Miércoles, 17 de mayo de 2006 | Hoy
LITERATURA › GUILLERMO SACCOMANNO
En El pibe, su último libro, le da forma a una novela en la que retrata familia, sociedad, política e infancia en Mataderos, allá por los años ’50.
Por Angel Berlanga
A Guillermo Saccomanno le gusta decir que siempre se cuenta la misma historia, que el asunto pasa por cómo se la cuenta y que, cada vez más, le preocupa el peso de las palabras, cómo usarlas cuando se bordea lo que llama “límites del realismo”. Con El pibe, una novela compuesta por un puñado de cuentos, o unos relatos potentes y con un toque melancólico que, desplegados, componen una novela, este escritor vuelve a su infancia en Mataderos y en ese territorio entrelaza y retrata familia, miserias, sueños, política, miedos, competencias, sexo, discriminaciones, enseñanzas tontas, lecturas, aberraciones de la Iglesia Católica y varios temas centrales más que conforman un fresco de la clase media-baja porteña en los ’50, con el peronismo y sus opositores impregnando aire y vida. “En la escritura de este libro hay una búsqueda de ascetismo, de ver cómo se puede contar cada vez más con menos”, dice Saccomanno y alude al despojamiento del primer cine de Pasolini y a su poesía como influencias destacadas. En efecto, este escritor consigue en El pibe, quizá, lo más poético de su narrativa.
Familia(s), acerca de. Saccomanno insiste en citar a los familiares del libro, a los padrinos Rodrigo Fresán y Esther Cross, a los tíos Juan Forn, Angela Pradelli, Eduardo Belgrano Rawson, Antonio Dal Masetto, escritores lectores que echaron sus miradas sobre El pibe y se pronunciaron antes de la publicación. La novela impresiona como autobiográfica, pero Saccomanno aclara que no: “Cada vez que aparece algún libro mi vieja se preocupa, ‘qué vas a decir de la familia’; se le genera este fenómeno de lectora Bovary. Es ficción, como lo es también el testimonio: es lo que uno quiere contar, como dice al final el protagonista. Está el intento de una novela familiar, pero lo referencial va por otro lado. Es una de las trampas del realismo: esta no es mi familia. De todos modos, me llama la atención la preocupación que algunos lectores pueden tener al pensar que estoy hablando de ellos”.
–¿Su madre lee sus libros?
–Sí, aunque a veces dice que no. Su reacción es misteriosa. Una vez me dijo: “¿Para qué voy a leerlo si yo ya lo viví, si ya sé qué es?”.
–¿Y cuando leyó el primero?
–“¡¿Nene, ¿cómo escribís esas cosas?!” Lo interesante es que las historias no fueron tal cual las cuento. Me divierte, a veces, chicanearla y decirle: “¿Sabés que voy a contar tal cosa?”. “Pero no, nene, si nos seguimos viendo con esos parientes...”
Varios parientes de El pibe (no confundir, entonces, con el “Nene”, que tiene 58 años) son acomodaticios, pretenciosos, despreciativos, y estas cualidades golpean casi siempre sobre su padre, aferrado a costumbres presentadas como no tan “exitosas” para aquella época: es socialista, le suele escasear el dinero, tiene una biblioteca y, además, fantasea y amenaza con escribir una novela en la que los parientes quedarían escrachados. “Creo que la familia es una institución por momentos siniestra –sigue Saccomanno–. Digo esto aunque soy abuelo de dos nietas y a veces me pregunto cómo se lee esto en familia. Pero es una lectura que ya no me preocupa; yo quiero contar una historia que, siendo personal, sea la de todos. La literatura tiene el gran beneficio de poder contar la propia versión, aunque no creo que se trate de un ajuste de cuentas. El italiano Ferdinando Camon decía que escribía por venganza; cierta vez, hablando con Dal Masetto, me dijo: ‘No, uno escribe por amor’. Yo sé que puede sonar grasa, cursi, pero uno escribe porque quiere un mundo más justo. La literatura tiene que servir para algo, si no estamos fritos.”
–El dibujo que hace el libro muestra que la rigidez de “cómo deben ser las conductas” en lo referente a familia, política, Iglesia, dinero y sexo termina liquidando, justamente, al amor.
–Es curioso, pero el sistema capitalista, que cifra todo en la familia, su sostén y basamento, es su principal destructor. Engels hace una denuncia formidable de la situación de la clase obrera de Inglaterra en 1860-1870 y muestra cómo el capitalismo británico, el formador de la revolución industrial, no sólo jode a las colonias del imperialismo sino que, además, vulnera hacia adentro la situación de los trabajadores de las minas de carbón: promedio de vida menor a 30 años, chicos de 8 trabajando, mortalidad infantil. El sistema mismo destruye los valores de la familia. En cada una hay verdugos y víctimas, patrones y esclavos. Cuando yo era pibe hubo un fenómeno que atravesó a la sociedad argentina –y la sigue atravesando–, el peronismo; me acuerdo de las divisiones furiosas que se producían en mi familia y en el barrio a partir de eso, si eras contrera o no. La política estaba metida en la familia, una célula básica, chiquita, en la que se pueden leer las contradicciones de toda una sociedad.
–La Iglesia Católica le quemó la cabeza a mucha gente. Y a usted, ¿cómo lo influyeron esas “enseñanzas”, de chico?
–Lo mío fue contradictorio. Del día que tomé la comunión recuerdo por un lado la ceremonia religiosa y por otro a mi padre, que aunque no creía había permitido eso, a la vez hacía chistes verdes sobre los curas. La situación que cuento, la del cura que intenta apañar a los pibes para apartarlos de los abusos del párroco y el sacristán, es cierta. Y ahí está: pasa todos los días. La tensión se daba por el lado de las lecturas, porque mi viejo tenía una gran biblioteca, de ediciones baratas, y así tuve acceso a Victor Hugo y a Balzac, no sólo a Salgari, y había unas obras de Freud según el doctor Gómez Nerea, un divulgador científico de la época, muy facho, que compendiaba de manera muy narrativa, las perversiones estaban contadas como en una novela. Eso, después del catecismo, a uno lo ponía en tensión. Por otro lado, una tía me daba de tomar un vaso de vino con azúcar mientras me leía vidas de santos y cosas por el estilo, historias épicas como la de San Jorge y el dragón, a las que yo no podía diferenciar de otras, como la del Rey Arturo. Recién a los 16, cuando empecé a militar, empecé a tomar conciencia de lo antagónico de estas lecturas.
–¿Por qué le interesó resignificar su historia?
–En términos sartreanos, el dilema no es lo que la historia te hizo, sino lo que vos podés hacer con lo que la historia te hizo. La literatura te da la posibilidad de resignificar a cada instante lo que te pasó, y esto tiene que ver con la identidad, con preguntarte quién sos y si al otro le pasa lo mismo que a vos. Cuando uno tiene una relación muy fuerte con su padre y de golpe lee Los hermanos Karamazov, entiende algo; no te lo explica tal cual, pero hay mucho de parecido. Y eso genera una solidaridad. Hace un rato hablaba de si la literatura era venganza o amor: yo creo que no hay nada más solidario que el libro. Este oficio te lleva a ponerte afuera y a pensar todo el tiempo en el lector: estás contando para otro. Es curioso, mi padre vivió tratando de ser escritor y no lo consiguió, y mi familia temía que contara algo que yo cuento ahora ya no desde mi perspectiva, sino desde la de él.
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