Miércoles, 23 de noviembre de 2011 | Hoy
LITERATURA › TRAMPA DE LUZ ES LA PRIMERA NOVELA DE MATíAS CAPELLI
El autor de los cuentos de Frío en Alaska aborda un día en la vida de un joven desclasado, que no puede conservar ni posesiones ni relaciones personales. “El personaje puede ir al Malba y después termina el día en un cabaret de mala muerte”, explica.
Por Silvina Friera
El nombre no importa. Nunca lo sabrá el lector. El simulacro del anonimato se mantiene hasta el final, cuando el joven protagonista de Trampa de luz (Eterna Cadencia), la primera novela de Matías Capelli, ante la quietud del amanecer, distingue la silueta tenue de un arcoiris contra la palidez del cielo. Quizá sea un efecto óptico, el residuo póstumo de la belleza frente a un cuadro cuyo tema es la degradación. O un modo de compensar la secuencia de una analogía que se intuye desde el principio. Un auto y una vida transformados en chatarra. “Los días pasan, a veces es lo único que puede decirse de ellos”, sugiere el narrador, como si fuera una primera persona que dosifica la calibrada intensidad de sus acotaciones. Del epílogo de ese día de agosto en que la sensación térmica bordeó los 35 grados y la anunciada tormenta de Santa Rosa se malogró en un chaparrón, mejor no adelantar una línea más. El derrotero inicial se rastrilla sin estridencias. La mañana de ese día en que se cumple un año de la muerte de su abuelo se aceita con una visita inesperada. Su ex pareja, embarazada de otro, le devuelve un dinero que promete un módico alivio a las deudas acumuladas por alguien que a duras penas sobrevive de changas: pega carteles políticos junto al portero de su edificio. Ver basura de días anteriores en el piso, y sobre todo comida, incuba el asco del protagonista. Ya ni el fumigador se atreve a entrar a ese departamento de su abuela, que le dejaron sus padres cuando se fueron a vivir a Canadá.
Antes de que el alivio se evapore como se han esfumado sus ahorros, el fajo de billetes que le arrimó su ex –Ariadna– mitiga una urgencia doméstica: abona la luz y evita que se la corten. Este joven desclasado de “alcurnia”, nieto de un estafador –el abuelo Joaquín–, que nunca tuvo pulso para los negocios y dilapidó su patrimonio, tira del ovillo de la historia de su familia. El aniversario de la muerte de su abuelo alienta una evocación de la que emergen macerados rencores de clase cuando contrasta in situ la brecha material con su tío y primos ricos. “Ya es hora de que les toque perder”, postula este joven que no termina de completar el círculo de su presunta derrota al flamear la bandera del desdén maternal. Las “mentiras tranquilizadoras” –que le siga hablando a su madre de lo que ha perdido, el trabajo en el gimnasio y de Ariadna– certificarían un legado atávico, la punta de un afilado iceberg de capas de imposturas. Pero las herencias, siempre incómodas, también sucumben al efecto de la descomposición.
El autor de los cuentos de Frío en Alaska repasa los disparadores de su primera novela. “Quería narrar un día en la vida de una persona, una idea más formal. Había algo en el día que es un relato en sí mismo; tiene una narrativa propia, como cualquier día tomado aisladamente”, cuenta el escritor a Página/12. Al eslabón del desafío formal, la unidad de tiempo, le añadió una imagen que avivaba un enigma. “Había un auto cerca de mi casa. Cada vez que pasaba estaba peor. Y seguía ahí. Como me intrigaba mucho, me empecé a preguntar qué historia podía haber detrás de ese auto. Si era de alguien que tenía problemas económicos, en todo caso lo habría vendido. Me preguntaba si el dueño estaría muerto o enfermo; qué podía esconder como historia un auto abandonado. Y esto me terminó llevando a imaginar a una persona más o menos de mi edad. Digamos que empecé por el final, por la imagen del auto, y después vino el resto.”
–¿Por qué aparece la herencia como uno de los tópicos más potentes de la novela?
–Alguien hereda un auto usado y un departamento de su familia y no es capaz de conservarlos. Este personaje no puede conservar lo que tiene, desde las relaciones de pareja hasta lo material, como la herencia modesta que le dejan los padres cuando se van a vivir al exterior. En la novela está la herencia en sentido simbólico, no sólo de los objetos, sino de ciertos destinos, familiares. El abuelo del protagonista, en un momento, mediante unos manejos turbios amasa una fortuna, pero después la dilapida hasta perderlo todo. Mi personaje está en la encrucijada de traicionar a parte de su familia y quedarse con una plata, pero se pregunta si él también es parte de este linaje de hombres fracasados.
–Quizás algo de ese linaje ya estaba en los cuentos de Frío en Alaska, ¿no?
–Sí, Trampa de luz mantiene una afinidad con variaciones. El protagonista masculino es bastante solitario, con una relación conflictiva con su entorno. Decidí que estas cuestiones resonaran entre los dos libros, como si hubiera un diálogo.
–¿Este diálogo incluiría también la sensación de extranjería? Cuando el personaje de Trampa de luz recorre “el oasis residencial distinguido” de Barrio Parque, es un fracasado en un ámbito que destila opulencia, como si fuera un forastero.
–Dentro de ciertos límites no muy dramáticos, el personaje es un desclasado. Así como es un forastero con cierta parte de su familia o en ciertas zonas de la ciudad, también en la segunda mitad de la novela, cuando se interna en los bajos fondos del conurbano, se involucra. Pero tampoco termina de reconocerse ahí, como si estuviera teniendo una aventura medio lumpen. El personaje de Trampa de luz puede ir al Malba, recorrerlo y sentirse un poco extraño, aunque se puede conmover con una imagen y sabe cómo moverse en un museo. Y después termina el día en un cabaret de mala muerte.
–¿Se siente más afín en el Malba o en el cabaret de mala muerte?
–Creo que justo está en un momento de transición. De hecho, tal vez pueda encontrar un trabajo estable. Al ser sólo un día en su vida, me preocupé por dejar ciertos resquicios de dudas. Aunque el relato es bastante desolador, no quise que quedara como un derrotado total. El portero le dice en un momento: “Sos joven, pibe, pero no por mucho tiempo”. Quizás en dos años tenga una vida más esperanzadora. Aunque es una novela sobre la decadencia, la decadencia es algo que se puede ver a través del tiempo; en cambio en un día sólo hay signos. Pero nada más.
–Desde el punto de vista personal, ¿cómo se posiciona ante el tema de las herencias literarias? Su generación, a diferencia del personaje, ¿se puede hacer cargo de las herencias y tramitar mejor la cuestión?
–Creo mucho en las tradiciones más que en las generaciones; en ese sentido, reconozco algunas formas de procesar las herencias, de no renegar, sobre todo en la literatura argentina y rioplatense, que es tan rica. Pero al mismo tiempo siento cierta incomodidad. Hace poco estuve en una lectura en Villa Ocampo con Hernán Ronsino y Gabriela Cabezón Cámara. En algún momento, esa mansión fue la literatura argentina; hoy, entre comillas, somos nosotros... De hecho, alguien dijo que si viviéramos en esa casa escribiríamos mucho mejor. Pensándolo desde el nivel material, sentíamos esa brecha; pero a la vez estábamos ahí leyendo y apropiándonos del lugar. La forma en que uno puede apropiarse de esa herencia es mucho más bastarda que antes; ahora está atravesada por las noticias, Internet y formas del lenguaje que van más allá del libro y la alta literatura. Necesito leer cualquier cosa que se edita y me interesa como necesito leer un clásico, buscando tener un pie en cada lado. No hay ya una tradición a la cual adherir o rechazar, sino que uno puede ir encontrando su lugar.
–¿En qué tradiciones se fue reconociendo y cómo fue combinando ese concepto de tener “un pie en cada lado”?
–Me gusta el canon literario argentino de Borges, (Antonio) Di Benedetto, (Juan José) Saer y (Manuel) Puig. Pero, a la hora de escribir, lo contemporáneo me interpela mucho más. Los cuentos de Martín Rejtman me impulsaron a escribir. Leyendo a Di Benedetto, que me fascina, no encontré la forma en que podía ponerme a escribir a partir de ahí. Pero en esto de tener un pie en cada lado, a veces lo contemporáneo puede aturdir un poco. La poesía argentina contemporánea también me interpela. Martín Gambarotta, sobre todo su libro Punctum, fue como una bomba. Y Alejandro Rubio, Sergio Raimondi y Daniel Durand... Seguro me estoy olvidando de alguien más. Tomaba de estos poetas un repertorio de voces o de tonos que no me obligaban a narrar, algo que a veces me aburre un poco.
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