Sábado, 30 de mayo de 2015 | Hoy
LITERATURA › JERÔME FERRARI, AUTOR DE EL SERMON SOBRE LA CAIDA DE ROMA
El escritor francés vivió y trabajó en Argelia, en Córcega y actualmente reside en Abu Dhabi. Su novela, que obtuvo el Premio Goncourt 2012, atraviesa el siglo XX, como si fuera una especie de tragedia clásica contemporánea.
Por Silvina Friera
“Los mundos pasan, es cierto, uno tras otro, de las tinieblas a las tinieblas, y su sucesión tal vez no signifique nada.” La frase, que destila un nihilismo amortiguado por el aliento poético, pertenece al último párrafo de El sermón sobre la caída de Roma (Literatura Random House), título que se inspira en la prédica de San Agustín en el año 410. El escritor francés Jérôme Ferrari escribió una excepcional novela con la que obtuvo el Premio Goncourt 2012, uno de los más prestigios de la escena literaria francesa. La historia atraviesa el siglo XX, como si fuera una especie de tragedia clásica contemporánea, hilvanada mediante tres hilos narrativos. Dos amigos de la infancia patean el tablero de sus rutinas parisienses como estudiantes para hacerse cargo de un bar en Córcega. El abuelo de uno de estos jóvenes fracasa en su propósito de reconstruir un mundo ideal en Indochina. Su nieta, luego de un viaje de estudios a las ruinas de Hipona, se replantea su lugar en el mundo.
La novela está dedicada al tío abuelo del escritor, Antoine Vesperini, porque le “robó” gran parte de su vida para el personaje de Marcel Antonetti, ese viejo arisco y terco como una mula, “acunado por el resentimiento”, que descarga sus frustraciones en su nieto Matthieu, joven que añora sus raíces corsas y junto con su amigo de la infancia Libero decide tener “un bar propio” –equivalente al “cuarto propio” de Virginia Woolf– y abandonar los estudios de filosofía en París. Este resentimiento de Marcel opera en simetría y lo que él rechaza de su nieto no es más que la imagen invertida de sí mismo. “Antoine es el hermano más chico de mi abuela; nació en 1919 y todavía vive. El me contó cómo estaba Córcega en los años ‘30 y también me dio mucha información sobre la Segunda Guerra Mundial; era una injusticia, entonces, no dedicarle la novela”, cuenta Ferrari a Página/12. El escritor, que nació en París en 1968 y ha vivido y trabajado en Argelia, en Córcega y actualmente reside en Abu Dhabi (Emiratos Arabes), es autor de las novelas Balco Atlántico (2008), Un dieu un animal (2009) y Où j’ai laissé mon âme (2010), entre otras.
–Matthieu y Libero se cansan de la vida en París en la novela. ¿A usted le pasó lo mismo?
–Sí, me pasó exactamente lo mismo. Matthieu tiene aspectos biográficos similares a los míos. Yo nací también en París, volví a Córcega después de mis estudios, a los veinte años, pero no abrí un bar (risas). Luego del movimiento de emigración de la isla, hubo un momento en que muchos jóvenes que teníamos orígenes en Córcega volvimos, se produjo un retorno político. Había un movimiento nacionalista y este retorno político participaba de una voluntad identitaria. Cuando estaba en la facultad, todos los jóvenes corsos que integraban este movimiento se querían independizar de la metrópoli francesa. Incluso trabajé dos años en un periódico nacionalista corso, pero fue una muy mala experiencia periodística (risas).
–¿Comparte ese escepticismo hacia la filosofía que tienen algunos de los personajes de El sermón sobre la caída de Roma?
–No, ese escepticismo no es el mío para nada. Yo todavía enseño filosofía, pero comprendo el escepticismo de los personajes porque estamos en un mundo en que el esquema de valores desplaza de un lugar relevante a la filosofía. Pero eso no me importa. Mis alumnos de Porto-Vecchio, que es una ciudad de Córcega, me preguntaban qué me había pasado en la vida, por qué había elegido la filosofía en vez de vender ropa o trabajar en un bar. La filosofía aparece asociada a la inutilidad y al hecho de que uno jamás puede ganar dinero ni hacerse rico.
–El bar tiene mucha importancia en esta novela. ¿Qué le interesa de ese mundo?
–El bar es importante no sólo en esta novela; aparece también en otras. Córcega es un lugar muy rural y a la vez muy turístico. Los bares son ámbitos donde sucede la vida, especialmente en los pueblos. Gracias al turismo, se convirtieron en lugares de encuentro porque en el mismo espacio se puede cruzar gente que jamás se conocería en otros sitios. Por ejemplo, en la novela hay estudiantes, turistas, pastores, gente de muy alto nivel que normalmente en la vida real no entrarían siquiera en contacto. El bar es como una reserva de historias posibles y reales también.
–Hay un evidente interés por la idea de finitud que pertenece al universo de esta novela. ¿Este tema aparece también en otros libros?
–Sí, la finitud está en casi todas mis novelas. Es el punto de encuentro que me interesa entre la literatura y la filosofía. El mundo que está acabándose aparece en mis primeras novelas. La preocupación por la finitud es algo estructural en mi narrativa, es un tipo de sensibilidad que no se puede explicar, una sensibilidad que hace que para uno la filosofía sea interesante o no. Hay un texto de Martin Heidegger, Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad, que me parece fundamental. Por eso también me gustan las novelas rusas y Borges. No me interesa hacer novelas filosóficas, sino que intento utilizar ciertos conceptos de la filosofía de manera literaria.
–¿Cómo fue la experiencia de lectura con Borges?
–Traté de leerlo en el Liceo, leí Ficciones pero no me gustó. En la universidad empecé de nuevo con Borges y lo he leído todo. La obra de Borges es tan singular que cuando uno empieza está tentado de plagiarlo. En mi primera novela ,Aleph zéro, hay un capítulo sobre “El Aleph” de Borges y al principio puse una frase del cuento: “Vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo” (la dice, de un tirón, en español). Uno intenta plagiar a los escritores que admira sin quererlo cuando empieza a escribir; es inevitable. La escritura tiene que nutrirse de todas las influencias posibles y al mismo tiempo superarlas para encontrar una identidad propia. No creo en las generaciones espontáneas ni en literatura ni en nada. Cada escritor está lleno del eco de los escritores que ha leído. El problema es superar la parodia y el plagio. Me encanta Fiodor Dostoievski, pero no me parece que su escritura me haya contaminado. Al contrario, cuando uno lee a Gabriel García Márquez es casi imposible no caer en la parodia.
–El sermón sobre la caída de Roma no parece una novela típica en términos de aquellas obras que suelen ser premiadas... ¿Qué significó ganar el Goncourt?
–Tuve mucha suerte, francamente si me hubieran dicho que iba a ganar no el Premio Goncourt, sino otro premio literario, jamás lo hubiera creído. Hace quince años hubiera sido imposible que una novela que transcurre en Córcega hubiera ganado, porque había una suerte de cliché folklórico que estaba atado a la imagen de Córcega y era tan potente que no había posibilidad de que se pudiera leer mi novela. La verdad es que el Goncourt fue una sorpresa. Y me alegra mucho haberlo ganado con esta novela porque para mí y para otros autores es importante hacer de Córcega un tema literario normal.
–Vivió y trabajó en Argelia, Córcega y Abu Dhabi. ¿La situación de extranjería le sirve para escribir?
–Sí. El hecho de vivir afuera y de viajar me sirvió mucho. La influencia de Argelia fue muy importante en mi literatura; es un país complejo para vivir, aunque los argelinos son encantadores. Llegué en 2003, cuando se reabrieron los liceos franceses, que llevaban diez años cerrados a causa del terrorismo. El proceso de escritura te convierte en un extranjero.
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