con un libro nuevo bajo el brazo, Cosas (Lumen), recientemente publicado en España, que sería imperioso que se distribuyera por estos pagos para que los lectores argentinos pudieran degustar esos deliciosos “micropoemas”, pequeños artefactos tan peregrinos y bellos que demandan ser leídos más de una vez hasta descubrir con asombro, en cada intento, esas honduras que no se pueden apreciar con un simple golpe de vista. “El poema y la casa del molusco/ son de quien lo habita ahora,/ no de quien los fabricó”; “No vigilo ni duermo, hago/ sobre los sueños la plancha”; “La lágrima no disuelve/ lo que no sabe decir”; “Feliz ignorancia/ de que entre todos los adónde/ se perdió el adónde volver”; “Viene del otro lado de la tarde/ donde no hay ruido ni calor./ Donde todo está a salvo ya no habiendo salvación”, revelan, en un recorte arbitrario y veloz, esas cápsulas hiperconcentradas de lirismo.
El acento de Dobry sueña extraño, como si estuviera desplazándose en una escala musical donde va a ensamblando tonalidades rosarinas, porteñas y algunas zetas que se subrayan de tanto en tanto. Quizá también la rareza al escucharlo surja de esa modulación cálida, que se aproxima más a la interrogación y nunca a la afirmación imperativa. En el prólogo de Orfeo en el quiosco de diarios (Adriana Hidalgo), su último libro de ensayos publicado en el país, el poeta y crítico, colaborador de Babelia, el suplemento cultural de El País de España, advierte que la crisis de la poesía actual es menos un desconcierto que un compás de espera. Los manifiestos dejaron de tener sentido, las provocaciones no encuentran respuestas, lo excéntrico forma parte de la escena, los márgenes están en el centro, lo nuevo es canónico, todo lo que quiere ser novedoso es ya epigonal. ¿Qué respuesta se puede dar ante este panorama, por cierto nada alentador, desde una propuesta poética? “Un poeta debería hacer lo que todavía no sabe hacer”, dice Dobry a Página/12. “Cada vez que termino un libro y lo publico es un proyecto que se cerró y tengo que empezar otra vez a buscar. No digo, por supuesto, que sea la única solución. Este es un momento en que es difícil apostar por una línea única. Y quizá no sea necesario tampoco. Lo que uno no puede hacer nunca es entregarse a una cierta facilidad.”
–¿Sería no escribir en “piloto automático”?
–Sí, exacto. Por lo menos para la gente de mi generación, lo interesante es tratar de encontrar la voz que uno quiere tener en cada caso para cada cosa que quiere decir. Además, cada uno de mis libros tiene que aceptar su destino y su posición. Yo soy un poeta argentino que vive fuera de la Argentina hace muchos años; mi relación con la poesía argentina es de interés, pero no de disolución ni de integración completa. Tengo la sensación de que hay un giro hacia una especie de nacionalismo, casi diría de neoindigenismo en la poesía argentina. Pero no estoy de acuerdo con eso. El poeta argentino debe hacer poesía en sentido fuerte, no poesía argentina.
–Este planteo podría remitir a la polémica “lingüística” entre Andrés Bello y Sarmiento a mediados del XIX, que usted analiza en Orfeo en el quiosco de diarios. ¿En cierto sentido parece estar con Bello, pero también en otros, quizá por el hecho de no renunciar a la lengua de la calle, con Sarmiento?
–Sí, es verdad, puedo estar con las dos partes. No creo que uno tenga que escribir sonetos ni renunciar a la lengua de la calle. En la literatura argentina siempre ha habido una tensión fuerte entre “escribir como se escribe” y “escribir como se habla”. Ultimamente, en la poesía argentina se ha escrito mucho como se habla. Pero escribir como se habla es una operación, no es un acto natural de continuidad entre la lengua que uno escucha en la verdulería y la que escribe en el poema. Como todo en poesía, es un artificio.
–Cuando trabaja, los registros que tienen que ver con el habla en el poema, teniendo en cuenta que hace 20 años que vive en España, ¿cómo los elabora?
–Cuando aparece Barcelona, la lengua es más peninsular porque allá espero el autobús, no el colectivo o el ómnibus. Un escritor argentino que vive en Francia o en Inglaterra tiene mucho más clara la división léxica. El problema de vivir en España es que los límites son mucho más permeables. En mi anterior libro, El lago de los botes, en vez de ocultar bajo la alfombra ese problema de la duda léxica, lo transformé en uno de los temas del libro, que está hecho con bastante humor porque aparece el sentido del humor tradicional de los judíos, que es muy melancólico pero también muy cómico. En algunos casos, hice una aceleración de esas superposiciones sin llegar a un cocoliche. Me pareció más interesante, en lugar de elegir una única lengua, trabajar una zona de superposición.
–Al leer los ensayos de Orfeo, puede suceder que resuene el refrán “no aclares que oscurece”, sobre todo en los planteos que reflejan la tensión entre los dos polos que usted recorre: la claridad de un Apollinaire y la oscuridad y el hermetismo de un Mallarmé. ¿Su poesía también se desplaza entre estas tensiones?
–Sí, a mí me gusta mucho la poesía que encuentra una cuerda fuertemente lírica, pero también me interesa el poema en el que uno, después de leerlo, saca algún conocimiento. Un poema es una especie de álgebra que convierte la experiencia personal en un valor universal. Son los dos polos de la poesía: el que expresa algo que tiene que ver con la experiencia y el que expresa la lengua en sí misma como máquina, como artefacto, que estaría conectado con Mallarmé; hacer sonar la lengua, hacer de la misma sintaxis un instrumento artístico. Intento encontrar la vía intermedia entre estos dos polos. El problema del hermetismo es que genera un rápido prestigio porque aquello que no se entiende parece que fuera importante, pero después aparece un inmediato desinterés, si no hay algo potente que llame la atención. A lo que aspiro como poeta es que el lector lea dos veces el poema porque el sentido del poema, a diferencia de la prosa, es que va soltando su jugo de a poco.
–Entre abandonar la palestra pública y refugiarse en su gabinete y volver al mundo, ¿en qué zona se encuentran hoy los poetas argentinos contemporáneos?
–La poesía argentina que se ha escrito en los últimos veinte años más bien tiende a volver al mundo, no a buscar el prestigio de lo elevado. En la poesía del siglo XX se puede ver esa tensión del poeta místico, que se considera fuera del mundo, y el poeta integrado. Tengo la impresión de que los que quisieron ser integrados no siempre lo lograron. Y muchas veces los poetas místicos terminaron siendo los más populares. Un ejemplo es Rilke, un poeta de una elevación exquisita, que es uno de los poetas más populares de la lengua alemana.
–¿Quién sería el Rilke de la Argentina?
–Pizarnik es una poeta fuertemente lírica, que se lee como si el origen de su destino fuera su suicidio; cuando hay una manera más autónoma de leer esa poesía. Ella escribió con una conciencia muy fuerte de su deseo de ser contemporánea del mundo, fue a París y aprendió lo que se estaba haciendo; también estudió determinados procedimientos de la literatura clásica española, eso se lee en los diarios, donde anotaba cómo construía Góngora sus imágenes; utilizó de un modo muy personal las tendencias de vanguardia, particularmente el surrealismo. Pero terminó siendo una poeta leída de una manera completamente distinta a partir de la idea del desgarro, de la angustia, de la soledad. En el momento en que alguien publica un poema ya no le pertenece. Lo que el mundo haga con ese poema está fuera de su alcance. Pero el deseo de cualquier poeta es que el mundo haga algo (risas). Un poema es un objeto que esconde un símbolo fuerte. Y un símbolo solamente existe en la combustión entre lo que el símbolo es y el oxígeno que le da la lectura. El color de esa combustión viene de lo que cada lector le ponga.
Dobry cuenta que no es de los poetas que escriben sin parar. “Los cabalistas tienen esa idea de que para que el mundo se produzca Dios se tuvo que retirar. Y yo funciono un poco así como poeta. Cuando termino un libro, tengo que esperar a que se produzca el vacío de esas cosas de las que estaba lleno, para que puedan entrar otras. No me asusta si paso un tiempo sin escribir. Al contrario, uno tiene que saber esperar. Además, hay tantos libros de poesía que cuanto menos escribas, más favor le estás haciendo al mundo. Es casi una actitud ecológica: menos árboles se destruirán por culpa de uno”, ironiza el poeta.
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