Lunes, 16 de junio de 2014 | Hoy
LITERATURA
¡Distinguidos invitados! ¡Queridos paisanos!... ¡Distinguidos ratones! ¡Queridos humanos!... ¡Gracias por esta celebración de hoy! ¡Gracias al alcalde, a mi país, a nuestra hermosa civilización! ¡Gracias, gracias, muchas gracias!... Murmurando tres notas debajo de su tono, El Protagonista recordaba en sobremesas las mil anécdotas del Filósofo Alemán: ¿Antisemita? ¿Homosexual? ¿Negro? Admirador de los nudillos del Gran Dictador, tan delicados y risueños, manos de terciopelo, ríos de sabiduría. ¡Qué manicura! ¡Y esos párpados! ¡Y el ángulo del mentón! ¡Y sobre todo la pulcritud del cutis! ¡Ni una imperfección, ni un barrito! Un hombre con semejante piel debía ser portador de una paz interior, de un temple... no podía albergar mal alguno en su constitución. Un palabuevo, hubiera dicho El Padre. (¿Por qué baños nuevos andaría después de todo?) Una celebración exige que pensemos... Pero no nos hagamos ilusiones. Todos nosotros, incluso aquellos que, por así decirlo, son profesionales del pensar, todos somos, con mucha frecuencia, pobres de pensamiento... ¡Más que pobres, indigentes! El Protagonista rimbombaba la voz. Tragó saliva y estiró el brazo para alisar el texto considerando de reojo la multitud de ratones. (Siempre es mejor mirar de frente a un individuo que de costado al mundo entero, otra máxima del Padre). Su Yo Roedor se había acodado contra un lomo haciendo equilibrio en las narices del Dante para monitorear de cerca el tenor del discurso. Y desde ahí lanzaba mensajes paratextuales a la multitud, un tic preciso, suficiente para encender las masas.
* Fragmento de La serenidad (páginas 136-137).
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