Martes, 7 de julio de 2015 | Hoy
LITERATURA › FLAMINIA OCAMPO PRESENTA SU NOVELA COBAYOS CRIOLLOS
Nacida en Roma, formada en Buenos Aires y radicada en Brooklyn, la hija de la escritora Elvira Orphée retrata en su nueva novela el lado sombrío de una sociedad disciplinada por prácticas de vigilancia, espionaje y control sobre los cuerpos.
Por Silvina Friera
“Volveré a obsesionarme con un cadáver”, confiesa una detective cuyo nombre nunca se sabrá, pero que asume el papel de una periodista argentina que vive en Nueva York, Elena Asaire, y regresa a Buenos Aires para investigar el crimen de Kathy Gateway (KG). La víctima, una norteamericana con una fortuna personal calculada entre 20 y 50 millones de dólares, trabajaba en la cuestionada Big Pharma, promoviendo el uso de nuevas drogas, sobre todo psicotrópicas, en encuentros con psiquiatras y médicos clínicos de distintas partes del mundo que se realizan generalmente en lujosos hoteles. La supuesta Elena quizá sea la más antipática de las detectives, pero también la más irónica. Antes de aparecer flotando en las aguas del Río de la Plata, Kathy desapareció de la fiesta en la que estaba presentando el antidepresivo Zexed, un placebo contra la melancolía, el cansancio, el insomnio y la angustia. “Creeme: el mejor amigo del hombre, después del perro, es el farmacéutico. ¿Notaste que la gente no puede vivir sin tragar algún tipo de remedio”, le dice uno de los personajes a Elena. La novela negra Cobayos criollos de Flaminia Ocampo, publicada por la editorial Aquilina en la colección Negro Absoluto, retrata el lado sombrío de una sociedad disciplinada por prácticas contemporáneas de vigilancia, espionaje y control sobre los cuerpos.
Ocampo, que nació en Roma y vive en Brooklyn desde 1995, cuenta a Página/12 que leyó artículos periodísticos sobre cómo medican a los chicos de las minorías y a los más pobres o con dificultades en las escuelas para “tranquilizarlos”. “Me di cuenta de que con la depresión pasa algo parecido. Al mismo tiempo reconozco que los laboratorios son importantes, no es que creo que podamos vivir sin ellos, pero es dura esa sensación del uso continuo de los seres humanos para el enriquecimiento de corporaciones. Después se me ocurrió matar a alguien de alguna de estas corporaciones y me gustó esa idea del evento en un hotel y la gente que no se puede ir porque cada uno tiene algún interés por quedarse o la ilusión de algo que va a pasar. Ellos creen que están en una fiesta, pero en realidad son los cobayos.”
–Ella saca ese nombre prestado de una periodista, a quien le pagan por prestar su identidad. En esta situación, me la imaginaba como Elena Asaire, pero en otra se llamaría de otro modo. También pensaba en tanta gente en el mundo que no tiene identidad, en este mundo donde la identidad lo dice todo porque las redes sociales son sobre nuestra identidad, nuestros nombres, nuestras caras, nuestras ocupaciones. La idea era que ella está tan acostumbrada a esconderse y aparentar ser otra, que está acostumbrada a esa vida sin identidad. No sé... quizá era un poco rebuscado, ahora que lo pienso... Pero me daba gracia hacer una detective un poco fantasmal.
–Sí, eso me pasó con un taxista y me dio tanta rabia que pensé: alguna vez lo voy a poner en un libro. Como verás tengo acento, lo sé, pero el taxista me decía todo el tiempo que yo era yanqui y me daba clases de historia argentina, pero una clase errada (risas). Me gustaba que no reconociera que soy lo que soy, que yo dijera que soy argentina y lo negara por una idea prefijada. Pero ese trayecto en el taxi fue larguísimo e insoportable. Me bajé unas cuadras antes de la irritación que me había dado. Me pasa mucho cuando escribo que hay pequeñas situaciones de la vida que me quedan en una especie de archivo mental y pienso que algún día las voy a usar, pero son peligrosas cuando escribís porque pueden entrar bien o pueden estar fuera de contexto. Acá tiene cierta gracia y me parece que quedó bien, ¿no?
–Sí, en la primera versión era más antipática. Me costaba entender un poco el argumento de que si empezás a leer un libro donde la que va a contar la historia te está diciendo lo antipática que es y lo poco simpática que resulta es difícil entrar. Entonces suavicé un poco su antipatía y las respuestas cortantes, que son las respuestas de la gente cuando quiere ser eficiente y en vez de hablar mucho prefiere ir derecho al punto que se está tratando. También quería una persona que tuviera sobre los hombros el peso de otra cultura que no reconoce del todo, que es la cultura norteamericana.
–La tristeza es algo normal y a veces te distingue un poco de los otros en esta sociedad donde hay una necesidad de aparecer como exitoso y feliz. Si te duele la cabeza, lo primero que pensás es en tomar una aspirina. Mucha gente cree que debe tomar algo ante el dolor. No se piensa que soportar el dolor te va a hacer más fuerte o te va a enseñar algo. Más bien la respuesta es cómo me saco este dolor pronto, así puedo seguir con mi vida.
–Sí, es verdad. Pero una vez leí el testimonio de una mujer que le habían hecho una operación por el cáncer de mama que tenía cuando no existía la anestesia y ella se refería al espantoso dolor cuando la cortaron... Imaginate ese dolor cuando nosotros ahora no concebimos que nos saquen un diente sin anestesia. Tampoco es tan importante tener resistencia al dolor, quizá habría alguna finalidad en soportar, pero no sé cuán importante es. En el fondo no sé si nos importa tanto que nos usen. Hay mucha gente que quiere ser cobayo, gente que tiene enfermedades incurables y les interesa probar medicinas que todavía no están aprobadas. El tema es de doble filo y eso lo hace interesante porque si fuera blanco o negro no tendría el más mínimo atractivo.
–Sí, por eso pensé en escribir en el género policial, porque me permite cierta liviandad. Siempre tuve muchas ganas de escribir un policial más en el estilo de Patricia Highsmith con esa cosa perversa del crimen que se comete sin que afecte, como son sus personajes. Sus personajes matan sin ningún pensamiento de que lo que están haciendo no es correcto, que por supuesto es la mentalidad del psicópata. Pero aunque no me salió así, estoy muy contenta de haber escrito esta novela policial porque dudé mucho y la tuve guardada en un cajón durante mucho tiempo. También quería ir con cuidado porque el tema de la depresión es bastante triste para la gente que lo sufre, entonces no quería burlarme. Al final, el personaje que salió mejor fue Leonora, porque es la depresiva a quien su depresión le permite ver todo más correctamente que los otros que no están deprimidos. Muchas veces tenés un personaje importante que después va muy en contra de la narración. Leonora siempre fue a favor de la narración.
–En mi vida diaria soy bastante irónica, tengo una manera de acercarme a la vida siempre encontrándole el lado irónico de la situación. Cuando empecé a dar clases en la universidad, no hablaba tan bien el inglés como para enseñarle a gente muy joven. Si no hubiera tenido un sentido de la ironía y de burlarme un poco de mi misma, muchas situaciones hubieran sido más difíciles. Después te das cuenta de que los estudiantes están tan aterrados como vos y que no vale la pena preocuparse.
–El gran privilegio de la ficción es que podés hacer lo que se te antoje, pero acá el tema me hacía sentir cierta responsabilidad. Pero apenas empecé a imaginar el hotel, las mesas, cómo estaban vestidos los invitados, fue casi cinematográfico. Es una novela que la empecé a escribir hace diez años y la abandoné muchas veces. Primero la contaba Leonora la depresiva; cambié varias veces quién llevaba la narración. Cuando escribo, nunca estoy segura de lo que estoy haciendo. Muchas veces en la universidad, mis alumnos me preguntan si tienen que usar la primera persona o la tercera, un gran tema de discusión en las clases. Lo que me pasa es que me aburro bastante con lo que escribo y no puedo dedicarme a una sola cosa porque después de un rato me canso. Además, como soy bastante obsesiva tengo que cortar con la obsesión.
–El aburrimiento aparece en ese momento en que me empiezo a dar cuenta de que algo se está perdiendo y que la persona mecánica está escribiendo. Y mecánicamente puedo escribir mucho, mucho y muy malo. Es ahí donde sé que tengo que ir a otra cosa. Siempre me desanimo y me digo: “No, esto no es tan bueno, dejalo descansar...” Yo creo mucho en el descanso de la palabra escrita porque la palabra escrita tiene sus encantamientos, salvo que te venga la duda que te corta el hechizo. Por eso es bueno dejar en reposo la palabra escrita, así el hechizo de la palabra desaparece un rato de tu vida y cuando lo retomás ya no es un material hechizado.
–Sí. Muchas veces he trabajado viendo material sin sonido, además me gustan mucho las películas mudas. Curiosamente, en las películas mudas no es la desesperación lo que notás, es otra cosa, es un mundo mucho más gentil. Los ruidos es lo que más irrita a la gente. El sonido, que es algo que molesta, también nos hace la vida menos solitaria. Yo vivo entre Brooklyn, en un lugar que es muy ruidoso, y en una casa en las afueras totalmente silenciosa. Y me doy cuenta de que el ruido de la calle, de la gente hablando o riendo, me hace participar más de la sociedad. Cuando estás en el silencio, te volvés más ermitaña (risas).
–Tengo una nostalgia que ni siquiera sé si es verdadera. Yo llegué a la Argentina cuando tenía diez años, por lo tanto no tuve mi infancia en la Argentina, que es un momento importante de la vida. Pero tengo una nostalgia con la naturaleza de Buenos Aires, con los árboles. Gabriela Mistral también tenía algo con los árboles; ella decía que para escribir necesitaba tener un árbol, que no podía escribir contra paredes.
–De chica vi que a mis padres la vida no les interesaba mucho, pero pintar y escribir sí. Y cuando sos chico, sentís fascinación por el mundo de los adultos. Había muchos códigos como no interrumpir y no molestar. Y estaba esa idea de cuánto tiempo pasaban haciendo lo que hacían. Yo estoy muy agradecida porque haber visto esa pasión por tantos años es algo que me contagiaron. Mis padres fueron una escuela de disciplina y obsesión, que me parece que es una buena escuela (risas). Mi definición de la gran diversión es sentarme a escribir. Mi madre le daba tanta importancia a la escritura, era tan central en su vida, que me acuerdo que el primer cuento que escribí lo hice para decir que yo también podía. Debía tener 16 años. Elvira Orphée, como escritora, es absolutamente lírica, no tenemos para nada el mismo estilo. Con mi madre me pasa lo mismo que con Clarice Lispector: cuando no estoy inspirada abro alguno de sus libros y leo en voz alta, como si hiciera un precalentamiento. En una frase muy breve mi madre condensa una cantidad de significado que no estás esperando; tiene un juego con el lenguaje que es muy particular.
–Era un cuento policial sobre alguien a quien acusaban de un crimen. Tenía su gracia, lo publiqué en una revista mexicana. Mi madre lo apreció y me dijo que el cuento era una mezcla de Silvina Ocampo y Juan José Hernández. Entonces me dije: “pasé el examen” (risas).
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