Sábado, 29 de noviembre de 2014 | Hoy
LITERATURA › OPINION
Por Tamara Kamenszain
Cuando en 1979, viviendo en México, entré a trabajar al suplemento cultural del diario El Universal, la primera nota que se me ocurrió ofrecer fue un panorama de la “nueva literatura argentina”. Así, a vuelta de correo –lo cual equivalía en esa época a esperar por lo menos un mes entre enviar la carta y recibir la respuesta–, conseguí textos de César Aira, Luis Gusman, Ricardo Piglia, Osvaldo Lamborghini y Arturo Carrera, entre otros. (Queda más que claro, por haber hecho una convocatoria exclusivamente masculina, que la conciencia feminista que después adquirí gracias a las militantes mexicanas todavía era nula para mí.) Al pedido de materiales agregué un cuestionario sobre el estado de la literatura argentina, que muy pocos contestaron. Cito parte de la imperdible respuesta de Ricardo Piglia: “El estado actual de la literatura argentina me parece deplorable. ¿Qué se puede decir de una literatura en la que Sabato es considerado un gran escritor, en la que Borges ha sido convertido en una especie de versión kitsch de Pierre Menard?”.
Tiempo después me topé en una reunión social con Octavio Paz, quien reconoció en mí a la joven redactora responsable de la nota sobre los argentinos. Sus únicas y lapidarias palabras al respecto fueron: “La literatura argentina es demasiado localista y a ustedes parece que nada les viene bien”. Hoy, leyendo un texto del ya no tan joven escritor Alejandro Rubio (1967), algo parece hacer eco en las palabras del vate mexicano: “La literatura argentina está en guerra con la literatura de los otros, en un primer corte con la literatura de los connacionales pero, afinando mejor la puntería, está en guerra con la literatura universal, con la inmoral pretensión de que hay algo inventado por gente que no es argentina que se llama literatura”. Por algunos nombres que cita –Piglia, O. Lamborghini–, Rubio parece estar aludiendo sobre todo a esa misma generación que yo había antologado en 1979.
Pero hoy las cosas cambiaron bastante. El “localismo” que nos endilgaba Paz –y que creo refiere a esa opacidad de la lengua que nos volvía intraducibles y que Borges llamó con desprecio “barroquismo”– parece haberse atenuado bajo el influjo de las diversas oleadas globalizadoras. En consecuencia, también parece haber quedado debilitada nuestra tendencia al disenso beligerante. Por eso me pregunto qué pensarán los mexicanos cuando entren en contacto con los nuevos escritores argentinos en la próxima Feria de Guadalajara. Casi me arriesgaría a asegurar que se sentirán menos desconcertados que Octavio Paz, ya que hoy es un hecho que todas las literaturas se parecen bastante entre sí. Y eso no es ni malo ni bueno. Lo que sí es seguro es que el título del genial artículo de Rubio, “La literatura argentina es el mal”, parece estar refiriendo al pasado.
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