LITERATURA › BALANCE DE UNA TEMPORADA PROLíFICA EN EL TERRENO LITERARIO
Más de 26 mil títulos publicados dan cuenta de la fertilidad de la actividad literaria. Ferias y festivales canalizaron parte de la diversidad de esa oferta. Una de las perlitas fue el hallazgo de un manuscrito de Borges en la hemeroteca de la BN.
› Por Silvina Friera
En el umbral de un año que se termina con más de 26 mil títulos publicados, tamaña realidad inabarcable alienta la sensación de que los libros son como una multitud de manchitas que se desplazan al borde de la mirada, con la amenaza de volverse invisibles. Si todo lector es un explorador de las huellas que dejan los textos leídos, apenas queda la faena de retener la espuma de un inventario incompleto, parcial y arbitrario. Y conformarse con trazar algunas modestas coordenadas o notas al pie. Dos primeras novelas, Una muchacha bella, de Julián López, y La reja, de Matías Alinovi, brillan en el panorama narrativo. Ricardo Piglia, el uruguayo Ercole Lissardi, Juan Sasturain, el puertorriqueño Eduardo Lalo y el salvadoreño Horacio Castellanos Moya integran un “equipo” formidable con cinco magníficas novelas: El camino de Ida, El centro del mundo, Dudoso Noriega, La inutilidad y El sueño del retorno.
El inclasificable Cuadernos de lengua y Literatura, de Mario Ortiz, se impone por un par de cabezas, en caso de que haya que reducir al extremo este listado, junto con Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, y Elegía Joseph Cornell, de María Negroni. En el género cuento cómo no celebrar tanta fertilidad y diversidad en Mi vida querida, de la canadiense Alice Munro –¡al fin Premio Nobel de Literatura!–, La trompeta del ángel vengador, del brasileño Dalton Trevisan, Un día cualquiera, de Hebe Uhart, Modo linterna, de Sergio Chejfec, Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao, Hacerse el muerto, de Andrés Neuman, y la publicación de los Cuentos completos, de Rodolfo Walsh. Hoy, de Juan Gelman, y dos obras reunidas, Al margen, de Silvia Baron Supervielle, y Como sólo la muerte es pasajera, de Alberto Szpunberg, son las entrañables iluminaciones suministradas por la poesía. El conejo de la galera editorial del 2013 es el Julio Cortázar “oral” de Clases de Literatura. Aparte se consignarán otras misceláneas: ferias, festivales, regresos editoriales y el hallazgo de un manuscrito de Borges en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional.
“Leí tus libros, hormiguita. Bueno, no es el tipo de poesía a la que estoy acostumbrada. Sin embargo, algunos fragmentos me gustaron; el título, por ejemplo: ‘Cuaderno de Lengua y Literatura’. Parece el nombre de un manual de secundario. Y sin embargo, seño, es más bien al revés: son ejercicios de un alumno: no el poema como algo acabado, sino como un momento provisorio del lenguaje.” El lector se encontrará con uno de los artefactos más bellos y extraños escritos en estos tiempos. La maquinaria poética de Mario Ortiz es una empresa inaudita, una chifladura tan peculiar que paladear Cuadernos de Lengua y literatura (Eterna Cadencia) resulta una experiencia inolvidable. Mi libro enterrado (Mansalva) de Mauro Libertella es otro de los títulos del año. “Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo –se lee en el comienzo–. Me acuerdo de ese momento con especial nitidez, porque unos segundos antes de que dejara de respirar supe que a la cuenta regresiva le había llegado, literalmente, su último suspiro. Fue un instante al mismo tiempo suave y dramático: yo arrodillado en el piso, él acostado en su cama, inconsciente hacía horas.” Mauro escribe sobre la muerte de su padre, el escritor Héctor Libertella (1945-2006), con la presente ausencia de ese padre en su vida, con esa “ambivalencia, ese lento ir y venir por una cuerda floja”, que ha sido el mensaje más difícil de capitalizar para él.
No hay escritora argentina que escuche como Hebe Uhart. Tiene una oreja privilegiada, una de las más elásticas en este país: puede captar “la voz finita” de Antonio Tormo, en uno de los cuentos de Un día cualquiera (Alfaguara), que “sonaba como si lo estuviera rondando un resfrío”. La sabiduría de la narradora de los relatos de Hebe consiste en nunca dar por sentado nada. En indagar, descubrir, asombrarse. Pero la oreja no anda sola. Está siempre en yunta con una mirada “extrañada”. En “La tía Celina”, la narradora toma partido por quien parece la “mala” de la historia familiar, la “culpable” de un suicidio. Y sin embargo, “era más mansa que una oveja”. Una vez más entre lo que se dice y lo que se mira hay un largo trecho. Y está el relato que da título al libro, ese día cualquiera, con una protagonista que no quiere quedarse enchufada a la radio todo el día: “Dale, Catriel, que es polca (se lo decían al indio Catriel para que bailara a buen ritmo)”. Y sale a caminar porque “caminar cambia los pensamientos y entona las tabas”. Nada de lo humano le es ajeno a Dalton Trevisan, considerado el más grande escritor brasileño vivo: erotismo y violencia, batallas conyugales en una lucha sin cuartel, desgraciados que sobreviven a su manera en un paisaje urbano donde la esperanza anda de capa caída y la miseria es una bolsa agujereada que siempre cotiza en alza. El Vampiro de Curitiba –apodo tomado del título de uno de sus libros más conocidos– rechaza cualquier forma de intervención que no sea a través de la palabra escrita. Lo único que vale es la obra. Quien quiera leer, que lea. Todo lo demás no importa. El placer que generan los relatos de La trompeta del ángel vengador (Mardulce) es tan encantador como insoportable.
Destellos vacilantes, chispazos de dudas o un estado de contemplación difusa emergen del paisaje literario de Sergio Chejfec. No tienen vocación de héroes ni de mártires sus narradores un tanto melancólicos y fatigados, al menos los que integran los nueve relatos del notable Modo linterna, editado por Entropía, una editorial independiente que tiene varios libros fundamentales de este año, como los veintisiete relatos comprimidos y deformados por el bisturí de Fernanda García Lao en Cómo usar un cuchillo. En el arte del cuento, Andrés Neuman es un indómito explorador sin red. Los textos de Hacerse el muerto (Páginas de Espuma) adquieren potencia en la brevedad y despliegan una respiración extrema y atrevida por el modo de deshacerse de la muerte jugando. Los libros de María Negroni son cada vez más hipnóticos. Elegía Joseph Cornell (Caja Negra) “debería leerse según la lógica de un ensamblaje, un collage, un ready-made”, advierte David Oubiña en la contratapa. “Hace falta mucha infancia. Hace falta días y días de aliteración del misterio, y también noches y noches sin más movimiento que la falsa calma de los relojes”, se afirma en el primer poema en prosa, la primera ventana que abre Negroni para convidar con su travesía por Cornell (Nueva York, 1903-1972).
La edición de los Cuentos completos, de Rodolfo Walsh, prologada por Ricardo Piglia, es otro de los libros para celebrar. El volumen de Ediciones de la Flor presenta los cuentos publicados por Walsh entre 1950 y 1968, incluyendo muchos textos que aparecieron en revistas, pero que no fueron recogidos en un libro, como “Cosa juzgada”, y un relato inédito, “Quiromancia”, además de una carta a Donald Yates y dos entrevistas al autor, realizadas en la década del ’70. Entre las sorpresas del 2013 hay que subrayar Clases de literatura de Julio Cortázar (Alfaguara), ocho clases que el autor de Rayuela dio en octubre y noviembre de 1980 en la Universidad de Berkeley (California). Como precisa Carles Alvarez Garriga en el prólogo, “el Cortázar oral es extraordinariamente cercano al Cortázar escrito: el mismo ingenio, la misma fluidez, la misma ausencia de digresiones”.
Una muchacha muy bella (Eterna Cadencia), primera novela de Julián López, es un texto espléndido por el modo de abordar esa intimidad extrema entre la muchacha militante del ERP y su hijo, que será inexorablemente arrasada por el secuestro y la desaparición. Una ficción que flirtea con lo autobiográfico para darle una respiración diferente a esa brutal maquinaria de orfandad impuesta por el terrorismo de Estado. “Un día me harté de escuchar slogans como ‘nosotros tenemos los mejores muertos’, un día me harté de construir mi propia desaparición”, confiesa el narrador hacia el final de la novela. “Las ideas se matan en la mente” plantea el narrador de La Reja (Alfaguara), primera novela de Matías Alinovi, luego de escuchar, en boca de una abogada que le recomendó la policía para recuperar su casaquinta tomada por una familia, la frase en cuestión: “Los negros no tienen universo simbólico”. Alinovi afiló la prosodia endecasílaba, alzó vuelo lírico y escribió una novela en verso, viejo anhelo de Juan José Saer. En las novelas de Ercole Lissardi, escritor de culto a quien le adosaron la etiqueta de “pornógrafo” en un pasado no tan lejano, las convenciones y apariencias estallan en mil pedazos. Todo se rompe, se desgarra, se desordena. Los cuerpos se calientan al compás de esa fuerza salvaje, que no sigue ninguna norma al pie de la letra. El narrador uruguayo enfoca el erotismo del lado de la pasión, de una dialéctica corporal y de los sentidos, en las tres nouvelles extremas y desafiantes de El centro del mundo (Planeta).
La decisión de cambiar de un modo radical es el gran tema de la vida y de la literatura. “¿No es notable que una serie de acontecimientos y el carácter de un individuo concreto se puedan describir transcribiendo el fragmento de una obra literaria? –se pregunta Emilio Renzi en El camino de Ida (Anagrama), cuando conecta parte de los cabos sueltos de un enigma político–. No era la realidad la que permitía comprender una novela, era la novela la que daba a entender una realidad que durante años había sido incomprensible.” Esta maravilla de Ricardo Piglia es notable en más de un sentido. Una frase, una idea, un pensamiento pueden asumir la forma de un dardo semántico que atraviesa a un puñado de generaciones. “El problema perpetuo es cómo ligar el pensamiento a la acción”, le dice Thomas Munk, brillante ex alumno de Harvard y ex profesor de matemáticas en Berkeley –inspirado en el famoso Unabomber– a un Renzi fascinado, como muchos, con esa especie de “héroe norteamericano”, un individuo educado y de gran relieve académico que puso en jaque al FBI con sus cartas bomba.
Que el mejor bañero de la historia de Mar del Plata se haya ahogado parece absurdo. La desaparición de Salvador “Dudoso” Noriega, el 1o de marzo de 1973, es el punto de partida de la novela más desmesurada de Juan Sasturain. En Dudoso Noriega (Sudamericana) se barajan y combinan el policial, el folletín, la historieta, el humor; un cuento apócrifo de Emilio Renzi y un supuesto inédito del escritor marplatense Juan Carlos García Reig (1960-1999) con extractos de los cuadernos de Batán del mítico bañero, que se corresponden con los últimos meses de reclusión, hacia 1970. “Dudoso” estuvo preso por matar a Lito de “un sifonazo a distancia”. Luego de la desaparición de Noriega, irrumpe en la trama Etchenike, el solitario detective protagonista de varios libros de Sasturain, pero llega tarde y mal para intentar averiguar qué pasó con el bañero.
La vocación literaria puede desembocar en una tragedia. Nada más atroz que el menosprecio, la condena a la excentricidad y al aislamiento en sociedades donde impera un provincialismo asfixiante. El escéptico narrador de La inutilidad (Corregidor), de Eduardo Lalo, regresa a la capital puertorriqueña, luego de estudiar unos años en Francia, en busca de un lugar donde poder escribir. La pobreza humana y material –semejante a la que había vivido en París– es más cruel y duele mucho más en su propio país. Lalo es el primer escritor puertorriqueño en obtener este año el Premio Rómulo Gallegos por otra excelente novela: Simone, también publicada por Corregidor. El sueño del retorno (Tusquets), continuación de la saga de la familia Aragón, es otra gran novela de Horacio Castellanos Moya.
En poesía, deslumbra Hoy (Seix Barral), de Juan Gelman, 287 poemas en prosa –algunos brevísimos, como si reducir la expresión a un menor volumen potenciara el “decir”– y uno más, no numerado, titulado “¿Y?” –sin el signo de interrogación al final; algo siempre se pierde en el camino– para cerrar con una contundencia que hace saltar al lector de la silla y ponerse de pie, en caso de estar sentado. Gelman, hueso duro de roer, se mueve todo el tiempo, refractario a las normas, al piloto automático o al funcionamiento aluvional de “la maquinita”, como él prefiere llamarla. “Partir no significa abandonar”, escribe Silvia Baron Supervielle en la introducción de Al margen, su poesía reunida en una edición bilingüe por Adriana Hidalgo. Mil páginas exactas que renacen con los ojos abiertos a una prodigiosa concisión y a una austeridad que empezó siendo una necesidad –cuando se instaló en París en la década del ’60 y en un único gesto cambió de lengua, adoptó el francés, se convirtió en escritora– y devino la bella intensidad de un estilo: “Ecos y signos/ me incitan a ir/ adonde voy/ a venir de/ donde vengo”. Qué dicha inmensa encontrarse con la poesía reunida de Alberto Szpunberg en Como sólo la muerte es pasajera (Entropía). “¿Desde cuándo la poesía sino hasta asir el agua/ con las manos tendidas/ como ramas agitadas en el vaivén del aire?”, se lee en uno de los poemas inéditos de Sol de noche, incluido en el libro. Cuánta felicidad que Alice Munro, la maestra del cuento contemporáneo, haya obtenido, finalmente, el Premio Nobel de Literatura, el mismo año en que publicó el excepcional Mi vida querida (Lumen). La narradora canadiense es una intérprete de primera. Ya se ha escrito que leerla es como despertar temprano, cuando el cielo clarea, pero aún no ha salido el sol.
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