Domingo, 11 de mayo de 2014 | Hoy
LITERATURA › OPINION
Por Eduardo Fabregat
Leer: eso que hacemos todo el tiempo. La Feria Internacional del Libro de Buenos Aires está tocando a su fin, y la colega Silvina Friera ya sabrá dar cuenta del balance. Pero la sensación abrumadora es inevitable: en un país que el año pasado lanzó al mercado editorial nada menos que 26 mil títulos, su correspondiente Feria no puede ser otra cosa que un monumental maremágnum de letras y palabras, el sueño satisfecho de Borges y su biblioteca. Aun cuando en la biblioteca quepan tanto Juan Gelman como Silvia Pérez.
El argentino lee.
Se lee lo que se puede: quien esto escribe, con sus consumos culturales felizmente sobrecubiertos, desespera ante la visión de la montaña siempre creciente de los libros que quiere leer sí o sí, por conocimiento del autor, por el enganche de una contratapa, por curiosidad acicateada por el título, por la recomendación del amigo, porque sí. Leer se vuelve esa tarea necesaria para reducir la pila de libros, el desafío imposible de derrotar. Es lo que se hace robando horas al sueño y a las obligaciones, sentado en el bondi o el subte o en difícil equilibrio entre la montonera de pasajeros, agarrándose como se pueda porque cada minuto es vital, es otro párrafo ganado, otro universo visitado.
Leemos como podemos, pero leemos.
Y además: leer no es ya sólo el acto de abrir el libro o prender el aparatejo mágico de los 50 mil títulos (¡el sueño de Borges en una tableta!). Leer es eso que hacemos todo el tiempo, las instrucciones del mismo aparatejo y las contraindicaciones del medicamento, el videograph con faltas de ortografía y el folleto del gasista matriculado, la cadena de mails, el fixture mundialista y el epígrafe parpadeante del sitio web. La letra de una canción y los nombres de quienes la tocan, el tuit sintético y el posteo exagerado, el mensaje de WhatsApp. Leemos porque podemos, porque queremos y porque no hay manera de evitarlo. Leemos porque una frase se quedará pegada del lado de adentro del cráneo y retornará, caprichosa, cuando menos lo esperamos, en un contexto nuevo y con una vida nueva. Leemos hacia atrás: releemos lo que hicimos en nuestras vidas y en las ajenas, casi lo único que puede releerse porque, vamos, habiendo tanto nuevo por leer cómo se hace para volver a aquel libro de los veinte años.
Leer. Read. Lire. Lesen. Legu. Ler. Legunt. En el idioma que sea, la palabra leer tiene una rotundez, una autosuficiencia en pocas letras que es la punta del iceberg que, lejos de derretirse, crece.
Y leer puede ser más que posar los ojos en el signo escrito.
Los directores técnicos, dicen los comentaristas televisivos, leen el partido. El número diez lee la cancha y coloca el pase justo en el renglón necesario. El láser lee el disco y el disco rígido lee el archivo. El satélite lee la superficie terrestre para predecir las próximas tempestades. El consultor lee las cifras para hacerle una lectura al político.
Algunos buscan trastornar el concepto de lectura. Esta semana, el músico estadounidense Jack White presentó en sociedad el Ultra LP, formato que hará su debut el 1º de junio con Lazaretto, su nuevo disco. Una absoluta deformidad, acorde con la obra artística que el músico viene construyendo desde 1997 con The White Stripes, The Raconteurs y The Dead Weather, y ahora como solista. Para empezar, la púa lee el disco al revés: debe apoyarse el brazo en el centro, y la reproducción continúa hacia el borde. No es la única innovación que el guitarrista y cantante buscó para este nuevo producto de Third Man Records, su sello discográfico, dedicado exclusivamente al vinilo. El álbum incluye dos tracks ocultos en la etiqueta central; el under label groove del Lado A se reproduce a 78 revoluciones por minuto, mientras que el del Lado B corre a 45 RPM. El resto del disco, claro, se lee en el clásico 33 1/3. Como si todo eso fuera poco, una cara del Lazaretto Ultra LP tiene acabado brillante y la otra tiene acabado mate, en el estilo de los viejos discos de pasta. El comienzo del Lado B, “Just One Drink”, depende de dónde se apoye la púa: hay un surco doble, uno para una intro acústica y otro para una intro eléctrica, que se unen promediando la canción. El lado B homenajea al Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band con un surco en loop que atrapa a la púa y la deja leyendo eternamente una maraña eléctrica (pero no en el centro del disco, como con The Beatles, sino en el borde). Y para rematarla, White convocó al artista digital Tristan Duke, quien diseñó un holograma de un ángel que se corporiza –se lee– en el dead wax (el centro sin surcos) cuando gira el disco.
Jack White leyó Rayuela, dijo una amiga desde París.
(Quizás, estimado lector, todo esto le parezca el afiebrado delirio de un periodista necesitado de material para su columna. Pero todo es rigurosamente cierto: véase The Lazaretto Ultra LP en OfficialTMR, la cuenta del sello Third Man Records en YouTube. No, allí tampoco se lee la principal pregunta de cuánto costará semejante invento.)
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Esta semana se produjo un hecho que tiene que ver con leer, con el arte y la cultura en general. Cuando nadie se lo esperaba, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunció la creación del Ministerio de Cultura (“por decreto”, remarcó algún medio, tratando de imprimirle un giro negativo a lo que es una buena noticia bajo cualquier luz), y nombró como su primera titular a Teresa Parodi. No hay “peros” posibles en lo que es una conquista para el mundo cultural. Sí cabe el leve reclamo de por qué llevó tanto tiempo algo que siempre fue evidente. Quizá la Presidenta leyó que éste era el momento indicado y no otro, que hubo otras urgencias a las que administrarles recursos propios de una cartera. Pero la histórica potencia cultural de este país encuentra al fin una representación equivalente en el Estado nacional, que habrá que defender y por la que habrá que velar en próximos gobiernos. Hay con qué.
De cualquier manera, la creación del Ministerio de Cultura no significa que el kirchnerismo haya “descubierto” las necesidades del área recién ahora. En todos estos años, la Secretaría de Cultura que encabezó Jorge Coscia tuvo recursos e iniciativa, y se movió fuertemente para estimular la creación y tener una visión federal de la cultura. Sólo una mirada sesgada puede negar acciones que, combinando recursos de la secretaría, el Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales (Incaa) y el Ministerio de Planificación Federal, produjeron impulsos notables, sobre todo en el área audiovisual (la Argentina, se contó en este diario, es hoy la tercera exportadora mundial de ficciones). Cada área hará su balance, pero no hay dudas de que el ministerio viene a coronar una política activa en materia de cultura. Y una forma de ver lo que ésta puede producir que no es menor: hace cuatro años, este cronista volvió sorprendido de lo que la acción cultural realizó en la antes desangrada Medellín. La secretaría se despidió con la inauguración de la Casa de la Cultura en la Villa 21 de Barracas, una iniciativa de efectos algo más perdurables e inclusivos que el megaconcierto de un producto televisivo en Palermo.
Las condiciones de Teresa Parodi se verán en el obrar, pero no le faltan buenos antecedentes. La artista y ahora funcionaria conoce el cuerpo a cuerpo de la docencia y las necesidades específicas de un área del arte, que permiten una visión comprensiva de todas las demás. Viene de dirigir el Espacio Cultural Nuestros Hijos, lo que da cuenta de su compromiso con los derechos humanos. Y desde el llano supo involucrarse en la lucha que llevó a la sanción de la Ley de la Música, que busca equiparar esa disciplina –como la Ley Nacional de la Danza presentada días atrás en el Senado– a los estímulos que reciben el cine y el teatro. Para seguir con la tónica: el pronóstico es que la flamante ministra de Cultura sabrá leer el panorama, y hacer lo que se necesita para que la cartera honre a la creación argentina como ésta merece.
Seguramente habrá otras lecturas del tema, pero esta columna termina acá. El acto de leer, afortunadamente, no.
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