LITERATURA › BRUNO PETRONI Y SU LIBRO DE CUENTOS LOS CHICOS Y LAS GUERRAS
La Guerra de Malvinas, los desaparecidos, la intemperie posterior a la crisis de 2001. Estos tres tópicos de la literatura argentina son aquí revisitados desde la irreverencia. Un humor feroz y por momentos revulsivo atraviesa los cinco relatos de este libro.
› Por Silvina Friera
El mundo es un tembladeral, un naufragio de ruinas sobre ruinas. Lo insólito, en un futuro cercano, segrega la forma tranquilizadora de lo cotidiano. La maquinaria de la muerte inocula en los adultos dosis de anestesia generalizada. El funesto estribillo del pasado –“por algo será”– se reeditará con las astillas de una frase análoga. Como casi siempre, las responsabilidades se esquivarán. “La culpa fue del tiempo, nosotros conocemos nuestros deberes”, piensa un padre de familia que recoge el cadáver de una mujer en la calle y lo despliega en la alfombra del living de su casa, para dictar una siniestra “clase práctica” a sus hijas. Los chicos y las guerras (Mil Botellas), el primer libro de cuentos de Bruno Petroni, semblantea las herencias, esos fantasmas que se erigen como nubes en el horizonte, con un tono sarcástico. En vez del inventario de reproches o el surfeo por la previsible queja, la narración gana la partida al extremar la carcajada, lo revulsivo y grotesco.
“Un pendejo con poca conciencia política.” La frase cifra las sensaciones del adolescente que fue. Petroni, escritor y docente en literatura nacido en 1984, es sujeto y objeto de su ironía. Repite “pendejo”, como quien da vuelta de una vez y para siempre las páginas del diario de su vida en diciembre de 2001. “Me recuerdo en la calle, viendo todo con mucho asombro y con cierta carcajada. Lo que estaba pasando no era en serio, me parecía parte de un juego –cuenta a Página/12–. Me encanta la risa que propone la revista Barcelona; es una carcajada muy lúcida, un humor muy crítico. El poder de la risa es que te pone incómodo y te lleva a preguntarte de qué te estás riendo. Y ahí se genera pensamiento.” Los cuentos de Los chicos y las guerras son artefactos pulidos en el arte de aguijonear. Una introducción, a modo de prólogo, presagia el efecto que desencadenarán los relatos: “Se dice que Brenda Spencer, a los catorce años, le pidió a su padre una bicicleta para Navidad. Se sabe que su padre, para esa Navidad, le regaló un rifle. Cuando Brenda mató a los chicos de la escuela de enfrente de su casa tenía 17 años. Las guerras habían terminado y estaba aburrida”.
Un joven fue feliz hasta el día en que se declaró el alerta nuclear en Japón. La felicidad se pierde como se pierden cien pesos –dirá–, con la inminencia del apocalipsis gatillando el desencanto. Otro joven, en medio de una orgía sexual promovida por el Estado, es carne de cañón de una fantasía “fronteriza” con una empleada doméstica insaciable. La violencia es hija del tedio. Ahí están los parientes porteños de Brenda Spencer, en los últimos dos relatos encadenados, jóvenes que cuerpean al tiempo tomando alcohol y fumando, mientras la abuela de uno de ellos balbucea las migajas de una memoria averiada. De esa atmósfera sórdida y arrebatada, emergen dos tajos que atraviesan la historia familiar de generación en generación: un padre desaparecido en Malvinas, una madre muerta. “Hay en mis cuentos ciertas cosas muy deformadas de lo autobiográfico –plantea Petroni–. Quizá encuentro lo personal más en ‘Japón’, que es el último que escribí. En los otros cuentos estaba sumamente enamorado del artificio y de un procedimiento bien extraño y más alejado de lo cotidiano. La idea era incorporar lo biográfico, pero de un modo deformado, con mucha conciencia de no intentar caer en el diario íntimo que lo pueda entender solamente yo”.
La escritora y crítica literaria Elsa Drucaroff subraya que la escritura de Los chicos y las guerras “crea mundos delirantes aunque coherentes, tramas extrañas pero horrorosamente verosímiles”. Y agrega que las risotadas literarias de Petroni reflejan “una juventud angustiada por la intemperie, que aprendió que el mundo legado de los padres es un rifle hirviente, una granada a punto de explotar”. El escritor dice que ahora la perspectiva del país ha cambiado. “Antes sentía que lo que sucedía me era ajeno, que si me moría mañana todo seguiría igual, que no tenía mucho que hacer por acá. Mis personajes viven en esa baba que quedó del menemismo, pasan el tiempo de maneras insólitas, se divierten con la violencia. Ni siquiera creo que sean personajes cargados de maldad; están, como pueden”.
–El problema es, como dice uno de los jóvenes, que en un momento se toman el juego demasiado en serio.
–Sí. Lo tremendo es tomarse la cosa en serio. En el cuento “Los chicos y las guerras”, el personaje se da cuenta de que están jugando con la abuela y ahí se arruina todo. Un juego se sostiene en la creencia a ciegas de que es un juego y hay que ganarlo. Ese juego para pasar el tiempo, que les da sentido a esas vidas, se quiebra cuando se lo toman en serio.
No hay posibilidad de arroparse en la inocencia. El escritor se encoge de hombros y en el cuenco exacto de su mano condensa la hipótesis de uno de sus cuentos. “Qué pasaría si se lleva el juego de la libertad sexual al extremo y se promueve lo que siempre ha estado vedado: la fiesta sexual. ¿Estamos preparados para cortar con los tabúes sexuales? Da un poco de miedo al principio, pero sirve para detenerse y pensar”, advierte. La Guerra de Malvinas, los desaparecidos, la intemperie posterior a la crisis de 2001... tres tristes tópicos de la literatura argentina, revisitados desde la irreverencia de Petroni. “Indudablemente estos temas repercuten en el presente; la cuestión es de qué manera se puede captar algo que tenga validez para hacer una crítica. Creo que sólo es posible desde la carcajada feroz. Siempre me hago una pregunta: por qué ir hacia Malvinas si yo nací después, si no tengo un ex combatiente cercano muerto. La única respuesta provisoria es que hay algo ahí que quedó flotando y que genera que un montón de escritores vuelvan hacia Malvinas”.
Petroni celebra el clima de “libertad irresponsable” de su primera experiencia con la ficción. “Tenía ganas de escribir, éste era mi delirio y no tenía ninguna soga que me estuviera tirando del cuello y me dijera: ‘la cosa va por acá’. Eso funcionó: no me importó para quién escribo ni si se publicaría, ni qué pasaría. Esa libertad que me dio el hecho de que nadie estuviera esperando nada de mí también tuvo su contrapartida: el peso de la indiferencia absoluta. Por momentos, reconozco, fue tremendo para la autoestima. ¿Para qué estoy haciendo esto si no va a pasar nada? Un escritor no escribe sólo para que lo lean sus amigos”.
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