Martes, 17 de julio de 2012 | Hoy
LITERATURA › EL RECUERDO PARA LA ESCRITORA Y EDITORA BEATRIZ FERRO
Por Silvina Friera
Las viejas leyendas –decía una de las más destacadas escritoras de la literatura infantil de nuestro país– son lecciones íntimas de la Antigüedad, “como un espejo de un mundo que se fue, sencillo, cordial y creyente”. Beatriz Ferro logró que muchos lectores fueran como Juan, ese niño que ve en una simple rama una caña de pescar, una lanza para luchar contra los monstruos, un bastón de pastor, una vara de equilibrista, un caballo más rápido que el rayo y algunos “prodigios” más atesorados en Las ganas locas de imaginar, un relato magistral que podría ser el emblema de la vida y la obra de esta grandísima narradora, traductora, editora y directora de notables colecciones –“Cuentos de Polidoro” para el Centro Editor de América Latina (CEAL); las “Historias fantásticas de América y el mundo” y “¡Arriba el telón!”, para Página/12–, que murió el jueves pasado. Todos sus libros condensan el imperativo categórico de su paraíso creativo: la unión de la palabra con la imagen, un “matrimonio” que para ella, además de indeleble, era imposible de eludir. El ilustrador, antes un convidado de piedra, con Ferro editora y autora, adquiere el status de coautor. En el círculo de grandes nombres que trabajaron a su lado están Oski, Ayax Barnes, Carlos Nine, Elena Torres –quizá su mejor cómplice–, Hermenegildo Sábat, Enrique Breccia y O’Kif, entre otros.
“Soy hija de una mujer que tomaba té y decía que estaba tomando nubes, porque éstas se reflejaban en el fondo de la taza, y nieta de una abuela irlandesa que me contaba historias de duendes”, recordaba Ferro, ganadora del premio Pregonero de Honor en 2001, otorgado por la Fundación El Libro, y candidata al Premio Hans Christian Andersen 2008, el Nobel de la Literatura Infantil. A los 8 años hizo su primer aporte a la actividad editorial con Golondrina, una revistita casera que ella misma escribía, dibujaba, cosía y vendía entre parientes y amigos. “En los primeros tiempos –repasaba la escritora en una entrevista con la revista Imaginaria–, urdir historias era un poco más que un pasatiempo que alimentaba mis flacos bolsillos con lo necesario para surtirme de óleos, témperas, blocks de dibujo, libros de arte y de los otros, y de todo lo relacionado con mis reales intereses: las artes plásticas, las artesanías, el diseño y la arquitectura, con la que tuve un roce fugaz. También para gozar de un precioso tiempo libre en el que cumplíamos con la obligación de reformular el Universo a partir de su recorte enmarcado por la ventana de un café.” Ferro confesaba que picoteaba “de aquí y de allá” para llevar agua a su propio molino. Ese picoteo se nutrió de El Quijote, Chejov, Baudelaire, Carson McCullers, Patoruzito, Bhagavad Gita y Las mil y una noches, “el primer libro que debo haber manoteado, como lo atestiguan mis garabatos infantiles que profanaron la bella edición”.
Hacia mediados de la década del ’60, Ferro frecuentaba el taller de Agnes Lamm, una gran dibujante europea que la recomendó a la editorial Abril, donde conoció a Boris Spivacow. En 1967 empezó a dirigir la colección para chicos “Cuentos de Polidoro” de CEAL. El primer título fue Pulgarcita, de Andersen, traducido por la propia Ferro e ilustrado por Ayax Barnes. Una de sus invenciones más memorables fue El Quillet de los Niños, “enciclopedia autodidacta para niños” en seis tomos. Quedará en la memoria de muchos su quehacer inclaudicable como directora de colecciones en “Los Cazacosas”, “Veo y leo” y “Pequeña agenda”. Y deja un puñado de títulos inolvidables: El secreto del Zorro, Aquesí y Aquenó, Zapatos caminadores, Historias extra vagantes, Los dioses campeones y Radiografía de una bruja, entre los cientos de cuentos, piezas teatrales y poemas que escribió, traducidos y publicados en Londres, Milán, Amsterdam y Nueva York. Cada página de Ferro será como treparse al tren en una estación llamada “la ganas locas de imaginar”.
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