Lunes, 4 de abril de 2011 | Hoy
LITERATURA › JOSé MARíA BRINDISI HABLA DE PLACEBO, SU CUARTA NOVELA
El escritor propone una historia que se lee casi de un tirón: 99 páginas que transitan por la mejor tradición saereana, en la construcción de una respiración, de una subjetividad y de un universo que colapsa. “La escritura es trabajo, transpiración”, dice Brindisi.
Por Silvina Friera
El callejón sin salida de una mente agobiada genera una tensión insoportable entre la empatía y el rechazo visceral. Becerra es un tipo maduro –52 años–, casado por segunda vez con una mujer que detesta, al punto de que el sólo hecho de imaginarla desnuda, de comprobar en ella el deterioro del tiempo, más allá de que aún sea atractiva, le provoca una repulsión descomunal. No podrá el lector decir que la vida le sonríe a este personaje que de a ratos fantasea con ser escritor, más cuando se sabrá que es “alguien que pronto va a pudrirse por dentro”. Aunque ande por ahí, muy al principio, jactándose de su Audi, acaso como un resabio mal fermentado del menemismo de los años ’90. La comodidad estruendosa de su auto ya no lo reconforta. No le alcanza. Sería un lugar común simplificador pensar que se asistirá a una crisis que suele traducirse, con cierto dejo de ironía, como el paradigma del “rico con tristeza”. Mejor, de entrada, despellejar ese sentido que podría obturar la comprensión de algo mayor. De la muerte irreversible.
El hombre en cuestión decide planificar con su mujer unas vacaciones en el Delta. Pero regresa, de tanto en tanto, a la Capital, para encontrar refugio en su amante. Aunque ella, depositaria del último espacio de deseo que queda en él, puede prescindir de Becerra. O al menos no lo necesita tanto como él a ella. El panorama pinta desolador. Horacio, su mejor amigo de la infancia, está agonizando en un hospital. Placebo (Entropía), la cuarta novela de José María Brindisi, dejará al lector sin aliento cuando lea, casi de un tirón, 99 páginas que transitan por la mejor tradición saereana –no hay en todo el texto ni un solo punto y aparte–, en la construcción de una respiración, de una subjetividad y de un universo que colapsa.
El pelado con musculatura de deportista –pronto dirá que juega al tenis, corre y entrena en un gimnasio, una rareza entre los escritores más bien cultores del sedentarismo (ver aparte)– está en un bar de Palermo, barrio que aparece mencionado por Becerra cuando se pregunta, mientras se encamina hacia ese “engendro multiforme y teatral” en que se convirtieron las calles de este barrio, en qué momento todo se volvió tan triste. Palermo no se salva del pesimismo que lo tiñe todo. Brindisi se ataja y aclara ante Página/12 que no quiere caer en el síndrome improductivo de la nostalgia. “Yo solía frecuentar un barcito enfrente de la Plaza Armenia, cuando el paisaje era muy diferente. Está todo bien con los que quieren tener una cuatro por cuatro más alta que yo. Uno elige y yo elijo: ya no me gusta más Palermo.” Placebo es el resultado de un abortado proyecto a tres manos que intentaron motorizar Brindisi, Alejandro Parisi y Adrián Haidukowski. El interés por este tipo de creaciones grupales se remonta, allá lejos y hace tiempo, cuando tuvo una banda que se llamó Los Cuarenta Principales, como el programa de radio. “Se nos ocurrió armar una tríada de escritores que trabajara relacionada. El mejor modo de relacionarse sería escribiendo tres argumentos de novelas en paralelo –recuerda–. La idea era sortear esos argumentos porque lo importante era el procedimiento y el desafío. Una vez sorteados, la tercera etapa consistía en escribir cada uno el argumento de la novela del otro, pero el autor del argumento corregiría la novela de acuerdo con el estilo de quien la escribió. Nos fuimos un fin de semana a un campo y empezamos.” Pero el experimentó no funcionó y cada uno siguió su camino.
El argumento de Placebo fue de Parisi. “Mi desafío fue transformar a este personaje, que si lo reducía a tres trazos era una catarata de lugares comunes, en Becerra. Intenté sacar la novela de algunos tópicos que no me convencían. Todos, en dos líneas, somos un lugar común. Ser original no es tan complicado; que mi novela esté llena de marcianitos no es difícil. El tema más complejo es reconocerse en alguien en quien uno no se quiere convertir. A pesar de que tiene cosas que le reconozco y lo hacen querible.”
–¿Cuáles?
–Sus debilidades. Becerra es un hombre débil. Lo conozco un poco más porque lo pensé más allá del presente de la novela. La inminente muerte de su amigo lo obliga a revisar su vida y no parece que se resista demasiado: él es muy consciente de todo lo que no es, de la añoranza por su primera mujer, que murió hace años, y de la relación de ella con la madre; hay un montón de elementos, pero en especial uno que me importa y es la nobleza. Si me pudiera conmover con un personaje mío, diría que me conmueve en qué medida lo afecta la muerte de su amigo, que para peor ni siquiera parece enfermo y no le da tiempo de hacer el duelo. Nobleza obliga: eso lo tomé prestado de La noche, de (Michelangelo) Antonioni, una película que me marcó mucho, muy clarificadora en cuanto a ciertas claves narrativas: cómo se abre un canal y se trabaja en otro. Becerra es un tipo noble, pero también un poco berreta y limitado. El sabe que no es un dotado, creamos más o menos en el talento, y yo creo poco. El traje de escritor le queda un poco grande.
–Un peligro de la escritura, que aparece sugerido muy al principio de la novela, es acostumbrarse a la comodidad de ciertas fórmulas, ¿no? Más cuando en su caso ha dado resultados y un cúmulo de buenas críticas.
–La literatura tiene una ventaja en comparación con el atletismo, que fue mi primera pasión. Uno es un montón de cosas frustradas. Yo quería ser como Carl Lewis (risas). En la literatura, las cuentas se hacen al final. Yo sé que no soy Faulkner, pero todavía puedo serlo. La línea que divide lo pretencioso de lo amibicioso es un poco fina, pero está bueno ser ambicioso. Aunque los elogios hacen un ruido muy molesto. Hay que olvidarse de los elogios, de los piropos, para que no te confundan. En un cuarto libro no te podés confundir; con el primero creés que mañana tu vida cambia para siempre (risas).
–Aunque Becerra es un hombre de estos tiempos, un “posmenemista”, sus lecturas son más “anacrónicas”. Se siente un pariente lejano de Poe, Stevenson, Maupassant. ¿Cómo explicaría este canon de lecturas del protagonista de su novela?
–No hay que olvidar que la escritura es algo extraño para un personaje como Becerra. Sin embargo, a pesar de esa pasión por Poe, Stevenson y en menor medida por Maupassant, él va a los clásicos porque es una manera de sentirse seguro, de pisar tierra firme. No tiene que tomar decisiones como lector, esas decisiones ya las tomaron otros: lee lo que se supone que hay que leer. Es totalmente consecuente con cómo es él. La escritura es un lugar frecuente en su vida, pero extraño. Becerra es más el Audi que la escritura, por más que la relación que tenga con el auto sea como un refugio. No es valorativo lo que digo, sino descriptivo. Becerra es un poco obvio: no corre riesgos.
“Entre la pena y la nada, prefiero la pena.” La frase es de Faulkner y Becerra la recuerda porque le parece “una estupidez, un exceso de soberbia poética, la mueca ridícula de alguien que tenía la necesidad imperiosa y triste de convertir su vida en literatura”. Llegará un punto en que Becerra será incapaz de diferenciar los deseos y las pesadillas de la realidad. A pesar de la estructura de la novela, de la ausencia de ese punto y aparte que podría a priori espantar a más de uno, el lector se encontrará con una prosa montada en el vértigo de una voz adictiva, que atrapa a medida que sus márgenes de maniobra se vuelven más exiguos y claustrofóbicos. Hace más de 18 años que Brindisi se gana la vida con sus talleres de escritura. El pelo perdido en las batallas con el tiempo regresa repentinamente cuando cuenta que fue ajedrecista. “Jugué muchos torneos; poquitos años antes de que fuera el campeón argentino, le gané a Ariel Sorín. Era bueno en serio”, revela ante el asombro de Página/12, que siente que está ante un escritor de múltiples pasados posibles: el pelado pudo haber sido “el hijo del viento” de estas pampas, un jugador de tenis con buena reputación y un ajedrecista con chapa de campeón.
–¿El ajedrez le sirvió para la escritura?
–Totalmente, soy muy disciplinado, muy paciente, y el ajedrez es eso: pura disciplina y paciencia. Me acuerdo de que al principio era muy apresurado en las aperturas; por suerte después me daba cuenta y me acomodaba. Soy muy lento, trabajo mucho con planes, sé siempre muy bien lo que estoy haciendo, me salga peor o mejor. Nabokov decía que el esquema de la cosa precede a la cosa. Cuando alguien me lo discute, le digo: no hay tantos genios que uno pueda señalar. Nabokov es uno; para el resto de los mortales, muchachos, hay que laburar (risas).
–¿Por qué cree que muchos escritores plantean que si tienen un plan no escriben?
–Creo que cierta parte del romanticismo y la escritura, no tienen nada que ver. Yo me siento a escribir con ambición: quiero ser el mejor escritor del mundo, pero por ahora no me ha salido, claro; veremos al final cuando hagamos las cuentas. En algunas clases vemos algunos cuentos y analizamos minuciosamente cuánta información hay en cada página, y tratamos de imaginamos cuánto tuvo que ver esa información dentro de un esquema. Siempre alguno me pregunta: ¿vos creés que (Ian) McEwan pensó esto? Si ustedes pueden escribir un cuento sin pensarlo, háganlo, para qué van a perder el tiempo. Pero la verdad es que no se puede. Los que lo niegan en algunos casos es verdad. Y se nota. Sin ir más lejos, un escritor que me gusta poco, aunque le admito el talento natural, lo que hubiera sido si fuera menos perezoso y le gustara laburar de otra manera: me estoy refiriendo a César Aira. No es casual que los comienzos de sus novelas sean muchas veces fabulosos y raramente lo que sigue. Su escritura se la banca, la sostiene, hace que uno se interese más o menos. En general los escritores somos perezosos; por eso la mayoría de los que conozco asumen rutinas. Porque siempre hay excusas para no sentarse a escribir. Si no me siento a escribir, puedo ser Faulkner; cuando me siento y termino y te doy a leer lo que escribí, podrá ser muy lindo, pero evidentemente no soy un Faulkner. Mientras uno no concrete, puede ser un genio. Como todos los ambientes, cuando uno los ve de cerca, hay también mucha mezquindad. Muchos escritores mienten y dicen que los personajes los llevan, que se sentaron ¡sólo con un saquito de té! (risas).
–Quizá también haya cierta resistencia a la socialización de las prácticas y la cocina de la escritura. O dificultades para explicarlas...
–Hay un sub departamento que niega el trabajo de la escritura; esa estupidez de que la escritura no se enseña. Cuando alguien quiere aprender a tocar la guitarra, aprende tocando y ejercitando. Un profesor te dice qué tenés que hacer. Hay un ejercicio que solía proponer: que escribieran una página sobre una azucarera; muchos me odiaron por ese ejercicio. Pero así se aprende a escribir: sacando agua de las piedras. Como todos sabemos leer y escribimos, la escritura no se enseña. ¿Cómo que no se enseña? Todo el tiempo me encuentro con gente que tiene recursos naturales fabulosos, pero que no sabe estructurar un texto. Escribe siete páginas sin conflicto, el conflicto empieza en la ocho y termina en la mitad de la nueve. Hay que ver si el lector llegó ahí. Por supuesto que estoy generalizando, pero cómo argumentar que la escritura no se puede enseñar.
–Quizás el asunto se complica más con las redes sociales, donde todos pueden escribir sin importar cómo.
–Y donde se alimenta la avidez por mostrar... y se potencia el hecho de que la escritura no se enseña. La escritura es trabajo, transpiración. En una charla de café ligera se puede decir que uno se sienta a escribir para divertirse con sus personajes. Pero eso no quiere decir que no sabe lo que hizo. La escritura es ganar y perder batallas. Yo escribo lento, corrijo mucho, no hago un alarde de eso; simplemente no puedo pasar al segundo párrafo si el primero no me dejó contento, muy especialmente con los comienzos. Yo respeto al que dice que se sienta a escribir y ve qué onda. Pero no puedo enseñar la escritura de ese modo; es absolutamente contradictorio. La buena literatura es un viejo juego de mostrar y esconder, más viejo que Roma. Si no sé lo que voy a contar, no sé lo que voy a esconder. Siempre planteo hacer el de-safío Pepsi: tráiganme un cuento. Quizá lo pierdo; pero con la planificación casi siempre se llega a mejor puerto.
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