Lunes, 16 de junio de 2014 | Hoy
LITERATURA › IOSI HAVILIO HABLA DE LA SERENIDAD, SU NUEVO LIBRO
La cuarta novela del escritor porteño es un extraño artefacto, tan teatral en sus excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa, el autor pone en tela de juicio los modos de representación.
Por Silvina Friera
Las raíces están en el misterio. De la sonrisa inicial al desenlace con el discurso de Heidegger –“la creciente falta de pensamiento reside en un proceso que consume la médula misma del hombre contemporáneo: su huida antes de pensar”– intervenido por la lengua florida del Protagonista, que pronuncia el texto frente a una multitud de ratones. La serenidad (Entropía), la cuarta novela de Iosi Havilio, es un extraño artefacto, tan teatral en sus excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa que pone en tela de juicio los modos de representación, el escritor no deserta. El puñado de imposibilidades y problemas que despuntaban en sus anteriores novelas, acaso en estado larvario, ahora son llevados al paroxismo. La anécdota dentro de la anécdota, para el héroe de esta ficción, sería su propio suicidio. “La reconstrucción es un anhelo imposible –se afirma hacia el final del libro–. El Protagonista deja la horizontalidad y se abalanza sobre el escritorio para dejar correr lo que queda de tinta: ‘el último soplo de un hábito decadente’. Desmenuza una biografía que nunca existió en el sentido estricto. Y, sin embargo, en el fondo del relato hay tensión, trama y personajes que, al igual que los extras y los decorados, cayeron en el atiborre. Sus frases fueron frívolas y sentimentalistas. Todas las decisiones estéticas le resultan impracticables. Se le ocurre una genialidad: resignar el papel principal y ver.”
“Yo tengo una relación difícil con la palabra personaje, como la palabra trama y estructura”, confirma el escritor a Página/12. “Entiendo que existen, pero en el trabajo de la escritura, cuando esas palabras intervienen, termina notándose. Y el texto se va deshilachando. Uno de los tantos corrimientos que supone La serenidad es pensar qué es eso de un personaje. Y aparece, en mayúsculas, El Protagonista.”
–¿Cuál sería la diferencia entre protagonista y personaje?
–El personaje es una función que puede volverse carne. Y ése es el intento: pensar el personaje como una verdadera entidad, sin distancia.
En Paraísos, tengo un personaje que se llama Eloísa y yo prefiero llamarla siempre Eloísa, no nombrarla como personaje. El Protagonista es el modo en que el narrador se nombra a sí mismo, así se sublima, pateando sus funciones de personaje. Esa es su aventura. Si me apurás, te diría que en ese movimiento cobra vida.
La aventura narrativa se le escapa de las manos al Protagonista en un juego donde es héroe y antihéroe. “Yo pienso La serenidad como una descarga, como una reacción casi orgánica –reflexiona Havilio–. Hay un momento en que El Protagonista se pregunta: ¿y yo qué hago en todo esto? Yo me sumo a esa pregunta en términos literarios. La descarga se volvió un texto y apareció una posible estructura y cronología. Hay un rechazo y a la vez un homenaje a ciertas formas de representación. De hecho cuando vi la palabra ‘fin’ al cierre de la novela, me di cuenta de que debía ir ‘telón’. Yo creo que es un texto que está interpelado e inspirado por expresiones no necesariamente literarias, sino más bien musicales, teatrales, audiovisuales. Es un texto puesto en escena en la distribución, en la inclusión de imágenes. No sé si la palabra es homenaje, pero sí tiene cierto vínculo con la teatralidad. Incluso el uso del adjetivo es claramente teatral y no contemporáneo.”
–Sin embargo, hay ciertas marcas de contemporaneidad, como “los ringtones más tristes de la historia” que aparecen mencionados.
–De tan contemporáneo me sale esto (risas). El Protagonista es un pobre hombre que realmente está atrapado en un círculo de expresiones previsibles. Y le sale esta descarga, este desborde. Yo lo siento como un pedido de auxilio por fuera y por dentro. ¿Qué es esto de escribir?
–¿Y qué es?
–Hay un momento en que empecé a preguntarme por el oficio, eso que para mí era una palabra de viejos, cuando estaba terminando de escribir mi anterior novela, Paraísos. ¿Quién está escribiendo? ¿Yo, el oficio, el narrador? Se produjo un conflicto muy interesante que dio origen a esta reacción. Escribir tendría que ver con acercarse y asomarse al misterio del mundo. Y el oficio puede que atente, que domestique el misterio. Eso me dio cierto pavor. En algún momento escuché que pasé de “escritor joven” a “escritor establecido” en un chasquido. Esa palabra, “escritor establecido”, me llevó a preguntarme por la materia de la escritura. Y el verdadero protagonista de esta novela es el lenguaje.
–¿Qué importancia tiene la filosofía en La serenidad, que ya desde el título remite a Martin Heidegger?
–Gelassenheit –la serenidad– fue uno de los textos de Heidegger que más me impactó en mi paso por filosofía. Yo estudié muchos años la carrera; fue un paso largo y frustrante. Antes de entrar a la carrera, pensaba la filosofía como una ficción o como parte de un universo donde no discrimino qué es ficción o ensayo. La academia me mató porque no supe adaptarme y se fue fagocitando mi vínculo con la filosofía. La génesis de mi placer filosófico está en ese texto de Heidegger, que fue quedando como un recuerdo de infancia, como uno de esos espacios que vas revisitando. Como Opendoor, mi primera novela, fue en otro sentido. En un momento, mientras estaba escribiendo esta descarga, apareció la palabra serenidad y volví a leer el texto de Heidegger, un discurso bellísimo que pronuncia en su pueblo natal, en 1955, en ocasión del aniversario de un compositor. Y tuve una imagen que sucedía en un futuro bien remoto. Me imaginaba los restos de la civilización y se me vinieron un conjunto de roedores o ratones, rescatando el texto de Heidegger. El Protagonista es un sobreviviente; es un hombre ya vencido que comparte irónicamente el texto de Heidegger, uno de las materiales más brillantes de siglo, con estos ratones que se mofan y se enternecen del hombre y sus meditaciones. También está (Jacques) Lacan, que lo abordé de una manera desprejuiciada, libre, descarada. Hay un texto en el que define las tres esferas del imaginario, donde piensa la expresión artística, que me resultó muy inspirador. La serenidad me permitió reconciliarme con el discurso filosófico y rescatarlo en el lugar de la ficción.
–Le permitió producir ficción con la filosofía, ¿no?
–Sí, y más que ficción: escritura, expresión. Tuvieron que pasar casi unos veinte años para poder reencontrarme con la filosofía. Yo hice varios estudios, estudié filosofía, composición musical, guión de cine. En todos fracasé. Después, con los años, estos estudios me supieron dar una recompensa. Hay un famoso poema de Fogwill, “Llamado por los malos poetas”. La serenidad es un llamado a los malos poetas, pero también a los malos filósofos. Se necesitan muchos malos filósofos dando vueltas permanentemente para rescatar la flor del pensamiento. El Protagonista es un mal poeta y un mal filósofo, pero de eso hace su pequeña epopeya.
–Hay también en la novela una cita bíblica sobre el buen ladrón y el mal ladrón, algo que no es ajeno en su narrativa.
–Es cierto. Pero no tengo un programa que establezca que en cada novela tengo que meter una cita bíblica. En este momento estoy escribiendo una novela y tengo una Biblia al lado. No he tenido una educación religiosa ni nada parecido, pero la Biblia es un texto fascinante. Ahora estoy trabajando con descaro las distintas versiones que hay del momento de la Resurrección; son cinco o seis ficciones en una. Es una especie de “elige tu propia aventura”, según Mateo, Lucas o el Evangelio que sea. Hay un texto que descubrí sobre el camino a Emaús, que es donde Jesús en carne y hueso se disfraza de caminante y se les acerca a dos incrédulos y camina con ellos hasta Emaús, tres días después de la resurrección. Lo que estoy escribiendo es el reverso de La serenidad, pero forma parte de la misma pregunta, del mismo barajar y dar de nuevo. Y está inspirada, en parte, por Resurrección de Tolstoi.
Más allá del dispositivo quijotesco en el que cada capítulo es presentado a la manera de la célebre novela de Cervantes –por ejemplo: “De cómo El Protagonista rompió con Bárbara, se enredó en discusiones ontológicas y fue humillado por la presencia del Gran Otro”–, La serenidad está intervenida también por otras escrituras. “Algunos que la leyeron me dicen que reconocen a (Witold) Gombrowicz, a (Osvaldo) Lamborghini, a (Roberto) Arlt.” “Sí, es probable. Pero si hay una influencia viva, tiene que ver con las escrituras corridas del naturalismo y del realismo del presente –subraya el escritor–. La literatura suele estar con la mirada puesta sobre las grandes obras y las grandes influencias. Me tomó trabajo liberarme y sacarme cierto lastre literario de la solemnidad que tiene que ver con algo que está entre tapa y tapa, y que todavía sigo sin entenderlo mucho.”
–El Protagonista queda en medio de una movilización y está tan perdido que no entiende muy bien lo que está pasando. Es como si todo le pasara por el costado.
–Podría decir que después de escuchar sobre la narradora de Opendoor, a la que le pasaba todo por el costado –en la que hay cierta indiferencia, ya que así como se droga hasta la médula va a recoger moras–, me pregunto si será un poco eso. ¿Es indiferencia? Yo estoy convencido de que uno escribe por dos razones: para preguntarse quién es el que habla, qué le está pasando a ese protagonista, y para preguntarme quién soy yo. En un momento descubrí que había una estrategia. Ese desapasionamiento tenía una contracara en la vehemencia del lenguaje y la expresión. Todo esto que a ella parecía resbalarle en Opendoor lo expresaba necesariamente en la escritura, en el decir. Esto estalla por los aires en La serenidad. Si al Protagonista pareciera que la novia lo deja y está en la plaza desorientado, y viene un hombre que le dice que es su hermano y de-spués se acuerda de que no tiene hermano, él grita su libertad de una manera barroca, visceral y también cursi. El relato de ese momento en la plaza es muy sentido, aunque él esquive las pancartas y las columnas. Su revolución pasa por el decir, por el relato mismo.
–El Protagonista recuerda que sus convicciones eran aleatorias, que podría votar, como cuando jugaba de niño, a la UCedé, a los peronistas, al MAS. ¿Este desconcierto admite una lectura generacional?
–Sí, en un momento El Protagonista, cuando recuerda la urna de cartón que había hecho para celebrar la vuelta de la democracia, dice: “Su izquierda, su derecha; su letanía desamorada”. Para mí fue enorme escribir eso. Hay una mirada en relación con lo vivido que hace que esté plagado de contradicciones, que en este desboque salieron un poco a la luz, ¿no? Yo nací el mismo año en que murió Perón. Mi madre es artista, pintora; mi padre, comerciante, un hombre criado en cierta burbuja de clase media. Siempre me quedé en un lugar conformista y cuando quise superar eso me sentí fuera de juego, algo que coincide con el momento en que empiezo a escribir y publicar. De preguntar y recibir respuestas medio abstractas sobre la década del ’70, en la que pasé mi infancia, que es donde se cuece todo, pasé a un desayuno brutal y a ver las esquirlas del otro. Eso sucede políticamente, pero también en la literatura. Así como uno celebra ese desayuno brutal, también de algún modo me silenció. ¿Qué puedo decir yo en ese concierto? No soy ni hijo de militantes ni hijo de desaparecidos. Ahí aparece ese “revisionismo” de plantear que yo tengo de todas formas un relato para contarme. En La serenidad está graficado en esa urna de cartón que me hice. Nos habíamos ido a vivir a París por un año y volvimos en el ’83. Y yo en esa urna votaba por todos, jugando. “Era su izquierda, su derecha.” El desconcierto de dónde estaba parado lo pude pensar un poco en esta novela. Me acuerdo de que Fogwill, a su modo brutal, decía que para triunfar en España con una novela había que poner cada 50 o 60 páginas la palabra “desaparecido”. Más allá de lo brutal, tiene también un costado que te permite pensar y tomar prestada una herencia que no tengo. Escribir es una actividad imparable que te toma en la vigilia, en el sueño. A los seis o siete años, cuando salimos de Buenos Aires para hacer un viaje a Chile, vi un cartel que decía “Opendoor”. Y le pregunté a mi padre qué era. El me dijo que era un pueblo donde había un hospital para locos de puertas abiertas. Yo le pedí y le rogué que bajáramos, que lo quería ver. Pero, ante la negativa de mi padre, tuve que imaginarme ese lugar. Y no fui consciente entonces de que eso sería una novela veinticinco años más tarde. Yo tengo la idea del escritor como médium y hay que trabajar ese médium. La escritura es un acto de liberación del ego y del yo para entregarse al narrador.
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