LITERATURA › SANTIAGO GAMBOA Y PLEGARIAS NOCTURNAS, SU úLTIMA NOVELA
El escritor colombiano propone un viaje trágico por la experiencia humana a través del paso del tiempo. “No hay frivolidad más evidente que la gente que no ha sufrido nunca o que lo ha tenido todo”, sostiene el autor actualmente radicado en Roma.
› Por Silvina Friera
Las palabras llegan amplificadas por un reproche que se grita con la insospechable intensidad de un dolor en carne viva. “¡Papá!, ¡eres un fascista y un paraco!, gritaba Juana, como la mayoría en este puto país.” Su hermano Manuel, un estudiante de filosofía colombiano en tiempos de Alvaro Uribe, acusado de tráfico de drogas y detenido en una cárcel en Bangkok –donde no hay embajada–, le cuenta al cónsul colombiano en Nueva Delhi, el escritor Santiago Gamboa, el infierno en que ha vivido desde la infancia. “Nos iremos sin dejar huella que les permita seguirnos”, le prometió Juana, estudiante de sociología, tiempo antes de desaparecer en noviembre de 2008. Manuel no dejará de buscarla, aunque al principio piensa que la mataron y que estará en “alguna de las fosas comunes de este país fecundo en cementerios”. La tragedia a veces escamotea sus cartas marcadas. Juana vive. No es una desaparecida política. En su plan de fuga de un hogar opresivo y con la violencia escupiendo sus balas en el aire, rumbeó hacia Tokio para trabajar como prostituta y juntar el dinero necesario para escapar definitivamente junto a su hermano. El cónsul lucha con denuedo para reconstruir esta historia y contarla. No es una oreja inmune al drama que escucha ni está vacunado contra el espanto. Más allá de los oficios diplomáticos, pronto su misión consistirá en reunir a esos dos hermanos que se aman con una pasión fraternal singular. Plegarias nocturnas (Mondadori), la última novela de Gamboa, propone un viaje trágico por la experiencia humana a través del paso del tiempo.
Hace veintisiete años que no vive en Colombia. Tiene 46 años y aclara que lleva más años “afuera que adentro”. Hay fechas que no se olvidan. El escritor colombiano repite como un mantra el día y el año en que dejó Bogotá: 18 de septiembre de 1985. “Fue un momento muy deseado y esperado. Tenía 19 años, una timidez terrible y todos los complejos posibles”, dice Gamboa a Página/12 con un tono apenas audible, acaso la última señal de la timidez de antaño. La primera escala de sus desplazamientos por Europa fue en Madrid; luego seguiría hacia París, donde trabajó como mecánico y lavaplatos, experiencia que aparece tangencialmente en El síndrome de Ulises, novela en la que experimenta con voces en primera persona que van contándole casi al oído del lector la historia. Este experimento continuó en Necrópolis y concluye en Plegarias nocturnas. “No hay un narrador que haga la síntesis: hay tres personajes y cada uno está hablando. El cónsul escucha y tiene los oídos del lector. Pero también habla y se involucra, entra y sale. Al cónsul le pasa lo que a veces sucede en la literatura y en la vida. Cuando a alguien le cuentan una historia que lo conmueve, esa historia forma parte de su vida y ya no es algo que le pasó a otro sino algo que le está pasando. Este trabajo con las voces crea una temperatura especial”, explica Gamboa, que reside en Roma desde hace un tiempo y estuvo dos años en Nueva Delhi, entre 2008 y 2010.
–En un momento de la novela se plantea que una infancia triste es el mejor regalo que puede recibir un escritor. ¿Qué opina de esta idea?
–Es una idea muy fuerte que tiene mucha verdad, pero no es una verdad absoluta. Muchas personas con infancias tristes no fueron ni son escritores. Si fuera una verdad absoluta, el mundo estaría lleno de escritores y artistas. Sin embargo, una infancia de austeridad, de dificultades, y a veces triste, está en el origen de cierto tipo de artista, de escritor. El actor y director de cine Roberto Benigni decía en una entrevista muy bonita que les agradecía a sus padres haberle dado una infancia pobre. Las dificultades, las derrotas, los dolores hacen mejores a las personas. No hay frivolidad más evidente que la gente que no ha sufrido nunca o que lo ha tenido todo. Hay una gran banalidad en la gente que está acostumbrada al triunfo, a la abundancia, que paradójicamente es una situación muy deseable en términos humanos, pero que suele ser de una gran pobreza a nivel personal y también colectivo. Las sociedades que han sufrido son más generosas, más tolerantes, más solidarias y comprensivas. Las sociedades acostumbradas a la victoria, al triunfo, a la celebración, tienen una tendencia hacia el fascismo, hacia la concepción de sí mismas en términos de superioridad.
–En Plegarias nocturnas varios de los comentarios que hace el cónsul colombiano sobre su experiencia en Europa están en sintonía con este planteo de sociedades que se conciben como superiores.
–El cónsul tiene algo del recorrido vital que yo he tenido. Y esto tiene que ver con una mirada un poco descreída de la vida europea, que aparentemente tiene una gran calma. Pero detrás de esa calma se ven las orejas del lobo. Y esto se percibe en los problemas de violencia que aparecen en sociedades llenas de abundancia. Las ciudades del Tercer Mundo asiático son muy distintas a las europeas. Tú llegas a las ciudades europeas y son bellísimas; están limpias, perfectas, relucientes, todo está en su lugar. Y uno se queda fascinado con esa belleza, pero después con el tiempo se empieza a sentir un horror que surge lentamente en la gente. En cambio, las ciudades africanas –Lagos, Kinshasa, Nairobi– y algunas ciudades de la India son ciudades horribles: están llenas de mugre, de ruidos; hay una contaminación visual y auditiva terrible. Pero lentamente surge una belleza que proviene de la gente.
–En la novela hay elementos de su propia vida, como su paso por la India como consejero cultural, o que el narrador es escritor y se llama Santiago Gamboa. ¿Por qué busca explicitar el verosímil en la ficción?
–La realidad de la vida de un escritor es un elemento más, un material que uno trata. Lo que hace que una novela sea una novela es el modo en que está escrita. Una historia verosímil, una crónica de la vida de un autor, si está escrita con las técnicas de la novela para mí es una novela. La verosimilitud, la cercanía o lejanía con la vida real no es en mi opinión lo suficientemente pertinente como para que una historia sea llamada novela. Ahora bien, en mi caso mi vida es la que mejor conozco y es la que utilizo permanentemente como para darle un asiento de realismo y de credibilidad a partir del cual empiezo a inventar cosas. No quiere decir que todo lo que cuento haya sucedido, tampoco sería importante si hubiera sido así. No cambiaría nada. Cuando escribí la novela negra Perder es cuestión de método, le di muchísimas vueltas y al final el protagonista es periodista, algo que conozco porque he sido y soy periodista. En mis novelas hay muchos escritores o sencillamente colombianos un poco perdidos en el mundo. La ficción pura no me interesa como escritor, aunque me encanta leerla en otros.
–Uno de los temas que aparece en esta novela es el divorcio que hay entre padres e hijos. ¿Qué le interesa de este hiato generacional que parece haber sido más profundo durante el uribismo?
–Yo conocí muchas familias cuando fui un niño y adolescente y el refugio de muchos de mis amigos era mi casa; mi infancia fue totalmente distinta a la de Manuel. Tuve una infancia muy feliz, con unos padres que eran profesores de la universidad pública. En mi casa había 5000 libros y todos los amigos de mis padres venían a casa a hablar de libros. Yo crecí en medio de ese clima y fui un privilegiado. A mis vecinos del barrio también les gustaba la literatura, los libros, el arte, pero en sus casas no tenían una biblioteca. Si sus padres los veían leyendo, les decían: “¡Haragán, haga algo, levántese!”. A través de mis amigos conocí ese tipo de familia, ese tipo de padre muy autoritario y mezquino, fuerte con el débil pero muy débil con el fuerte. Para mí fue muy fácil recrear esta atmósfera en mi novela. Salvo casos excepcionales como el mío, casi siempre entre padres e hijos, en ciertas épocas, hay una brutal escisión, un choque entre el arribismo, la violencia, el autoritarismo. Yo no fui niño durante el uribismo, soy mucho más viejo, pero pude imaginar esa escisión entre los padres autoritarios y la generación más joven contestataria, con vocación artística e ideas progresistas, que era vista como lo peor de lo peor. Colombia es un país al revés: el pueblo es de derecha y la aristocracia es de izquierda.
–¿Cómo explica este “fenómeno”?
–El conflicto ha convertido al pueblo colombiano a la derecha. El odio, el resentimiento contra la guerrilla de las FARC es tan brutal que recuerdo una anécdota durante la última campaña presidencial. Yo fui con un familiar al campo y todos querían votar a (Juan Manuel) Santos, que era visto en esa época como la prolongación de Uribe, es decir de la guerra, de esa visión militarista, católica –Uribe rezaba en televisión como presidente de la República, algo increíble–; y yo les preguntaba por qué iban a votar por Santos. Por cierto puedo arrepentirme y decir menos mal que me equivoqué porque hoy es al revés: los que estábamos en contra de Santos ahora lo defendemos. Y los que ahora están en contra de Santos son los uribistas. Y lo que me decían en el campo es que los burgueses de ciudad no conocemos los problemas del país, no tuvimos que entregar hijos a la guerrilla, reclutados a la fuerza; no hemos visto pasar a los paramilitares matando gente; que nosotros no teníamos idea de lo que era la violencia en el país. El campesinado colombiano, la clase media y media baja, son los que más han sufrido la violencia.
–Pero lo paradójico es que crean que la resolución de esa violencia se dé con más violencia.
–Es cierto, pero es resultado de la historia del país. En 1998 el pueblo colombiano eligió mayoritariamente a un presidente para que hiciera la paz; en la época de Pastrana se hizo una zona de distribución para que las FARC se acomodaran en un territorio libre y ellos lo que hicieron fue llenar ese territorio de secuestrados y de coca. Entonces la gente se fue a lo contrario: la guerra. El papá de Uribe fue asesinado por las FARC, desde ese punto de vista tendría que haber estado impedido para ser presidente de Colombia porque constitucionalmente el presidente es jefe del ejército. Cómo puede ser jefe del ejército una persona que a su vez tiene la psicología de una víctima; es obvio que es incapaz de negociar con los asesinos de su padre. No debería haber tenido el cargo que tuvo. Uribe era perfecto para prometerle a la gente lo que quería: guerra, sangre, odio. Colombia siempre ha sido buena para el odio político; el momento de Uribe fue el de mayor expansión de ese odio tan brutal, que a veces me parecía como el odio que sienten los enfermos crónicos. La gente quería odiar y Uribe les dio eso: la posibilidad de odiar.
–La intención de Juana de inmiscuirse en los intersticios del poder, ¿la convierte en un punto en una heroína un tanto ingenua?
–Sí, tal vez, pero creo que Juana en el fondo lo que quiere es ejercer una cierta venganza. Ella está llena de odio, de resentimiento. Manuel es un pasivo, todo lo que hace es clandestinamente, como los grafitis que dibuja; está casi en la frontera de lo legal. Mientras que ella sale a luchar de frente porque quiere joder a esa gente, los traiciona; es cruel con ellos. Más que cambiar una situación desde un punto de vista heroico, tengo la sensación de que Juana quiere vengarse brutalmente. En algún momento llegué a pensar que ella sería uno de esos casos en que muere matando. Pero no. Al final, da un paso atrás y decide salvarse porque tiene a alguien a quien ama, su hermano, a quien debe proteger. Cuando tú tienes a alguien a quien proteger, te cuidas más.
–Los monólogos de Inter-neta, que aparecen intercalados en la novela, ¿funcionan como el coro griego en la tragedia?
–Exactamente, porque lo que hacen es subrayar un episodio o una sensación equis, o anticipan una cierta atmósfera que luego se va a representar en la historia. Un lector me preguntó si esos monólogos los escribía la propia Juana en un futuro planteado por la novela. No lo sé... no pensé que los escribía Juana. El personaje de Juana ha sido tan importante que no he podido dejar de interrogarla y estoy escribiendo otra novela donde ella aparece años después. Sigo como poseído y enamorado de ese personaje. Y todavía quiero atraparla como una mariposa en mi red. Lo tengo al pobre cónsul que ya no es cónsul y ella le pone una cita en un hotel, pero el reencuentro todavía no se ha dado.
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