Lunes, 28 de enero de 2013 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA CON EL ESCRITOR CUBANO LEONARDO PADURA
El autor de El hombre que amaba a los perros, distinguido en Cuba con el Premio Nacional de Literatura 2012, reconoce que es “el menos ortodoxo” de los escritores que viven en la isla. “Se me abrieron las puertas adentro y afuera casi a la misma vez”, dice.
Por Silvina Friera
Desde La Habana
“¡Coño, si esta gente escribe por qué no voy a escribir yo!” Leonardo Padura dice lo que pensó a mediados de la década del ’70 cuando era un joven de veinte años que sólo aspiraba a jugar béisbol. Como una estampa viva de la inocencia flotante, andaba con el bate en el hombro y la pelota en la mano por las calles de Mantilla, el barrio donde nació su bisabuelo, su abuelo, su padre y él, cuatro generaciones de auténticos mantilleros. Cuando un barrio se hereda de esta manera, no se abandona. La pertenencia queda tatuada en la piel. Escribir no le interesaba para nada, insiste, con el cigarrillo ceñido entre los dedos y una ternura chispeando en la mirada hacia el muchacho que fue en aquellos años de vocaciones dispares. “Llegué a la literatura por pura casualidad –recuerda, y ese accidente preserva la potencia de un huracán que arrasa con todo lo que encuentra–. Me vi en el trance de optar por una carrera universitaria, pero como la carrera de periodismo estaba cerrada terminé estudiando literatura.”
No sería fácil para el “buen salvaje” de Mantilla luchar contra su “monumental incultura”. Tal vez en segundo o en tercer año, se enteró de que varios de sus compañeros en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana escribían y publicaban en revistas universitarias. Podía probar y pertenecer a la tribu. ¿Quién se lo impediría? “Empecé a escribir casi como si fuera una forma de competencia”, afirma el escritor cubano más leído en la isla, que se presentará en abril en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
Desde el living de su casa, se escucha el eco de una indómita alegría que llega de la calzada de Managua. Padura comienza a preparar minuciosamente el café. Para llegar hasta acá, hay que tomar una guagua (colectivo), la línea P6, bajarse en el Paradero de Mantilla y caminar unas dos cuadras entre casitas bajas con ventanas y puertas abiertas. Es raro ver rejas o “medidas de seguridad”. Acá caminan muy campantes y tranquilos mujeres, hombres y perros. El viaje dura un poco más de cincuenta minutos. Hubo una recomendación que despertó cierto resquemor: si la guagua está llena, mejor esperar la siguiente. “¿Cuánto hay que esperar?”, preguntó esta cronista impaciente a Claridad, de Casa de las Américas, institución que le ha dedicado al creador de Mario Conde la “Semana de Autor” con la que se distingue la obra literaria de un latinoamericano. “Tú sabes cómo es diosito...”, contestó. El enigma rebotaba por el aire. Diosito, afortunadamente, se portó bien: la guagua tenía asientos libres. “Yo soy muy trabajador. Si no estoy escribiendo una novela, estoy con algo para el cine, con un ensayo, un cuento o haciendo mi periodismo”, subrayó Padura horas antes de que se conociera que sumó otro premio: la Orden de las Artes y las Letras, otorgada por el Ministerio de Cultura de Francia.
El Premio Nacional de Literatura 2012 lo sorprende, como siempre, trabajando. “El reconocimiento viene por mis novelas y ensayos; fue muy importante haber podido crear a Mario Conde y haber escrito siete novelas. Esto me abrió las puertas adentro y afuera casi a la misma vez.” La saga Conde se inicia con Pasado perfecto y continúa con Vientos de cuaresma (Premio Nacional de novela), Máscaras, Paisaje de otoño, Adiós Hemingway, La neblina del ayer y la última –hasta ahora– Herejes, que se publicará en septiembre. Ningún escritor de la generación a la que pertenece –los nacidos a partir de 1950– había ganado el Premio Nacional de Literatura. El primero es Padura. “De los escritores que vivimos en Cuba soy el menos ortodoxo en cuanto a la relación con la política oficial. Mis libros tienen una visión crítica; por lo tanto es una gran satisfacción haber recibido este premio. Hace cierta esa máxima de que a veces uno puede ser profeta en su tierra. A pesar de que la relación con las profecías es muy complicada y la relación entre los escritores, también”, subraya el autor de El hombre que amaba a los perros, una formidable reconstrucción literaria de las trayectorias vitales de León Trotski y Ramón Mercader y cómo devienen víctima y verdugo de uno de los crímenes más impactantes del siglo XX: el asesinato de Trotski, en 1940 en México. El escritor confiesa que cuando terminó de escribir esta novela tuvo la certeza de que “nunca se publicaría en Cuba”.
–¿Por qué?
–Hay determinados sectores que todavía tienen un pensamiento ortodoxo respecto de lo que ocurrió y lo que está ocurriendo con el sistema socialista. Pensé que no se iba a publicar y que no iba a circular porque es un libro que se refiere a las formas en que se pervirtió el proyecto utópico socialista desde el estalinismo. En Cuba los modelos estalinistas están vigentes. Lenin trató de montar un sistema en el que hubiese algún movimiento democrático. Stalin, rápidamente, acabó con esa posibilidad y lo convirtió en el sistema totalitario que fue la Unión Soviética, y que le costó su propia suerte. Esto, aquí en Cuba, es algo bastante difícil de decir en público, y más en una novela que fue leída masivamente.
–Aunque los modelos estalinistas estén vigentes, los cambios en los últimos tiempos parecen flexibilizarlos más, como si se estuviera transitando lentamente hacia una mayor heterodoxia...
–Sí, el nivel de permisividad lo hemos elevado los escritores con nuestro trabajo. En los años ’70 se instituyó el llamado “quinquenio gris”, un intento de crear una especie de socialismo realista cubano en que se marginaron a escritores como Lezama Lima y Virgilio Piñera. En los años ’80 mi generación trasladó el centro de interés de lo épico social a lo dramático individual, colocando al individuo en el centro de los conflictos. Fue muy complicado intentar hacerlo; tuvimos muchos problemas de diverso tipo pero avanzamos un territorio importante. En los ’90, la industria cultural institucional entró en crisis. Como las editoriales cubanas eran el medio y el destino fundamental de los escritores cubanos, al romperse esa posible relación se creó un espacio de mayor libertad. Por primera vez podemos buscar caminos para la concreción de la obra literaria a través de concursos o editoriales fuera de Cuba. Este proceso permitió que a la vez que encontrabas una editorial tu relación como autor con respecto a la editorial fuera diferente a la que existía en los años ’80. No es lo mismo escribir sabiendo que tu destino es una editorial que pertenece al Estado cubano que una editorial en la cual el gobierno no tiene ningún espacio. Eso dio mayor libertad en la manera de expresarse, sin el peso de una posible censura o de una muy presente autocensura. Si tú transgredías determinados límites, que a veces eran absolutamente tontos, te iban a censurar. Y para que no te censuraran era preferible cometer el terrible acto de la autocensura. Esto comienza a relajarse y se abren espacios reflexivos, y entran determinados asuntos, personajes, temas y conflictos de la realidad que prácticamente no se habían tratado en años anteriores. Ese camino no ha hecho más que ensancharse.
–El nacimiento de Conde coincide con este contexto de mayor amplitud que se empezó a dar a partir de los años ’90, ¿no?
–Sí, en ese momento escribí la primera novela de Conde, Pasado perfecto.
–¿Entonces no había tradición de novelas policiales cubanas?
–Sí, pero se llamaba “novela policial revolucionaria”; era reafirmativa y de muy baja calidad en la mayoría de sus representaciones; hay alguna que otra obra que tiene valores literarios, pero no era lo usual porque lo que primaba era el mensaje político que querían transmitir: la lucha contra el imperialismo norteamericano, contra la delincuencia, que era una forma de contrarrevolución; todo caía en ese marasmo de la estrechez artística debido a una exigencia ideológica. Yo fui muy crítico de esa novela a principios de los ’80. Cuando empecé Pasado perfecto, quise escribir una novela policial que fuera muy cubana pero que no se pareciera en nada a las novelas policiales cubanas. Mientras los policías de la literatura cubana anterior trataban de ser una representación literaria del reglamento policial en las novelas, yo decidí hacer un personaje que fuera conflictivo respecto de la realidad que estaba viviendo. El gran error de la novela policial cubana fue confundir el reglamento con la literatura, confundir la realidad con la ficción. No es posible ni recomendable tratar de reproducir la realidad en la literatura; en casos excepcionales se puede hacer, por ejemplo Walsh con sus novelas. La literatura tiene sus propios códigos y el realismo no significa la reproducción fiel de lo que ocurre, sino la reproducción verosímil.
–¿Cómo es el vínculo entre Conde y usted? ¿De qué modo evolucionan personaje y autor a través del tiempo?
–Inevitablemente Conde va evolucionando de novela en novela en la medida en que yo también voy evolucionando. Desde el principio Mario Conde tiene un problema: su relación con el orden es muy tirante. Y yo necesitaba que fuera policía porque era absolutamente inverosímil si ponía a alguien que no fuese policía a investigar un crimen en Cuba, sobre todo si era un asesinato. Mantuve a Conde dentro de la policía durante cuatro novelas, hasta que al final dejó la policía porque me dijo que ya no resistía más (risas). Cuando retomo el personaje para escribir Adiós Hemingway y La neblina del ayer, Conde está fuera de la policía y necesito ver de qué forma puedo hacer que sea verosímil que realice una investigación literaria. Primero tenía que conseguirle una forma de vida, un oficio, y por eso lo hago comprador y vendedor de libros de segunda mano. Y después lo pongo a investigar un crimen que no le importa a nadie en la finca Vigía, en el ’58. En esas dos novelas Conde ha cambiado intelectual y físicamente. En Adiós Hemingway, una novela breve, no es tan importante lo que piensa Conde respecto de la sociedad. Pero en La neblina del ayer es esencial; hay una mirada a lo que fue la crisis cubana, a lo que fue la salida de esa crisis y la llegada a un “estado otro”, que es el que estamos viviendo todavía. Y ahora en la novela que estoy escribiendo, Herejes, en la que vuelve aparecer Conde, lo ubico justo en el momento en que los cambios de los últimos años se van a empezar a hacer más visibles. La novela termina alrededor del 2008. El personaje alrededor del cual Conde realiza una investigación es una muchacha que pertenece a una tribu urbana, los emos, que son jóvenes que han decidido crear su propia tribu para no pertenecer a la “gran tribu”; han decidido apartarse de la sociedad y desarrollar su proyecto tribal. Es una novela que tiene que ver con la búsqueda de la libertad individual en Cuba.
–¿Por qué se llama Herejes? ¿Cuáles son las herejías explícitas que atraviesan la novela?
–Son tres historias; la primera se desarrolla en 1640, en Amsterdam, alrededor de la figura de Rembrandt y de un judío sefardí que quiere ser pintor, cuando los judíos no podían representar figuras humanas. Y esa es una herejía. La segunda arranca en 1930 con un judío ashkenazi que llega a Cuba y a partir de experiencias muy traumáticas que vive, encuentra un medio que lo acoge como a una persona normal y decide dejar de ser judío para ser un cubano más. Y esa es su herejía. La tercera es sobre una joven emo que opta por su libertad individual en una sociedad en que lo colectivo se trató de establecer como la manifestación fundamental de la vida. Conde aparece en la segunda y en la tercera historia.
La novela se publicará recién en septiembre. Padura estará en abril en Buenos Aires pero sin Herejes. “Tengo que ir también a la Feria del 2014 –dice el escritor medio en broma, medio en serio–. En poco tiempo he ido ganando una cantidad importante de lectores en Argentina.” Cuando empezó la universidad, cuando arrancó la carrera de lecturas que lo pondrían en forma para la competencia, fue Hemingway el primer gran modelo de narrador que tuvo. “Fue una gran decepción también, no como escritor sino como ser humano –aclara–. En esa época de la universidad leo a los grandes escritores de novela policial, Hammett y Chandler. A partir de ahí hay dos escuelas que absorben todo mi interés: la novela norteamericana del siglo XX y la novela hispánica y latinoamericana del boom y posterior al boom. Descubro que los escritores norteamericanos sabían contar las historias mejor que nadie y los escritores latinoamericanos sabían escribirla en español mejor que nadie. Un poco de uno y de otro fui ganando un concepto de cómo organizar una historia y cómo escribirla. Entre los maestros que reconozco sin ningún pudor, en el caso de los escritores en lengua española, están Vargas Llosa, Carpentier, Cabrera Infante, García Márquez, Fernando del Paso, Cortázar... No soy borgeano. Vázquez Montalbán me dio las últimas claves para encontrar lo que yo quería en la novela policial.
–¿Por qué no es borgeano?
–Ultimamente, todo el mundo es borgeano. A mí me gusta una literatura con mayor relación con la realidad; por eso soy mucho más vargallosiano, carpenteriano y rulfiano que borgeano.
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