Mar 25.09.2012
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LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR Y CINEASTA EDGARDO COZARINSKY

“Todos necesitamos cambiar de vida, reinventarnos”

El autor señala que en el centro de su última novela, Dinero para fantasmas, “hay una pareja marginal que vive una historia de amor muy fuerte”. Uno de los personajes es un cineasta raro, que se borra del mundo. “Sería como mi lado negativo”, sonríe Cozarinsky.

› Por Silvina Friera

Una invocación exorciza una amenaza en cierne: “el pasado no puede alcanzarnos”. Eso dice y cree la joven Elisa, estudiante de cine, con el optimismo flameando por sus pensamientos. Martín se despereza y sonríe al verla a su lado. Tienen todo el tiempo por delante. No hay prisa ni urgencias. Edgardo Cozarinsky lanza una botella al mar con Dinero para fantasmas (Tusquets), su última novela. Los jóvenes debutantes –tanto en lo sentimental como en la experimentación de su primer cortometraje– devienen herederos de seis cuadernos marca Exito del escurridizo Andrés Oribe, un cineasta raro, de carrera zigzagueante entre Argentina y Europa, que cuenta con un puñado de películas de culto inhallables. Y que cumple la fantasía de unos cuantos: perderse, borrarse, romper con la continuación previsible de una existencia que lo tiene hastiado –los años le han inoculado una dosis apreciable de escepticismo–, cambiar de barrio, escapar de los lugares de moda para no cruzarse con nadie que pueda reconocerlo. ¿Qué implica heredar unos cuadernos con una historia de amor novelesca entre Ignacio y Celeste, una muchacha humilde –“una negrita del interior, una cabecita negra”, como ella misma se define–, que por su participación en una película comienza el itinerario que la lleva de la villa en la que vivía a Berlín, donde se convertirá en “belleza exótica”, objeto de lujo y exhibicionismo de un mafioso ruso?

La mirada del escritor es como un remolino iridiscente. La trama amorosa de la novela lo emociona. Balbucea esa emoción con cierta prevención. Tal vez sea el pudor ante las consecuencias imaginadas, como si pretendiera mantener a raya la confesión sentimental del creador que a los 73 años se resiste a sucumbir al encanto de un puñado de criaturas que inventó. “En el centro hay una pareja muy marginal que vive una historia de amor muy fuerte. La pasión de Ignacio por Celeste es muy intensa; ella en un momento dice que Ignacio la quería pero la asfixiaba. Esto es algo que uno puede haber vivido: entrometerse en la vida de otra persona de tal manera que no le deja su ámbito de libertad. El amor puede ser una cosa negativa para la otra persona”, plantea Cozarinsky en la entrevista con Página/12. “Al mismo tiempo está Oribe, un cineasta harto de la vida, que no tiene una pasión como la que tengo yo por escribir, hacer cine y conocer a gente joven. Oribe siente que toda su vida le pesa en los hombros. Y por eso quiere reinventarse, cambiar de domicilio, no ver a la gente que frecuentaba antes para ver si algo le pasa. Oribe es como el peligro que podría acecharme.”

–¿Alguna vez fantaseó con el hecho de irse de algún lugar por un tiempo, para que no lo puedan encontrar?

–En Europa, cuando estaba en Berlín, en la época del muro. A veces iba al teatro y había que volver a Berlín Oeste antes de medianoche. Como el teatro terminaba diez y media había tiempo suficiente de volver; por la Friedrichstraße podía pasar. El Checkpoint Charlie estaba a unas diez cuadras del teatro de Brecht. Yo me decía: si me demoro y me quedo en el Este, ¿qué pasa? ¿me llevan preso? ¿tengo que aducir un accidente, que me golpeé una pierna? Fantaseaba mucho con esto. Ahora que me lo preguntás, me hacés surgir un recuerdo que estaba muy lejos. De chico iba a Mendoza a pasar las vacaciones de invierno. Era la gran aventura para mí, a los nueve o diez años. Mis padres me ponían en el tren en Retiro y mis tíos me esperaban en Mendoza a las ocho de la noche. Viajaba solo; el tren se paraba media hora, cuarenta minutos, en San Luis. Yo miraba por la ventana y pensaba: si me bajo acá, ¿qué pasa? ¿no me encuentran más? Entonces estaba chocho con la idea de que iban a llamar de Mendoza a Buenos Aires preguntando dónde estaba. Después aparecía el sentido común: ¿qué voy a hacer en San Luis? (risas) Pero la fantasía literaria de escaparme, de desaparecer, estaba. Aunque es menos romántico desaparecer en San Luis que en Berlín Este (risas).

–¿Cómo explica ese mecanismo de querer cortar con los lazos cotidianos?

–Supongo que todos necesitamos reinventarnos, cambiar de vida. Nadie, por mejor que esté en este mundo, está completamente realizado. En cualquier momento puede pensar que sería interesante probar qué pasaría si se va de los lugares que frecuenta. Es la historia de “El jardín de los senderos que se bifurcan”. Cuando uno es joven, tiene todo abierto. Después, a medida que uno avanza, toma un camino y se le van cerrando otros. Entonces quedan dos, después uno. Y yo creo que debe haber un momento en que viene la nostalgia del camino no tomado, que por ahí es el de otro trabajo, otro país, otra existencia, otra relación amorosa. El camino no tomado me parece que es un lindo título para una novela, ¿no?

–El título de Dinero para fantasmas se lo da la inserción de esa historia china que aparece en la novela. ¿Qué peso tiene el énfasis puesto en los fantasmas?

–Aunque sea simbólico, la idea de quemar dinero es muy fuerte. Además, hay algo de fantasmas en Celeste e Ignacio para los chicos jóvenes, porque aparecen a través de los cuadernos de Oribe. Ignacio y Celeste son personas que Oribe conoció casualmente y en cuyas vidas no juega ningún papel. Pero Ignacio piensa que Oribe es culpable de que Celeste se haya ido a Berlín porque la metió en el mundo del cine. Como Oribe no tiene más ideas en la vida, los ha hecho personajes. Me gusta el título, Dinero para fantasmas, porque es como un exorcismo de la herencia. En la novela, Martín y Elisa son los herederos de los cuadernos de Oribe, de la historia de Celeste e Ignacio y de la idea China de quemar dinero que les permite hacer su cortometraje. Elisa siente al final que tienen que liberarse de esas presencias que les han invadido un poco la vida. Me gusta cuando Elisa quema ese billetito de dos pesos en el baño para ver si se alejan los fantasmas.

–¿Por qué el interés por el tema de la herencia?

–Yo he recibido libros en herencia de un amigo que murió y me dejó su biblioteca. He recibido lo que voy a buscar ahora en un viaje a Entre Ríos. Mi familia no era religiosa, no era tradicionalista. El judaísmo no importaba en casa. Era algo que se sabía, pero no se negaba porque hubiera sido de “mal gusto”, expresión que usaba mi padre. Nadie tomaba muy en serio el judaísmo. Y de pronto me empezó a interesar, no hace mucho, ver cómo había sido la infancia de la generación de mi padre, hijo de inmigrantes. Mi padre murió cuando yo tenía veinte años. Todavía estaba en medio de una adolescencia demorada y no le presté mucha atención; es una deuda pendiente que me quedó. Mi madre murió a los 98 años, así que fue duro para mí. Cuando se vació el departamento de mi madre, encontré una caja con cartas que eran de mis abuelos –los padres de mi padre– a mi padre. Estaban en español y eso es lo que me llamó la atención. Mi abuelo, llegado a la Argentina más o menos en 1886 desde Kiev, con la colonización judía del Barón Hirsch, habrá estudiado castellano con una maestra rural del pueblo más cercano. Mi abuelo le escribió a mi padre una carta de dos páginas con una letra muy dibujada. En esas dos páginas hay un solo error de ortografía. Pensá en esa gente, en medio del campo en Entre Ríos, en Villaguay, escribiéndole a mi padre en el año ’20 con un solo error de ortografía, cuando hoy te encontrás artículos en varios diarios con errores de ortografía o problemas de sintaxis.

–¿Qué va a buscar en ese viaje a Entre Ríos?

–Quiero ver el paisaje. En la estación de tren de Villa Clara han guardado enseres domésticos de las casas, de las familias que vivieron allí: ollas, braseros, libros de plegarias. La parte religiosa no me gusta porque la siento muy autoritaria. No soy religioso, pero si tuviera que elegir una religión creo que elegiría el catolicismo porque es la que más dialoga con el pecador. La parte tan autoritaria de la religión judía, que Dios le pide a Abraham que sacrifique al hijo, no me gusta. Además, tampoco me gusta hoy en día cómo se ha mezclado eso con la cuestión del Estado de Israel, que es una cosa que quiero tener muy lejos. Soy argentino y de acá no me mueven.

–En sus novelas se puede rastrear algún tipo de excentricidad o de personajes un tanto excéntricos. Oribe, sin ir más lejos, podría ser un ejemplo. ¿Cómo definiría la excentricidad? ¿Qué es para usted?

–Sí, es cierto, pero es un tema que nunca me lo planteé y no sé qué contestar... En el caso de Dinero para fantasmas, hay un chico de provincia que viene a la ciudad a estudiar cine y le encargan un primer cortometraje. Como todo chico que se quiere distinguir, trata de no hacer lo que hacen los demás. No quiere filmar un testimonio social ni la historieta sentimental; entonces busca algo raro, excéntrico, algo que no sea el camino central. Busca eso que yo llamo “leyendas negras de la ciudad”. Yo no me considero un excéntrico. Si a la palabra excentricidad se le quita lo que tiene de pintoresco –de vestirse raro, de actuar de manera rara–, el hecho de que me gustan cosas contradictorias, que haya vivido entre dos países, entre dos continentes, que haga cine y que escriba, tal vez pueda parecer excéntrico... en el sentido de no conforme a una regularidad. Pero no me veo pintoresco, para nada. Hay gente que dice que a veces tengo ataques de malhumor o que con los años cada vez aguanto menos las reuniones y después de mirar un rato me escabullo sin que se note. La palabra excéntrico me queda grande, no te quiero arruinar la observación (risas). Sobre todo para una novela como Dinero para fantasmas, que está tan centrada sobre pasiones, tal como la veo yo. Pero los libros pertenecen al lector y cada lector los lee y encuentra otras cosas.

–Oribe en un momento se pregunta si no está buscando refugio en historias ajenas por la ausencia de historias propias. ¿Le pasó algo parecido?

–Sí, tiene algo mío. Desde que empecé a vivir casi todo el tiempo en Argentina, a fines de 2000, como me aburría de la gente de mi edad –amigos de juventud que quiero pero que estaban tan instalados en la vida que ya no tenían sorpresa–, me vinculé con jóvenes escritores y cineastas. Y encontré miradas más frescas. Como soy muy abierto, establecí con algunos una relación muy franca. Esa gente me dio mucho. El contacto con los jóvenes me liberó del lastre de la gente de mi edad. Empecé a interesarme en muchas otras cosas que antes no me interesaban, y sobre todo a poner en cuestión opiniones y prejuicios. En el caso de Oribe, lo que pasa es que busca y no encuentra. No establece relaciones; está como un voyeur mirando a ver de dónde saca algo. Sería como mi lado negativo (risas).

–¿“El pasado no puede alcanzarnos”, como dice Elisa en la novela?

–Es el deseo, pero el pasado siempre te alcanza. Hay un momento en la juventud en que uno cree que el pasado no te alcanza. Otros personajes que he inventado me gustan, incluso les tengo simpatía, pero no los he querido como quiero a Elisa y a Martín. Serían como lo que yo hubiera querido ser: hubiese querido tener una frescura en la mirada, estar escogiendo experiencias de otra época.

–¿No cree que fue un joven fresco, abierto a las experiencias?

–A lo mejor, no sé... era otra época de la Argentina, donde todo estaba muy compartimentado. Cuando era joven, no se me hubiera ocurrido ir a una milonga. Primero porque el tango no me interesaba, me parecía música de viejos y una cosa pesimista, negativa. Como me dijo Horacio Salas: “El tango te espera”. A cierta edad, me empezó a interesar. Cuando voy a las milongas y veo a gente muy grande bailar con elegancia –no como los jóvenes que hacen mucho ornamento–, me quedo muy impresionado. Ojalá hubiera podido sentirlo y apreciarlo cuando tenía veinticinco años. Pero por otro lado me digo: ¿de qué me hubiera servido a los veinticinco años, cuando estaba en otra cosa? Es ahora, a esta edad, que la milonga me alimenta.

Textual

Los cuadernos manuscritos quedaron sobre la mesa, al lado de la Mac, de varios DVDs, de un teléfono celular.

Cuadernos manuscritos: incongruentes visitantes de otra época, de otra vida, aterrizados entre instrumentos cotidianos de un mundo nuevo, ajeno.

Al despertar, Martín y Elisa no pensaron en la lectura que pocas horas antes los había ocupado. Durante el sueño habían cambiado varias veces de posición sin que los cuerpos perdieran contacto; ahora, en la luz tibia de la mañana de abril, reiniciaron las caricias y murmullos que prepararon a Martín para penetrarla, a Elisa para recibirlo. En ningún momento se les ocurrió que un desconocido llamado Andrés Oribe, de quien aquellos cuadernos les habían permitido asomarse a un retazo de experiencia, de sentimientos, había propiciado involuntariamente esa unión deseada por Martín durante semanas sin saber muy bien cómo llegar a ella, una unión que Elisa, menos inexperta, había esperado sin impaciencia ni demasiada curiosidad.

* Fragmento de Dinero para fantasmas (Tusquets).

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