LITERATURA › DALTON TREVISAN, UNO DE LOS GRANDES ESCRITORES BRASILEÑOS VIVOS
Publicó más de cuarenta libros, pero no da entrevistas y defiende con uñas y dientes su privacidad. Por suerte, aquí se editó recientemente La trompeta del ángel vengador, un libro de relatos de una intensidad abrumadora.
› Por Silvina Friera
“El cuento siempre es mejor que el cuentista”, escribió Dalton Trevisan –considerado el más grande escritor brasileño vivo– en un texto dirigido a los periodistas que lo perseguían, infructuosamente, con el afán de entrevistarlo. El Vampiro de Curitiba –apodo tomado del título de uno de sus libros más conocidos, editado en Argentina hace 37 años– rechaza cualquier forma de intervención que no sea a través de la palabra escrita. Lo único que vale es la obra, apuesta por una radicalidad que no abunda en las viñas literarias de estos tiempos. Quien quiera leer, que lea. Todo lo demás no importa. El autor se repliega en la intimidad, defiende con uñas y dientes su privacidad y hace lo que sabe hacer: escribir. Tiene publicados más de cuarenta libros para fortuna y martirio de sus lectores. El placer que genera leerlo –ahora que han llegado los relatos de La trompeta del ángel vengador, traducidos por Gonzalo Aguilar y publicados por Mardulce– es tan encantador como insoportable. ¿Por qué persistir en señalar que es un misántropo atrincherado en su casa, que prefiere huir de la hipocresía y las vanidades de los ambientes culturales y no quiere cerca micrófonos, cámaras, grabadores? No exhibirse –respetable y admirable opción vital– parece un pecado en circunstancias en que los escritores ponen excesivamente el cuerpo.
En mayo del año pasado, Trevisan obtuvo el Premio Camões, el más importante de la lengua portuguesa. La librería Chaim, uno de los lugares que suele frecuentar el escritor –que nació en 1925 en Curitiba, ciudad en la que reside– no paraba de recibir llamados. La metodología consiste en dejarle un mensaje. Si le interesa, se comunica por fax. El correo electrónico no llamó a su puerta. Y si lo hizo, él prefirió no atender. Su editora recibe los originales en papel. Uno de los mejores cuentistas brasileños –junto con Rubem Fonseca– no asistió a la ceremonia de entrega del premio. En su lugar fue Sonia Gardens, vicepresidenta de la Editorial Record, que desde hace más de treinta años viene publicando sus libros. Y leyó un brevísimo mensaje del ganador: “Los muchos años, por desgracia, ahora me impiden recibir el premio personalmente”, expresó el autor, que por entonces tenía 87 años y en junio cumplió 88. “Nunca pensé merecer tal distinción. La conciencia de mis limitaciones como escritor me prohibió sueños más altos. Y ahora, sin previo aviso, el Premio Camões.” El jurado argumentó la unanimidad de la elección planteando que la obra de Trevisan implica “una opción radical por la literatura como arte de la palabra; tanto por sus incesantes experimentos con la lengua portuguesa, muchas veces en oposición a ella misma, como por su dedicación al quehacer literario sin concesiones a las distracciones de la vida personal y social”. El escritor Silviano Santiago destacó la contribución extraordinaria del narrador en el arte del cuento y ponderó, especialmente, el “enriquecimiento de una tradición que viene de Machado de Assis, en Brasil, de Edgar Allan Poe, en Estados Unidos, y de Borges, en Argentina”.
“Con un grito la empujó, furioso, alrededor de la cama. Ella impedida, sin moverse, la blusa medio levantada. Ni parpadeaban sus ojos desencajados”, se lee en “Mister Curitiba”, relato que abre La trompeta del ángel vengador –publicado en 1977–, obra de una intensidad abrumadora. En el mismo cuento alcanza la cima de una precisión quirúrgica excepcional, que no relega el desvío entre intención y posibilidad: “Zumbaba en el oído una seguidilla tierna de malas palabras. Ayudado por ella, le sacó los pantalones largos y las medias que combinaban con la camisa. Se inclinó para besar sus piecitos... pero nunca llegó. Como cuando buscás una palabra en el diccionario, te distraés con otra y otra más, y ya no te acordás de la primera”. De los 19 cuentos que integran el libro, ocho comienzan con diálogos. El habla popular es una viga insoslayable; las voces son portadoras de relatos donde la violencia es el pan áspero de cada día. La “oralidad escrita” ha sido depurada hasta la mínima expresión. Nada sobra. Esa brevedad –conviene aclarar, al menos en esta obra– dista de estar conectada con lo que suele llamarse “realismo sucio”. La concisión de Trevisan procede de un aliento poético; hay zonas de sus relatos que aspiran a diseminar la tentativa de experimentar con el haiku –en “Dormite, gordo”–, como si escandiera una dinámica de los sectores populares de Curitiba que perdería modulaciones y complejidad, si sólo se abordara desde una prosa seca, indiferente o mezquina hacia un ritmo, una respiración, un decir. Nada de lo humano le es ajeno: erotismo y violencia, batallas conyugales en una lucha sin cuartel, desgraciados que sobreviven a su manera en un paisaje urbano donde la esperanza anda de capa caída y la miseria es una bolsa agujereada que siempre cotiza en alza.
El “Salinger de Curitiba” por su aversión a la vida social, a los fotógrafos y a los periodistas –hay una fotografía circulando por ahí en la que se ve a un viejito caminando tranquilo con una bolsa, tomada sin su consentimiento, sin que él se diera cuenta– fundó la revista Joaquim, 21 números editados entre 1946 y 1948, donde publicó inéditos en portugués de autores como T. S. Eliot, Rainer Maria Rilke, Federico García Lorca y Virginia Woolf; artículos virulentos contra escritores consagrados como Monteiro Lobato; y sus primeros cuentos. En la única entrevista que concedió en 1968 sintetiza un “programa” deliberado: “Existe el prejuicio de que después de los cuentos uno debe escribir nouvelles y, por fin, novelas. Mi camino será del cuento al soneto y al haiku”. “Banquete frugal”, el relato del infierno de una mujer maltratada, es un ejemplo magistral de inicio con diálogo:
–Doctor, João necesita que le den una solución.
–¿Qué hizo?
–Bebe. Casi no trabaja. No me da descanso. Sucio, barbudo, con tanto pelo. Hasta la nena dijo: “Papá ahora tiene rulos”.
–¿Usted bebe, María?
–Yo bebo, pero duermo.
En “Padre mío, padre mío”, despliega la eterna disputa con el alcohólico empedernido, cada vez menos resistente, más cerca del abismo. El dramatismo de la situación, lejos de amainar, se potencia cuando el epílogo intuido es inevitable. El empuje no reside en ese hundimiento, sino en cómo se abre la grieta risible. Es como si Trevisan postulara que aun ante la tragedia más extrema es indispensable una suspensión o una interrupción, una suerte de tregua falaz.
Bocas sin dientes –“sonrisa horrible de la desdentada”–, cuántos dientitos pequeños, estropeados, caninos amarillos, caninos solitarios. Pensamientos en cápsulas, hilachas de certeros refranes: “Discusión aplazada para el día siguiente es media discusión ganada”. “Donde se escupe no se lame”. En “La palomita y el dragón” flamea el mensaje póstumo del suicida: “Me maté por amor. Yo quiero a María y ella no me quiere. Me comí tres cucharadas de vidrio molido pero no hizo efecto. Entonces me ahorqué”. Trevisan cumple con lo que reivindicó en el plano del deseo: “Ojalá tuviera el estilo del suicida en su última nota”. Ojalá lleguen más libros de este autor formidable; un magistral suicida literario que escribe cada línea como si fuera la última.
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