LITERATURA › FABIáN CASAS REUNIó SU PRODUCCIóN POéTICA EN HORLA CITY Y OTROS
El poeta, novelista y periodista asegura que las nuevas generaciones de escritores se sienten muy observadas, al contrario de lo que pasaba con la suya, que no tenía difusión. Y dice que la compilación de sus poesías “no es una conclusión”.
› Por Silvina Friera
Fabián Casas cumplió en abril 45 años, “la velocidad de los discos lentos”. Su voz reposada, como si se adaptara a las “revoluciones” del comentario, festeja el anacronismo de tener la edad de una reliquia que sólo perdura en su memoria. Y en la de otros, pero que empiezan a peinar canas o andan en eso. Cuando tenía 24, un carnet de conducir y la certeza de que todo había empezado por su viejo –“el mandril”, tanto o más amigo del actor y “cuervo” Viggo Mortensen que su hijo–, escribió: “Tensar los poemas como en una catástrofe se ha convertido ahora en mi segunda naturaleza”. Esa naturaleza, entonces un tanto punk, se plasmó en un puñado de versos que aún resuenan en sus primeros lectores y en los poetas y amigos de la revista de culto 18 Whiskies, que sólo duró dos números: “No todos podemos zafar de la agonía de la época”. “Yo también prefiero morir antes que envejecer”. “Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”. Horla City y otros (Emecé), la poesía reunida de Casas desde 1990 hasta la actualidad, está sobre la mesa del bar de Palermo. Son veinte años, que es mucho, en cinco libros (más el bonus track de un ensayo titulado “La voz extraña”), en apenas un poco más de 200 páginas.
Cuando repasó sus libros para reunirlos, Tuca (1990), El salmón (1996), Oda (2004), El Spleen de Boedo (2005) y el inédito Horla City (2010), los recuerdos vitales se materializaron con la fuerza de lo absoluto. “En la época de Tuca venían mis amigos a mi casa. Vivía con una mujer y un gatito, y estábamos todo el tiempo ahí. Trabajaba los poemas, trataba de corregirlos, de achicarlos, porque estaba muy inseguro”, cuenta Casas, mientras dos anillos de plata en su mano derecha avivan la luz de esas escenas del pasado. “La escritura es importante, forma parte de mi vida, pero no les doy tanta bola a los libros”, dice el poeta en la entrevista con Página/12.
–Cuando se habla de poesía reunida o completa, se piensa en etapas que se cierran.
–No lo veo como una conclusión. Seguramente voy a escribir más libros de poemas. O tal vez no. Empecé a escribir pensando que quizá mi lector no iba a existir nunca en el tiempo que me tocara vivir. Aparte me considero más lector que escritor. Me encanta leer, pero no escribo todo el tiempo. Si alguien viene y me dice que me van a prohibir escribir, la pasaría mal aunque me la bancaría. Pero si me prohibieran leer, sería terrible. Leo sin parar y al tun tun, de todo: ensayos, filosofía, y soy fanático del género biografías. La escritura es algo físico, emotivo; me gusta escribir, me produce placer publicar libros, pero las cosas que realmente me importan en la vida no tienen que ver con eso. Sí tienen que ver cuestiones que son previas a publicar. Por ejemplo, cuando estaba con mis amigos de la revista 18 Whiskies leyendo y comentando a T.S. Eliot, a (Antonio) Cisneros. Para mí, eso fue central; son los rituales que hacen que puedas seguir viviendo.
Tuca arranca con un epígrafe de Tita Merello: “El ejército más grande del mundo lo forman los pobres, los enfermos y los desesperados”. Cuando se publicó el libro, Juan Carlos, el padre de Casas, se lo llevó a la entonces octogenaria “morocha argentina”. Asombrada, con el ejemplar en la mano, confesó: “No me acuerdo de haber dicho nunca esto”. Después el padre lo increpó: “¿Esto te lo inventaste vos?” No, no lo inventó el poeta. Lo leyó, no recuerda dónde. Y le pareció genial.
–Es curioso que en su primer libro el epígrafe sea de una artista popular y no de un poeta.
–Estoy atravesado por todo. Puedo estudiar a Lacan, como lo estudio, y también me encantan los artistas populares, como puede ser el mozo de este bar. Ricardo Zelarayán decía que siempre hay que tener el oído atento porque la gente habla con música. Me gustan las personas que no tienen sombras, que son reales. En mi vida prefiero relaciones reales y no relaciones ideales. Me gustan las personas con todo lo bueno y lo malo; eso es lo que hace que las relaciones sean auténticas. Siempre busco cierta densidad en lo que escribo. Si voy a escribir algo que sé que lo estoy escribiendo porque soy mirado, termino sacándolo. Prefiero poner algo que me dé vergüenza, que sea imperfecto sintácticamente, pero que sea real.
–En esos poemas iniciales aparece el sentimiento de “no poder zafar de la agonía de la época”, de “preferir morir antes que envejecer”, que para los poemas son efectivos, pero que quizá hoy no pueda sostenerlo desde lo vital.
–Tenía 23 años y era tan joven que me chupaban un huevo la muerte y todas esas cosas; entonces tenía una relación más irónica. “Prefiero morir antes que envejecer” era una postura más punk, que a medida que pasa el tiempo se empieza a modificar. Identifico en mis poemas situaciones vitales de estar con mis amigos leyendo poesía. Yo escribía y no estaba pensando “esto es la poesía de los ’90”. Cuando me agarró la gran depresión, dejé de leer todo lo que tuviera que ver con depresivos radicales. No podía leer a Céline, a Schopenhauer, a Joaquín Giannuzzi, a Thomas Bernhard, porque ellos me mostraban mi visión del mundo. Antes era una persona que pensaba que el mundo no sirve para nada y que la existencia es absurda. Ahora pienso que el mundo es lo que es, ni bueno ni malo; pero frente a esto hay que tener una actitud de valentía, de amor por tu destino. Y no ser un llorón. Tuca fue el comienzo y estaba buscando mi voz. Cuando me dije, “quiero escribir poesía argentina”, fui a Liberarte y le pregunté a un tipo qué se estaba escribiendo de poesía argentina. Y me dio Alambres, de Perlongher. Cuando lo leí en mi casa me dije: “Siamo fuori, esto no lo puedo escribir, no lo entiendo”. Pasaron veinte años para que pudiera entenderlo. Intenté escribir poemas como Perlongher y me salía cualquier cosa.
Antes de su primer poemario, escribió “dos novelitas que iban para atrás a todo lo que da”, subraya Casas, con esa extraña velocidad que produce rebobinar la película de una vida con el dedo índice de la memoria haciendo zapping. “Me encontré con Giannuzzi, con su libro Señales de una causa personal. ‘Este es el tipo que de alguna manera me está diciendo lo que quiero hacer’ –se dijo entonces–. Empecé a afanarle a Giannuzzi y esas novelas las fui comprimiendo hasta que quedaron los micropoemas de Tuca.” Después irrumpió El salmón y ese hit que es el poema “Sin llaves y a oscuras”: “Es transitorio, me dije;/ pero así también podría ser la muerte:/ un pasillo oscuro,/ una puerta cerrada con la llave adentro, la basura en la mano”. Con Oda, un punto de inflexión, el poeta se alimentó de otros autores. Leyó en inglés y tradujo a T. S. Eliot. “Nos dimos cuenta de que teníamos que leer en inglés, que nos gustaba la literatura en lengua inglesa. Los 18 Whiskies no somos una generación de hijos de diplomáticos, no somos bilingües de nacimiento. Tuvimos que hacer todo a la que te criaste. Eso está en nuestro propio ADN, y fuimos a buscar nuestras tradiciones porque la tradición no te llega porque estás sentado esperando”, agrega sumergiéndose en un “yo plural”, que incluye a Daniel Durand, Darío Rojo y Juan Desiderio, entre otros de los que integraron 18 Whiskies.
–¿Qué leía en los ’90?
–Nosotros leíamos a Osvaldo y a Leónidas Lamborghini, a Giannu-zzi, a Alberto Girri, algo de Gelman; esos eran nuestros maestros, y los clásicos ingleses y la literatura norteamericana. Después cada uno tenía su background, en mi caso la filosofía. No nos interesaban para nada los escritores de Planeta y Babel. El primer Aira nos gustaba. Y sobre todo Zelarayán, que para nuestra generación fue el gran maestro. Y fue central porque nosotros nunca pensábamos en término de “poetas” o “novelistas”. No nos sentíamos limitados, pero porque eso era Zelarayán, que escribía lo que se le cantaba. Ninguno de nosotros queríamos ser Houellebecq ni Paul Auster; queríamos ser nosotros mismos. Y eso nos daba cierta personalidad.
–¿Cuál fue el principal aporte de la literatura inglesa?
–Yo encontraba cierta claridad y trabajo sobre la expresión, como si estuvieran trabajando con materiales químicos peligrosos. La literatura inglesa nos daba una especie de refrenamiento que para nosotros era muy útil. Después cada uno lo adecuaba a su forma de ser; porque no es lo mismo lo que escribe Daniel Durand, que tiene giros más barrocos, que lo que escribo yo. Pero a los dos nos sirvió. Aprendimos a ser muy irónicos con las herencias. Me acuerdo cuando lo conocimos a Leónidas (Lamborghini). Nos leyó los poemas de Odiseo confinado y quedamos turulatos (risas). Fue como si estuviera Dante con nosotros. Pero a su vez dijimos “vamos a afanarle a Leónidas”, porque no era un poeta oficial; para nosotros era un poeta de los ’90, como Zelarayán.
–¿Qué era un “poeta de los ’90”?
–La idea que tengo sobre la poesía de los ’90 no tiene que ver con determinada edad, sino con determinada pulsión de contemporaneidad. Tanto Zelarayán como Leónidas o Giannuzzi nos hablaban en el mismo lenguaje en que estábamos escribiendo y leyendo. Había un gran respeto por sus obras, una devoción, pero a la vez una lectura de igual a igual. Darío Rojo era fanático de Girri y yo me preguntaba por qué le gustaba tanto. Después leí a Girri y me di cuenta de que era un poeta genial. Estábamos ocupados por leer la literatura que se producía y menos preocupados por querer ser, por la cáscara del escritor.
–¿Esa cáscara del escritor sería la diferencia entre la generación de los ’90 y los escritores posteriores?
–No sé, me parece que tiene que pasar un tiempo para saber qué fue lo se movió, lo que interesó. A no-sotros nos favoreció claramente no haber tenido ningún tipo de difusión, salvo en revistas muy marginales o específicas como Diario de Poesía, a diferencia de los que vinieron después. Tampoco teníamos acceso al blog y no nos sentíamos observados. Hoy los escritores saben que son observados y eso debilita sus textos. Cuando los chicos más jóvenes me traen un poema, me doy cuenta de las partes en que ellos escriben de verdad y en las que escriben para la tribuna, para producir efectos. Yo escribía para mí y mis amigos, se los mostraba a mis compañeros de 18 Whiskies y me hacían mierda, me decían la verdad. Eso fue una formación extraordinaria. La literatura es colectiva, la poesía es colectiva. No puedo escindirme de todos los que escribieron conmigo. Y los anteriores, como Jorge Aulicino, que fue un maestro, o Daniel García Helder, escritores de puta madre; tipos que en ese momento para mí eran más importantes que querer imitar a Hemingway.
–¿Qué sucedió con su poesía después de la experiencia de la narrativa?
–Estoy encerrado con un solo juguete, pero a ese juguete lo doy vueltas. Si pudiera resumir mi poesía con una frase diría, como Pappo: “Siempre es lo mismo, nena” (risas). Estoy trabajando siempre lo mismo, pero a veces se convierte en un verso corto, otras en un relato largo o en un ensayo.
–En su último libro, Horla City, se percibe la fascinación que siente por los artesanos. ¿El escritor tendría que hacer su trabajo como los artesanos, que se vuelven invisibles?
–Sí, tal vez un escritor debería construir una obra como se construye un mueble. Algunos escritores levantan ciudades y otros construimos una mesita de luz. Está bien: cada uno tiene que hacer lo que puede.
–Ahora usted tiene tribuna, es observado. ¿Siente que sigue escribiendo para sus amigos de 18 Whiskies?
–Sí, porque cuando estoy escribiendo estoy con ellos. Creo que lo pensamos todos, aunque no nos veamos más. Cuando Durand escribe, estoy seguro de que piensa en cómo lo vamos a leer nosotros. Está en nuestro metabolismo para siempre. La sensación que tengo es la misma. Pero ahora me preguntan cuándo voy a publicar una novela grande. Nunca pensé en eso ni lo puedo pensar. No tengo que escribir la gran novela argentina. No soy el Premio Herralde; soy el Premio Errale (risas). Es más fácil ganar el Errale. Todos mis libros son una comprobación de que puedo ganar el Errale.
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