LITERATURA › LUIS OTHONIEL ROSA Y LO QUE SE ABRE A PARTIR DE OTRA VEZ ME ALEJO
Influido por Borges, Macedonio Fernández y Ricardo Piglia, el escritor sorprende con la intensidad de su primera novela, editada de modo independiente. “Desde los ’90, las editoriales multinacionales se han convertido en un fracaso”, plantea.
› Por Silvina Friera
El niño puertorriqueño se desayuna con una traición imperdonable. El padre –novelista y docente– brilla por su ausencia de la casa adonde se han mudado recientemente, en Estados Unidos. Quizá sea el indicio de que algo anda mal. Su mente se infla de conjeturas y de preguntas. La madre intenta despejar las dudas y abona un destino. “Tu padre está con Borges”, le dice con un tono levemente compasivo, como quien anhela mitigar una incertidumbre inadmisible, pero sin atisbar el riesgo del malentendido enquistado en la respuesta. Allí donde hay un narrador puertorriqueño –llamado Angel Luis– que escribe una tesis sobre Borges y Cortázar, se erige una comunidad de sentidos en lucha. “En mi imaginario, Borges era un amigo de mi papá”, cuenta con sonrisa indulgente Luis Othoniel Rosa, también escritor como su padre, autor de Otra vez me alejo (Entropía), su primera novela, proyecto anunciado en 2001, “siendo un pibe, como dicen ustedes”, por un adolescente que entonces tenía 16 años. La escuela lo había deprimido tanto que adelantó exámenes y entró prematuramente al “paraíso” de la universidad pública de Puerto Rico, donde en tres años obtuvo la licenciatura en Letras, y luego una beca que allanaría el camino hacia Princeton y el doctorado en literatura. La temprana curiosidad del niño por conocer a ese “amigo” paterno dilata la euforia primigenia de zambullirse en las páginas borgeanas.
Inhalar a Borges hasta plagiarlo al pie de la letra fue la primera certeza del joven Othoniel Rosa, nacido en Bayamón (Puerto Rico), en 1985. Otra vez me alejo –nueve capítulos, cada uno un alejamiento, en 85 páginas– se recorta sobre un pueblito universitario de Nueva Jersey que el memorable Alfred Dust –el escritor que no escribe, “un excéntrico que explotaba más que nadie la fachada de genialidad”– insiste en llamar “Pueblo de la Princesa”, un “gran estado de excepción en donde se reunían estudiantes doctorales de todo el mundo”. Dust y el narrador, amigos y compañeros de cuarto, están asistiendo al epílogo de sus experiencias académicas entre enredos de marihuana, alcohol, fiestas, confesiones y resentimientos infames, altercados de gringos con latinos, entre otras escaramuzas y cortinas de humo. “La búsqueda de conocimiento era sólo una honrosa mascarada, una movida retórica para producir prestigio, un gancho mediático para rentabilizarse”, confiesa el narrador en el “segundo alejamiento”. “Los estudiantes doctorales del Pueblo de la Princesa, y me incluyo, éramos la reencarnación vengativa de los sofistas griegos. Detrás de la pantalla de sabiduría, éramos todo humo.” Gran narrador de historias que no escribe, Dust empieza contando lo que sucedió cuando les explicaba a los estudiantes “La muerte y la brújula” de Borges. Un pedo, “la reacción visceral” de una chica peruana, interrumpe las disquisiciones sobre el carácter ficcional de este famoso cuento.
Othoniel Rosa entorna los ojos como si enfocara un punto para tomar impulso. “Lo que más me interesa de Borges es la idea de que todo es plagio, de que hay cuatro ideas y todas están en la Ilíada. Mi novela trabaja a partir de esta cuestión: todas las historias pueden hacerse una sola historia –subraya el escritor en la entrevista con Página/12–. El argumento antiborgeano sería que si lo podemos condensar todo en una misma historia perdemos la singularidad. Yo le pido al lector que, por un lado, conecte las historias, que se dé cuenta de que son la misma historia que se repite. Pero por otro lado, también le pido que busque la singularidad de cada una. Como Borges era un abogado del plagio y mi tesis es una lectura anarquista de Borges, me dije: ¿por qué no plagiarlo?.”
–¿Por qué una lectura anarquista?
–Si pensamos que una de las premisas fundamentales del anarquismo es que la propiedad privada es robo, la propiedad intelectual es plagio. En el lenguaje todo es de todos. Yo leo a Borges así, conectado a Macedonio Fernández, que era un anarquista de verdad. Yo pretendía hacer una lectura más de izquierda de Borges, pero es imposible porque está en contra de la representación. Y para el socialismo es necesaria la representación. El anarquismo está en contra de la representación, no cree en la democracia representativa, no cree en el Estado de representación y tampoco en el realismo. Cuando empecé a buscar una poética de vanguardia anarquista –Oscar Wilde, los surrealistas, Macedonio Fernández–, me encontré con una literatura que no quiere la representación, sino la participación. Una literatura que participa de la realidad. Entonces Borges es el libro que lees y de momento el libro se vuelve metaliterario. Y tú estás ahí.
–En la novela se menciona a un escritor ítalo-argentino con “sus ficciones paranoicas”. Imposible no pensar inmediatamente en Ricardo Piglia, ¿no?
–Piglia es mi maestro y esta novela me parece que le plagia muchas ideas formales de La ciudad ausente, esa novela donde la ciudad de Buenos Aires está construida de relatos. Yo tomé cuatro cursos con Piglia, llegué a Macedonio a través de él y fue uno de mis directores de tesis. Lo que quería mostrar en la novela es que cuando llegué a Princeton quería impresionarlo a Piglia. Pero también necesitaba ser crítico, no sólo un groupie. Y cada vez que hablaba terminaba metiendo la pata mal. Era terrible. Alfred Dust es una suerte de mi yo ideal con seguridad, que no es torpe, que tiene gracia. Woody Allen siempre se visualiza como el torpe, aunque él quisiera ser Javier Bardem (risas).
–Se podría pensar en el efecto marihuana de Otra vez me alejo. ¿La condición de la escritura es el alejamiento?
–Sí. Yo escribo fumando marihuana, inclusive mi tesis, no sólo la novela. La marihuana te distrae del objetivo y te da más libertad. Te quita el censor que te dice: “vuelve al punto”, “vuelve al punto”. (risas).
–Aunque hay más literatura sobre el alcohol y otras drogas, no abundan tantos ejemplos con la marihuana, ¿no?
–Es cierto, no hay tantas escrituras de la marihuana como hay del alcohol –Bukowski–, o Thomas de Quincey con el opio, que es perfecto porque te relaja y te concentra. Y Baudelaire con Los paraísos artificiales, donde narra sus experiencias con el opio y el hachís. Y está también el libro de Benjamin sobre el hachís, que para mí fue fundamental. Benjamin, fumador por primera vez, empieza a escribir mientras está fumando en Marsella. Ese libro fue crucial para pensar una poética. Vengo de un país donde se fuma mucho; en mi familia se fuma y mis amigos también.
–En la novela, desde una zona periférica dentro del “imperio académico”, se articula una mirada muy crítica sobre el funcionamiento de la Academia americana, como si estuviera en una especie de “callejón sin salida”...
–Sí, es cierto. El núcleo de la novela es la Academia americana y esa clase media internacional que lleva una vida que es un constante alejarse del territorio. Nos hemos convertido en una especie de mercaderes de la cultura, un poquito mercenarios más que mercaderes; estamos en pueblitos pequeños de Estados Unidos, en medio de la nada, y nos alejamos de nuestras amistades. Y se crea un falso cosmopolitismo. Esa es la parte crítica del lío en que estoy metido allá. La crisis de 2008 en Estados Unidos detuvo los puestos de permanencia y de momento no hay trabajo. Tengo un montón de amigos con libros publicados que están trabajando de jardineros, que están por todas partes del mundo como en Nueva Delhi, enseñando cursos de español. O entraron de una manera marginal a la academia y están en un pueblito chiquito de Arkansas dando clases de español para sobrevivir. Aunque pronto se irán a otro sitio. Yo soy uno de ellos también. Ahora estoy en Duke pero no tengo posibilidad de permanencia, y sé que me voy a mover a otro sitio. Ahí empecé a ver el desastre que es la universidad privada, donde se prima el falso prestigio y el dinero. ¿Quiénes son los que están pagando ahí? Los niños conservadores y ricos. Se acabó la universidad pública en Estados Unidos. Aun la que queda es extremadamente costosa y para gente privilegiada.
Durante el “sexto alejamiento”, el narrador tiene en sus manos el “libro” de Alfred Dust, Tortugas, rejunte de distintos documentos, “un ejercicio narcisista de pura arbitrariedad”. El mito de Acteón es lo que parece dominar la estructura temática. “La historia de Acteón es un mito muchísimo más viejo que tiene antecedentes escritos antes que Ovidio. Cuando la cuenta Ovidio, se está contando a sí mismo; entonces la subjetividad misma –el yo autor– cambia y es conformado por la historia que lo precede”, explica Othoniel Rosa. “El arte dionisíaco es el arte en el que el artista se convierte en la obra de arte, se hace parte de su obra. Esto que puede sonar bastante narcisista me parece que no lo es porque la literatura se vuelve un modo de ética. Roberto Bolaño hizo eso perfectamente: ‘no estoy contando mi vida, no es que mi literatura nace de mí, sino que yo nazco de mi literatura’. Esa es la política de la metaliteratura porque tú vives bajo un código que no es el código del capitalismo. Escribir, para mí, es un yo planeando su modo vivir. Y es lindo pensar que mi modo de vivir ya está prefigurado desde los clásicos, desde hace dos mil años.”
–Cuando al final de la novela el narrador dice que Alfred Dust se esfumó, que escuchó que se había ido al Perú, que aprendía rumano en Moldavia, que estaba internado en un hospital psiquiátrico o plantando marihuana en California, al lector le cae la ficha, definitivamente, del insoportable encanto que ejerce ese personaje. Pero queda la sensación de más...
–Otra vez me alejo es la primera novela de una trilogía. En la segunda parte voy a trabajar qué pasa con el traicionado, con Alfred Dust. Una de las desastrosas tragedias de la vida –esa frase que se repite mucho no es mía, es de Virginia Woolf– es que nuestros amigos no terminan sus historias. Alfred es el escritor que no escribe; en la literatura latinoamericana hay muchísimos escritores que no escribieron o que publicaron pocos libros, como Macedonio o Mario Santiago. O el Bolaño poeta; su obra está por ahí, dispersa, flotando, medio mala, la verdad. Bolaño dice: no voy a contar lo que escribieron los poetas, voy a contar sus vidas. Sus vidas en sí son una obra de arte. Como Alfred Dust.
–A propósito de Bolaño, ¿cómo explicar el fenómeno que se ha generado con sus libros en Estados Unidos?
–Han convertido a Bolaño en una especie de escritor beat, un Kerouac. En las fotos que salen en las solapas –que no son las que se usan en las ediciones españolas– aparece con el pelo largo, como un hippie total, fumando un cigarrillo. Lo han comercializado y banalizado.
–Pero Bolaño no deja de ser un autor complejo, no es de fácil acceso, más allá de que se intente convertirlo en una suerte de Kerouac latino.
–Eso es verdad: Bolaño tiene un nivel de complejidad exquisito y fantástico. Pero por otro lado es un narrador puro, sabe narrar como los mejores narradores comerciales, como Stephen King. El poder narrativo de Bolaño hace que sea fácil banalizar su complejidad. El mercado puede banalizar cualquier cosa; al capitalismo no le importa el objeto, ¿no? Es más difícil banalizar a Juan José Saer. No digo que no sea un gran narrador, pero su experimentación con la narración hace que no sea un narrador puro. Saer es más un poeta que escribe narrativa. Bolaño es tan intelectual como Piglia, pero esconde y mitifica mejor. El contrario es Mario Bellatin, que es narración pura. Pero hay que asumir el héroe y el idiota en uno. Esta es una frase de Nietzsche. Ese héroe también es un idiota y hay que reírse de él.
–¿Qué pasa, entonces, con Bellatin?
–Bellatin es un héroe, pero es incapaz de reírse de sí mismo. El es un tipo muy gracioso, ¿pero te has reído cuando lo lees? Es difícil reírse de Bellatin cuando lo lees. Tiene ese estilo anestésico que hace que termine siendo el héroe de su ficción. Y eso no me gusta. Diría que Bellatin es un narcisista abiertamente. Yo prefiero al perdedor, pero no el sentido trágico sino en el cómico. Bolaño es muy bueno cuando se ríe de sí mismo.
–En los epígrafes de Otra vez me alejo aparecen versos de Alejandra Pizarnik y de César Vallejo. ¿Qué rol cumple la poesía en un narrador y lector?
–Cuando estoy leyendo un poemario, como no hay un hilo narrativo explícito, tengo que construir lo que yo llamo “matrices metafóricas”. Yo no me considero un buen narrador, soy más fragmentario. Me gustaría concebir mi primera novela como un poemario que no pudo hacerse poema. La poesía me hace un lector paranoico.
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