Lunes, 21 de noviembre de 2011 | Hoy
LITERATURA › ARNALDO CALVEYRA, POETA, NOVELISTA, CUENTISTA Y DRAMATURGO
El notable escritor argentino radicado en París acaba de publicar El caballo blanco de Mozart, un libro de ensayos que también puede funcionar como un tratado de variaciones sobre la luz, el agua y la palabra. El 2012 promete para él una catarata de ediciones.
Por Silvina Friera
En la calma de un minúsculo ambiente, aislado de los ruidos de la calle Maipú al 800, un hombre extiende la mano izquierda al aire que lo separa de su interlocutora. Parece que intenta conjurar un temblor mudo atascado en su garganta. Quizá tantea un miedo cercano, lo empuja poco a poco, dándolo vueltas del derecho y del revés, mientras gira esa mano muy despacio. En los segundos que dura ese movimiento, ese gesto difuso, se adivinan las tormentas que embarran el lenguaje. Arnaldo Calveyra supo desde el comienzo que necesitó escribir en la calma de una pieza. En la pieza de Mansilla, el pueblo de Entre Ríos donde nació en 1929; en la pieza de Villa Elisa (La Plata), donde estudió y vivió un tiempo; o en la pieza de París, ciudad en la que reside desde 1960. También supo tempranamente que la búsqueda de la página escrita –aprendizaje y anhelo de largo aliento, según apunta en uno de los ensayos de El caballo blanco de Mozart (La Bestia Equilátera)– es como “buscar un alfabeto, o encontrar la posición de una palabra en la frase”. La mano del poeta que fue descubriendo que hablara de lo que hablara, escribiera lo que escribiera, su tema no era otro que el silencio, reposa otra vez sobre la mesa. Apenas se desliza sobre la madera para pulir el terreno de un relato. “Tuve un Abecé”, dice. “¿Cómo se llama lo que tuve?”, se pregunta, sorprendido en voz alta por la extraña trama que está tejiendo al contar un percance que, por obra y gracia de una especie de “homofonía disléxica”, se asemeja al abecedario. “Un ACV”, se corrige a los pocos segundos. De ese accidente cerebro vascular que tuvo hace dos años –dirá después– le quedó una secuela. “Por suerte fue leve y no tocó los recuerdos; pero mi letra a mano ya no es la misma: cambió”, aclara Calveyra en la entrevista con Página/12.
El poeta, novelista, cuentista y dramaturgo vuelve a sus pagos. Siempre vuelve. Cuando puede. Cada dos o tres años, regresa a Mansilla y pasa por Buenos Aires unos días. El próximo año habrá Calveyra para todos los gustos y paladares. Sus obras de teatro se publicarán por la Universidad Nacional de Entre Ríos. En marzo o abril, Adriana Hidalgo lanzará su relectura de Allá lejos y hace tiempo, de Hudson, con ilustraciones del artista plástico Antonio Seguí; un libro infantil, Sucedió en Ganduxar, y hacia mediados del 2012 llegará la necesaria reedición de su Poesía reunida, que incluirá un texto inédito, Diario de recluta, escrito a los 20 años.
–¿Cómo fue este regreso a Mansilla?
–Siempre es grato volver, muy agradable... es como un umbral que conozco. Lo que pasa es que toda mi familia murió, pero están algunos amigos, la gente de la calle y el río. Mansilla está casi igual, creo que hay algunas casas nuevas.
–“Poema es, ante todo, poder contemplar a través de la lengua”, plantea en uno de los ensayos centrales de El caballo blanco de Mozart. ¿Qué contemplaba a través de la lengua en Mansilla?
–¡Ah, está lindo eso de ver a través de la lengua! Es como una panorámica que se despliega toda –la lengua–, y ahí insertás tu textito. Me asombraba cómo hablaba la gente, la sintaxis, que en ese momento no la llamaba sintaxis, como comprenderás. Me asombraban los cortes; que cortaran todo y que igual se entendiera. Eran como latinos; después me di cuenta, cuando empecé a estudiar latín, que en Mansilla había ese habla que se interrumpía porque ya estaba todo dicho. Recuerdo que estaba esperando un ómnibus y llovía. Un hombre que conocía poco pero respetaba mucho, Salomón –de una familia de protestantes–, me dijo: “Ahora cosas pocas no hay...” Yo era sensible aún de chico a este tipo de frases. Ahí está la propensión a la literatura, de algún lado tendrá que venir, ¿no? Y vino por el entorno, por los estibadores. Yo trabajaba durante los veranos en un galpón en Mansilla y anotaba los kilos de bolsas que se mandaban por tren. Y también anotaba todo lo que oía; era oro en polvo, tendría que haberles pagado yo por estar ahí (risas). No sé qué pasó después porque ahora todos tienen televisión y la televisión, que es tan avasalladora, los empobrece. Quieras o no, es un habla común y no podés evitar sucumbir a ese tono común televisivo. Pero no estuve en Mansilla tanto tiempo como para llegar a darme cuenta. Voy a tener que venir otra vez y quedarme más para catar esa lengua.
–A su traductora al francés, Laure Bataillon, le debe algunos hallazgos, como la intuición de que usted trabaja con el tiempo suspendido. ¿Cómo explica ese tiempo suspendido?
–Me lo dijo en especial por un texto de Cartas para que la alegría: “El aire era de vidrio y estaba a punto de romperse”; es una cosa de campo, de siesta de verano. Ella lo comparaba con la inmovilidad que había en el cuadro Vista de Delft, de Vermeer. También Proust se refiere a ese cuadro, o sea que ya está tocado por la literatura desde hace tiempo. Esto me remite a la manera en que pude haber concebido el texto, además de que es una prueba de excelencia, en el sentido de la inmovilidad, de algo que se queda sin tiempo...
Las cejas enmarañadas del poeta conforman una textura musical. Esos acordes se expanden en el silencio de un rostro que siempre está cuchicheando con un verso. Los textos de El caballo blanco de Mozart, un libro que, como no podía ser de otra manera viniendo de Calveyra, pendula en los arrabales del poema. Son un “pequeño milagro”. Los intersticios que bosqueja en estos ensayos podrían representar un tratado de variaciones sobre la luz –”perezosa, sujeta a caprichos súbitos, imantando en toda ocasión el tiempo”– el agua, la palabra. “Mozart apela a las palabras como si tratara con fantasmas para que acudan al papel con que escribía a explicar por qué estaba allí sentado escribiéndolas”, sugiere en uno de los ensayos. Pedro Páramo, de Juan Rulfo, es “un poema que a lo largo de sus páginas y por obra, entre otras cosas de ese permanente jadeo, encierra como de un espejo al otro, los elementos de una pieza de teatro Noh”.
En “Un cuento”, en cambio, repone las hilachas de la tarde en que visitó a Borges en la Biblioteca Nacional para leerle “El poeta”, un cuento de Herman Hesse. El recuerdo a veces no se oxida; pero el comentario que le “dictó” Borges se extravió en el túnel averiado de la memoria. “Sin duda inventaba ese texto sobre la marcha, pasaba de una palabra a la siguiente, iba de palabra en palabra con la facilidad del corredor de postas que ha meditado largamente su estrategia, perito en ese difícil ejercicio de imaginación que consiste en leer en alta voz un libro delante de los ojos. ¿La mera memoria se ocuparía de lo más fuerte del trabajo? –se pregunta Calveyra–. Traté de mantenerme alerta para conservar en mente lo que oía, para no perderme ni una coma, pero tal exceso de vigilancia, unido a la magia del texto, hizo que me dejara ir, es decir, sucumbí...”. Matías Serra Bradford, uno de los editores de La Bestia Equilátera, se negó a figurar –recuerda el poeta– en el pequeño prólogo, “cuando él fue, por lo menos, el causante del libro”. “Lo sacó de la nada; eran papeles que estaban tirados, guardados. Matías los juntó y orquestó todo.”
–Pero también es un libro que refleja la imposibilidad de improvisar en actos públicos, en congresos y en festivales; muchas de esas páginas ocasionales, en las que redactó sus intervenciones, superaron la circunstancia, la coyuntura.
–Curiosamente, si no hubiera hablado o leído, no estaría tampoco el libro. Es una suerte que esos papeles estuvieran en el cajón de mi escritorio; es un libro que no está lejos de la poesía, pese a que de pronto me pidieran hablar de América latina o cosas así. Pero siempre buscando la poesía porque no puedo hacer otra cosa. La poesía está siempre. Por ejemplo, el texto a Rulfo era un homenaje. No veo que hubiera podido hacer otra cosa; son textos que me han costado mucho... Pienso en las palabras a (Carlos) Mastronardi, mi maestro. Sin ir más lejos, “La rosa infinita” me parece un poema que lo está escribiendo ahora. Hay un intento de meterse dentro de ese aire, como una longitud de onda, para que las palabras sigan siendo actuales. Es un milagro; uno trata de explicarlo con palabras, pero no sé si se puede.
–En el homenaje a “Pedro Páramo” se pregunta “¿quién podrá salvarnos del cuchicheo?”
–Ah, sí, porque ahí están los muertos que cuchichean; son los muertos que están al lado nuestro, con nosotros. ¿Pero quién nos podrá salvar del cuchicheo? No sé cuándo habré usado por primera vez la palabra... supongo que tendrá que ver con las misas. Yo no fui mucho a la iglesia de chico porque vivía en el campo. Mi familia era creyente, pero no era practicante. Me gustaban las misas, cuando los curas hablaban dirigiéndose a Dios a través del cuchicheo.
–¿Una vía para llegar a ese cuchicheo habrá sido también el silencio?
–Puede ser... del silencio al cuchicheo o inversamente, como un ida y vuelta al tono menor de lo dicho, de lo expresado. Alguien que me escuchó leer mis poemas, Eduardo Jonquières, poeta y pintor amigo mío, me dijo que “es como si un tartamudo empezara a hablar con naturalidad...”. Sentí que me estaba diciendo: “¡Dale, está bien, podés insistir!” (risas). El tartamudeo me remite al cuchicheo. No son sinónimos, pero tienen un aire porque la voz se pone en una situación especial.
–Varias veces le preguntó a Mastronardi, a lo largo de la relación que mantuvo con él, cómo componía un poema.
–Bueno, él me mostraba los caminos, pero no había una respuesta directa. Son las diagonales que uno toma para arreglárselas; pero no hay un encuentro directo con la explicación. El principal camino que me mostró Mastronardi fue el tema de la adjetivación, no caer en el facilismo; que el sustantivo comportara el adjetivo, que lo integrara. Y otro camino fue la lectura. No sé cómo enseñan a escribir a los jóvenes poetas en los talleres acá, pero seguramente leen mucho y se corrigen entre ellos. Y ahí se avivan unos a otros. La soledad está bien; pero si al lado hay una persona que sabe un poquito más o que tiene otra intuición, es siempre una ayuda, ¿no?
–A propósito del recuerdo del encuentro con Borges en la Biblioteca Nacional, ¿cómo afecta la cuestión de la memoria en la escritura de un poema, cuando lo que intenta es captar un momento, un recuerdo, un olor, un sonido? ¿Qué hace, si intenta hacer algo, cuando la memoria no le permite llegar a recuperar esos materiales?
–Yo lo conocía a Borges porque él me había dado clases en La Plata, y la puerta de la Biblioteca estaba siempre abierta. Como la memoria es tan evasiva, no me pude acordar nada de lo que me dijo. Ese cuento, como tantas cosas, está perdido. Después me tomé el ómnibus y me volví a La Plata y no lo comenté con nadie. La memoria es muy frágil; habría que andar con eso todo el tiempo (señala el grabador). No hay poema si la memoria no ayuda; simplemente, habrá que esperar a que la memoria se ponga en onda, que se decida. Y entonces sí, te ponés a trabajar.
–¿Por qué después de tanto tiempo decide incluir en la próxima reedición de su Poesía reunida un texto que escribió cuando tenía 20 años, “Diario de recluta”?
–Lo saqué de mí, ya no me pertenece. Lo escribí mientras esperaba la revisación médica, en pleno campo de Entre Ríos, cortando yuyos... Es un libro al que no le di mucha importancia en su momento; creía que era un ejercicio. Tal vez tenía la crisma demasiado abierta y estaba en la espera del poema por venir. Otros poemas se perdieron, como “Diario de fumigador”, que estuvo muchos años en un baúl. Lo encontré todo mojado en el cuartito del fondo de una casa en la que viví en Villa Elisa, después de una inundación...
Calveyra tiene diez diarios poéticos inéditos, pero que aún no sabe si los publicará. “No quiero atosigar a los lectores”, admite el poeta ante el aluvión de novedades que habrá el próximo año. Además, hay otro inédito, un texto que escribió durante su primer viaje a Francia (1958), en el que habla sobre cómo veía a la Argentina desde París, pero también aparece la mirada sobre la sociedad francesa del recién llegado. “Para mi gusto es un libro que tiene que ser póstumo; hay que dejar un poco para que otros trabajen después...”. El poeta conversado por sus poemas, por los cielos de Mansilla, inclina levemente la cabeza en dirección a su hombro izquierdo. De repente –otra vez– aparece Salomón, ese hombre de sus pagos que ahora regresa con la perfección y la belleza de una página escrita como en un sueño.
–Salomón le dijo a la eternidad: “Ahora cosas pocas no hay...”.
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