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Viernes, 14 de agosto de 2015

LITERATURA › GABRIELA MASSUH HABLA DE DESMONTE, SU NUEVA NOVELA

“Un libro es una ventana para salir del encierro”

La escritora comparte con Catalina, la protagonista de su última y fascinante ficción, una sensibilidad hacia las comunidades indígenas de Orán, “apiñadas ahora como basura en los márgenes del pueblo”, en palabras del personaje de la novela.

El paisaje mental de la literatura argentina contemporánea no despierta el menor interés en la estrafalaria Catalina, personaje inolvidable de la novela Desmonte (Adriana Hidalgo), de Gabriela Massuh, que espera el regreso de su hijo, un joven que pone literalmente el cuerpo en la causa de una comunidad originaria de Orán (Salta), confinada a una intemperie brutal al ser desa- lojada sistemáticamente de sus tierras. El hilo de una misma sensibilidad política conecta a madre e hijo: el interés por las historias de las personas que se volvieron invisibles. Catalina tiene que escribir –para el suplemento cultural de un diario– un artículo sobre la escena literaria actual con su “banalidad de cabotaje”, con “libros ariscos” que le hacen “un guiño a una feligresía de semejantes”. Ella preferiría narrar una crónica sobre esos temas que “no le interesan a nadie”, estribillo que le repite el director del suplemento o la mujer de una editorial española que rechazó uno de sus manuscritos. Catalina se afirma desde la posición de quien nunca estuvo dentro de ningún mapa literario ni desea estar; es una figura “lateral” –también por su vulnerabilidad emocional– que postula que “no hay derecho a escribir sin piedad” y desea recuperar un sentido totalizador que pueda escapar de la endogamia del presente.

Qué formidable es la tercera novela de Massuh, una de las ficciones más intensas y políticamente feroces de los últimos tiempos. La autora de La intemperie y La omisión, actual directora editorial de Mardulce, que estuvo durante dos décadas al frente del Departamento de Cultura del Instituto Goethe de Buenos Aires, lanza toda la carne literaria en el asador. “La historia estuvo amalgamada desde el comienzo –cuenta Massuh a Página/12–. Lo que precedió a la novela fue mi contacto con las comunidades guaraníes y kollas de Salta durante muchos años; algo que vengo siguiendo desde el año 2002 con los desocupados en Mosconi. Yo la acompañé a Norma Giarraca a hacer investigaciones; en aquel momento todavía estaba en el Goethe y ahí empezó mi relación con los movimientos sociales y mi enorme aprendizaje respecto de otra política que fue muy clave para entender el 2001. En Salta conocí a dos dirigentes guaraníes importantísimas que defendían precisamente La Loma. Y también conocí a la comunidad de Tinkunaku, que es la comunidad kolla que está del otro lado. Tradicionalmente los guaraníes se mezclaron siempre y los kollas, al dominar una geografía más alta, pueden autonomizarse más. Los guaraníes son agricultores y más sedentarios; los kollas son seminómades, es decir que suben y bajan de acuerdo con la estación y tienen ganado. Entonces los kollas de Salta se pudieron mantener aislados. Yo los visité varias veces y pude asistir al deterioro de las sucesivas expulsiones y pérdidas de terreno y el debilitamiento de la lucha. Y cómo alrededor de Orán, de San Martín, de Chamical, se empezaban a crear villas miseria.”

El modo acompasado de hablar de Massuh, como quien mide la temperatura de las palabras en la lengua, se altera lentamente. Una tristeza le nubla la mirada. La escritora comparte con Catalina, la protagonista de Desmonte, una sensibilidad hacia las comunidades indígenas de Orán, “apiñadas ahora como basura en los márgenes del pueblo”, en palabras del personaje de la novela. “En cada viaje pude ver cómo las villas miseria eran cada vez más grandes. La ciudad de Orán, que era una ciudad de clase media, de comercio, de viajantes, se convirtió en una especie de pequeña Santa Cruz de la Sierra. Empecé a vivir eso con muchísimo dolor, porque fue paralelo al deterioro físico de los jóvenes guaraníes, que ya a los 18 años no tienen dientes.”

–Hacia el final de Desmonte, hay una conferencia del gobernador de Salta en la que machaca sobre el prejuicio de la “cuestión cultural” al afirmar que los aborígenes se niegan a ir al hospital y que “no quieren aceptar la cultura del trabajo”.

–Eso fue tomado de un diario, eso dijo en su momento el gobernador de Salta. Los diarios repiten que es un problema cultural y que no es un problema económico y social. La invisibilización de la pobreza ha ido creciendo en los años ’90 con la privatización, pero también después del 2000 por la cantidad de planes sociales distribuidos que sustituyen la necesidad de trabajo. Está bien que se den planes sociales pero a veces, vía punteros, el hecho de sacar a las comunidades de su entorno hace que adquieran los métodos rurales de convivencia: “Te damos un lugar, si aportás al puntero”. Entonces empieza toda esa cuestión punteril de los planes sociales, que es una forma de sojuzgamiento, de invisibilización de la pobreza, de correr la pobreza a los bordes de los centros urbanos. Ese fenómeno es intolerable porque yo conozco ese paisaje de Orán desde mi infancia. A mí también me arrebataron el paisaje de Orán. Cuando vas por la ruta que une a Hipólito Yrigoyen con Orán, ves una cortina de árboles y pensás que detrás de la cortina de árboles hay más árboles. Pero no, es un fake: detrás de los árboles hay soja y no monte. Yo hice un cálculo de comunidades que se habían anotado con personería jurídica o no después de 1995, que fue cuando se vendió el Ingenio. Calculando la cantidad de comunidades y cuánta gente podría integrarla, llegué a una cifra increíble de gente desplazada, que más o menos me daba unas 30 mil personas entre 1995 hasta ahora. No tengo forma de corroborarla porque la asimilación ha sido perpetrada y no hay estudios específicos. Podés ver una imagen entre lo que son las afueras de Orán, empezar por esa imagen y seguir por otras villas hasta desembocar en la villa 31. La inmensidad de la Argentina está trasvasada por villas que antes eran población rural. Todo este trasvasamiento bestial que se produjo en los últimos treinta años es una herida abierta.

–¿Por qué este tema no ha sido “tratado” en las novelas, en las ficciones de los últimos años?

–Es un poco antipático pretender que la literatura esté obligada a tomar ciertos temas. El cine y la literatura son grandes ventanas para mirar una realidad que desconozco, pero que es mía también. Ya sea tanto de Noruega, como Karl Ove Knausgard, que me tiene atrapada y no sé si hago bien en dejarme atrapar o no –a veces me parece banal, otras veces no–, como Doris Lessing con su análisis de esas mujeres que querían su independencia y les molestaba tener hijos. Desde uno a otro, para mí un libro es una ventana para salir del encierro. Siempre tuve la necesidad de que me atrape una historia y que me muestre algo, que me enseñe algo, así sea Virginia Woolf con Mrs. Dalloway. Aprender esa sensibilidad, aprender ese mundo, esa conmoción de esos años. Los libros son entradas a otros mundos que son mundos propios. A veces me asfixia la literatura contemporánea con esas historias tan pequeñas y tan domésticas, esa insistencia en no contarte nada y decirte: “Mirá qué valiente soy que no te cuento nada”.

–Joyce decía que si algún día Dublín desapareciera de la faz de la Tierra se podría probar que existió a través del “Ulises”. Si algún día Orán, Hipólito Yrigoyen, toda la zona salteña por donde se mueve una parte de Desmonte desapareciera, quedaría su novela para comprobar que existió.

–Qué bueno, muchas gracias, me encanta eso... Hay algo de la geografía de la Yunga que es muy atractiva, hay un olor muy especial, el olor de la madera y de los pájaros. Hay dos cementerios guaraníes en La Loma a los cuales ellos no pueden acceder. Ellos habitaban desde siempre la zona, hasta que se instala el Ingenio en 1926 y los guaraníes siguen habitando allí y el Ingenio los va tomando como mano de obra barata, los va corriendo un poco, van y vienen. Como son seminómades no importa porque el seminomadismo es tener una casa arriba para el verano y otra abajo; las casas guaraníes son bastante precarias, son casillas, entonces se pueden hacer y rehacer. Y lo que te da pauta de que hay una casa es que están siempre bajo la sombra de un árbol de mango. Convivieron hasta 1995 así, mal que mal, bien que bien; hubo protestas, siempre se arreglaba, pero estaba el acceso a la copa de leche. En el momento en que se vende el Ingenio, el comprador tiene la escritura por equis hectáreas, nadie sabe bien cuántas hectáreas, más o menos un millón –este es un dato que saqué de Página/12–; compra el Ingenio con gente adentro y ahí hay una fuente de conflicto. Los kollas que están del otro lado y están más arriba tienen escritura porque le ganaron un juicio a Techint por el oleoducto que va al Perú.

–¿Cambió los nombres de los dirigentes kollas y guaraníes en la novela para evitar problemas?

–Sí. Estuve no solamente con Norma Giarraca, sino cuando un dirigente mapuche de Neuquén fue a darles un taller de capacitación sobre cómo defender sus tierras. Después también logré que un director alemán, Thomas Heise, filmara una película con los kollas en Tinkunaku. Sistema solar es un documental sin palabras sobre la vida y la existencia de Tinkunaku, como si fuera un último paraíso en la Tierra.

A regañadientes, luchando contra la ausencia de su hijo, Catalina avanza en la escritura del artículo acerca del Carlos Argentino Daneri de estos tiempos. “La ficción actual es generosa en partos fundantes: crea de nuevo la vanguardia, la negación del lenguaje, la novela del yo, la postulación de la antihegemonía, el circunloquio existencialista, el Got ist tot, la destrucción iconoclasta, la experimentación, etcétera. Puede estar repitiendo la transgresión de algún movimiento anterior pero no como cita, sino como alguien que inventa nuevamente la rueda y se jacta de ello”, plantea el personaje.

–¿Por qué Catalina afirma que “la literatura de hoy está exenta de comparecer ante el tribunal de la crítica”?

–No hay un tribunal de la crítica. Estamos en una época que es acrítica porque es ahistórica, estamos viviendo en una especie de eterno presente. La globalización nos impone un eterno presente. Al no haber contexto, tampoco es posible la crítica, es muy difícil insertar pautas de valoración cuando el único hilo conductor para poner el valor es el mercado. Eso genera una enorme confusión y también genera ideas de falsas vanguardias, es decir solamente puede haber vanguardia cuando hay una utopía posible o cuando hay formas de convivencia política que pueden ser diferentes o superadoras a las actuales. No hago con esto una defensa del comunismo ni del socialismo. Las formas de autogestión que en algún momento tuvieron los guaraníes o los desocupados de Mosconi formaron pequeñas utopías donde era posible ser autónomo y adueñarse de los modos de producción. Lo mismo con las fábricas recuperadas. Eso generó una utopía posible que fue acompañada por muchos artistas. La literatura no acompañó, pero sí las artes plásticas y colectivos como Etcétera, Eduardo Molinari y el Grupo de Arte Callejero (GAC). Eso para mí son atisbos de vanguardia legítimos. El Aleph engordado no es vanguardia; es un experimento literario de muy corto alcance que deja afuera factores humanos. Igual yo firmé a favor de Pablo Katchadjian contra (María) Kodama, por supuesto. Mi novela es bastante amarga y muestra un poco mi estado de ánimo muy melancólico.

–¿Propone a volver a narraciones más ambiciosas desde lo literario y político?

–Sí. Siempre critico los años ‘90 porque los escritores jóvenes reaccionaron contra la retórica de los años ‘70. Esa reacción se mezcla con el yuppismo y el neoliberalismo y genera una especie de flan bastante frívolo. La frivolidad es el pecado argentino. La generación de los noventa hizo tábula rasa con esa retórica de los ‘70, entonces no quiere a (Osvaldo) Soriano y a veces no quiere a (Ricardo) Piglia.

–¿Cómo explica que –a pesar de que a Catalina no le gusta mucho Borges, incluso suele despotricar bastante contra él– al final de la novela termina rescatando el cuento “Undr”?

–Vuelve a ese cuento de Borges a través de El libro de Job, porque ella está buscando consuelo. Catalina sostiene que hay que desembarazarse de Borges y también de Aira. Pero hay una continuidad porque Aira es impensable sin Borges. Lo que pasa es que Borges tiene una tesis sobre la lengua. Aira se encierra en la lengua y empieza a gozar; es un gran gozador y esa es su genialidad, el placer absoluto que tiene con la lengua. Pero Aira tiene dos grandes problemas: haber ensalzado a Copi y haberlo contaminado, si se quiere, con su propio corte alcance, es decir quedarse encerrado en sus propias ficciones literarias. Cuando leí Ema, la cautiva, dije primero: “¡Qué tema!”. Y cerré el libro y dije: “¡Qué tema perdido!”. Pensé en cierta reivindicación de la pampa a través de la literatura, pero no de la pampa indígena, sino de un yo diferente del nuestro. Y fue una enorme desilusión. A partir de ahí me costó muchísimo leer a Aira.

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Massuh también es doctora en filología, traductora y docente universitaria.
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