LITERATURA › MIGUEL GRINBERG REPASA SU HISTORIA Y LA DE SPINETTA
El periodista acaba de publicar Un mar de metales hirvientes, con las crónicas y entrevistas que hizo en el diario La Opinión entre 1975 y 1980, y Luis Alberto Spinetta. Una vida hermosa, en el que narra su relación en esos años con el creador de Almendra y Pescado Rabioso.
En junio de 1967, el rock lanzó su primer aullido de liberación en la Argentina. “La balsa”, el tema compuesto por Litto Nebbia y Tanguito, abría las puertas de una nave que partía en la búsqueda del naufragio y la locura. En el centro de esa vorágine, un joven periodista de Caballito registraba como testigo y partícipe aquel turbulento viaje emprendido por los rockeros. Su nombre era Miguel Grinberg. Abrasado por las llamas de esa música que encendía las almas de cientos de miles de jóvenes, no imaginaba que con el correr de los años se convertiría en uno de los difusores medulares que tuvo la cultura rock en el país.
A los 78 años, Miguel Grinberg es hoy reconocido por sus trabajos dentro del periodismo, la poesía, la militancia ecologista, la meditación tibetana y la divulgación del pensamiento contracultural en toda América. Fundador y director de las emblemáticas revistas Eco Contemporáneo, Contracultura y Mutantia, es también autor del libro Cómo vino la mano (1977), la pieza fundamental que permitió entender los orígenes y el estado embrionario del rock argentino. Este año, Grinberg publicó dos libros en los que relata, a través de sus vivencias y escritos, el doloroso crecimiento del rock bajo el terrorismo de Estado desatado por la última dictadura militar.
Miguel Grinberg ingresó como cronista de espectáculos al diario La Opinión en octubre de 1975. Venía de conducir El son progresivo en Radio Municipal, el primer programa oficial basado en el rock argentino. Luego de las constantes censuras a las que era sometido por incitar la búsqueda de un pensamiento libre y sin ataduras morales dentro del rock, finalmente fue echado de la emisora. Estuvo algunos meses desempleado, hasta que logró convencer a Jacobo Timerman, el entonces director de La Opinión –que consideraba a Grinberg “un muchacho loco”–, para que le diera un puesto en la redacción. Desde su ingreso al diario, el periodista se dedicó durante cinco años a retratar cada presentación que hacían las nuevas bandas de rock, recorriendo desde Obras, el Luna Park y el Club Atenas hasta los pequeños clubes ubicados en los márgenes de la ciudad. Ese peregrinaje se encuentra retratado en las más de setenta notas reunidas dentro de Un mar de metales hirvientes, recopiladas del archivo personal que Grinberg guarda de aquellos años.
En mayo de 1977, La Opinión fue intervenido y Timerman secuestrado. Grinberg decidió desde ese momento que su lugar de resistencia se encontraba en las páginas del diario y en la posibilidad de expresar en ellas sus ansias de libertad y creatividad, encontrando la manera de eludir la censura castrense a través de su oficio. Escribió sobre el ascenso de bandas y solistas iniciáticos como Litto Nebbia, Charly García, MIA, Moris, Raúl Porche- tto, Gustavo Santaolalla, Aquelarre y Spinetta. Compartió el regreso de Almendra junto a la banda y se introdujo en las primeras experimentaciones de Seru Giran, intentando develar aquello que se escondía detrás de los sonidos chamánicos producidos por el rock en tiempos del “terror azul”.
–¿Cómo vivió los años de intervención en La Opinión?
–Todos los días aparecían cuatro o cinco tipos fusilados. Al comienzo no se trataba de esa guerra con tiroteos en las calles. Era la guerra después de la medianoche, en la oscuridad, donde la muerte pasaba al lado de la gente y uno no podía dejar de verla. Un compañero, Enrique Raab, fue desaparecido al poco tiempo que yo ingresé al diario. Luego desaparecieron a Zelmar Michelini, que trabajaba al lado mío. El era un senador uruguayo en el exilio. Estabas siempre esperando tu bala. Pero no quiero venderme como héroe de la resistencia, sino como un boludo más que dijo “la voy a pelear en el diario”.
–¿De qué manera entendía usted la resistencia?
–Hace muchos años hubo un cantante folklórico de la generación de Bob Dylan, llamado Phil Ochs, que era totalmente confrontativo. Era un tipo antisistema, que no dejaba de denunciar la guerra de Vietnam. Entonces sus discos no los pasaban por radio, la televisión no lo invitaba y se quedó en el absoluto aislamiento. En medio de su desesperación, cuando no podía grabar porque estaba en la lista negra, sacó un disco de canciones de amor, y en la tapa escribió: “Estos son tiempos tan horribles en los que la única protesta auténtica es la belleza”. Me agarré de esa concepción de la resistencia y la defendí dentro del diario.
–¿Cómo se relacionaba con aquellos que creían que la resistencia estaba en la lucha armada?
–Ellos pensaban que el rock era música imperialista, hecha para evadirse. En el Café La Paz, donde me encontraba con bohemios, anarquistas, soñadores y también con guerrilleros, entendíamos que cada uno debía resistir a su manera. No se cuestionaban sus actos. Pero para la izquierda tradicional, nosotros, los que veníamos del rock, éramos una especie de leprosos. En los últimos años de La Opinión, produje una nota con el objetivo de encontrar a rockeros, tangueros y folkloristas. Vinieron Osvaldo Pugliese y Julián Plaza, que eran cien por ciento PC (Partido Comunista), acompañados por Edmundo Rivero. Por el lado del rock, Charly García y David Lebon, y por parte del folklore estuvieron Ariel Ramírez y Leda Valladares, a quien siempre me encontraba en los conciertos de rock. Ella consideraba que el blues era la baguala argentina y defendía eso. El argumento de Pugliese y compañía se basaba en que el rock era música importada y anglosajona, del enemigo. El canto en castellano era solo algo incidental. Miraban a los rockeros como si fueran agentes del imperialismo, espías de la CIA. Y ése era el modo con el que se nos trataba desde la izquierda tradicional. Entonces no podíamos hacer mucho junto a ellos.
–En el libro La Voluntad, de Martín Caparrós y Eduardo Anguita, se citan varias de sus crónicas en La Opinión y se las describe como afines a las necesidades ideológicas de la dictadura. ¿Qué piensa sobre esta lectura que han hecho de su trabajo?
–La verdad es que no he leído el libro, pero entiendo adónde quieren llegar. En principio, si yo hubiese querido hacer ciertas críticas de manera explícita, esas notas no iban a ser publicadas. Pero se podían decir otras cosas. En un momento donde sólo se hablaba de la violencia subversiva, yo estaba lamentando toda la sangre derramada, la de los “delincuentes subversivos” también, lo cual en la época hacía una diferencia. Mellaba ese discurso imperante de los militares. Se puede interpretar de muchas maneras. Pero sé lo que quise expresar. Yo estaba en el medio de la batalla. No estaba en la vereda de la paz mirando la batalla. Un escritor cuyo nombre me reservo, muy notable, cuando vino la democracia me encontró un día a su vuelta del exilio, en alguna otra parte, donde no sufrió nada. Me dio la mano afectuosamente y me preguntó “¿cuándo volviste?”. Le dije que no había vuelto, que había estado acá todo el tiempo. Me soltó como si fuera un leproso y desapareció. Entonces, ¿desde dónde habla uno? Ese es el problema con los grandes luchadores revolucionarios de la Argentina. Hay aspirantes a críticos de rock que alegan que el rock tuvo algún tipo de complacencias porque no registra ni desaparecidos ni asesinados en acción. Y eso es una falsía. Los milicos se equivocaron creyendo que la belleza no era subversiva, que la armonía no era subversiva. Mi libro trata de demostrar que la paz y el amor fueron una manera de resistir. Hay una anécdota que siempre recuerdo del productor Jorge Alvarez. El decía: “Los milicos me cagaron mi negocio editorial, pero yo los cagué a ellos. Con el rock les robé a sus hijos”.
Grinberg conoció a Luis Alberto Spinetta en los inicios de Almendra. La banda había montado una conferencia de prensa por la agresión de un policía al bajista Emilio del Guercio en uno de sus shows en el Teatro Payró, y Grinberg fue el único periodista que acudió. “Ahí empezamos a hacernos amigos. Nuestra relación se fue haciendo cada vez más intensa durante el período de Almendra, Pescado Rabioso e Invisible, cuando lo visitaba en la casa de sus padres, y presenciaba los ensayos y zapadas. Leíamos a Artaud, Rimbaud y Baudelaire. Yo le llevé a Ginsberg, a Kerouac, a los poetas beat. Para ese tiempo, él ya estaba muy enganchado con Castaneda y Foucault”, recuerda Miguel Grinberg, que describe en su libro Una vida hermosa aquellas largas reuniones que mantenía con Spinetta.
“Luis me ayudaba a organizar los encuentros multitudinarias de rock que hacíamos en el Parque Centenario junto con Jorge Pistocchi (director de la revista Expreso Imaginario). Luego produje las funciones de presentación del disco Artaud, ya que Luis renegaba mucho de la incompetencia de los productores y empresarios. Entonces fue cuando lanzamos su ‘Manifiesto Rock: música dura, la suicidada por la sociedad’, motivado por el espíritu de Artaud. Para esa época, Luis ya tenía un rechazo mucho más existencial y vivencial hacia las estructuras, que no estaba personificado en quién fuera el presidente.”
–¿Cómo veía Spinetta lo que sucedía en los tiempos de la última dictadura?
–El se concentraba en la creación de su música y no tanto en el análisis de los fenómenos culturales. Nuestras conversaciones giraban más en torno de la poesía que de la política, que era muy distante en nosotros. Pero eso no impedía que denunciara al fascismo que se expresaba por la arbitrariedad y el prejuicio. La música era su manera de criticar esa sociedad opresora en la que vivíamos.
–Durante los años que usted relata en Una vida hermosa, deja entrever el camino esotérico que había comenzado Spinetta, consumado luego en el disco Alma de diamante, que estuvo inspirado en sus lecturas de Castaneda. ¿Cree que Spinetta intentaba divulgar aquel mensaje?
–Luis no componía con una finalidad específica como esa. Lo que él buscaba era el mejor acorde y la mayor nitidez. Se exprimía para eso, para extraer el máximo posible de luminosidad sin correr el riesgo de encandilar. A nosotros nos quedó una frase de Octavio Paz en el prólogo a Las enseñanzas de Don Juan, donde dice que “con la mucha luz pasa lo mismo que con la mucha oscuridad: no permite ver bien”. Es cierto que hay muchos de los poemas de Luis que son muy herméticos, casi inabordables, como si fueran cifrados. Pero él siempre estaba intentando encender su chispa, convertirla en una llamita, que luego se haga muchas llamitas y se conviertan en un gran incendio. No había una intencionalidad en eso, sino el placer de la combustión.
–¿Y cuáles cree que fueron las oscuridades que también le permitieron dar vida a su obra?
–Creo que las más indicadas para hablar de las oscuridades existenciales de Luis Alberto Spinetta son las mujeres que él amó, que es el lugar donde las oscuridades pesan con mayor entusiasmo. Yo sólo fui testigo de broncas que lo sublevaban, pero no de oscuridades. Luis era un tipo bastante reservado. Huyó toda la vida de que su persona fuera usada como objeto de idolatría. Preservó la intimidad de su familia y no se permitió farandulizar su vida privada. Era un samurai, que no da explicaciones, sino que combate. Un guerrero que no detenía nunca su marcha.
–En aquella búsqueda emprendida por Spinetta, ¿se encontraba el germen de quienes veían en el rock la posibilidad de un cambio de conciencia global?
–Nunca hubo un comité central de rockeros unidos que decidieran hacer la “revolución rockera”. Javier Martínez (baterista de Manal) dijo una vez: “El rock es como el viento: por alguna gente no pasa”. En ninguna etapa se le adjudicó al rock una finalidad específica. Tampoco se habló de crear un rock argentino. Pero los desafíos se aceptaban en común. Hubo acuerdo de que había que cantar en castellano. Y Luis era un apasionado defensor de esa idea. Nadie imaginaba lo que pasaría con el rock cincuenta años después. Y nunca se propuso desde el rock hacer una revolución.
–¿No cree que el movimiento hippie intentó canalizar una revolución a través del rock?
–La consigna principal de aquella época era cambiar la vida y transformar la sociedad. Pero estábamos equivocados. La sociedad no cambia por influencias. Tiene que ser cómplice. Y la sociedad nunca quiso ser parte del cambio que proponían el rock, la contracultura y el hippismo. La sociedad, como ente amorfo, quiere que la vida funcione y que ganes un buen sueldo, que te vayas a las playas de Mar del Plata, que te levantes a la mujer más linda en un auto último modelo y que tengas guita en el bolsillo para cenar en Puerto Madero. Lamentablemente, el grueso de la sociedad está muy atrasada en relación a lo que llamamos revolución o evolución. Entonces, nos queda la primera parte de la historia: cambiar la vida. Lo que la sociedad quiera hacer con nuestro cambio de vida es otra cuestión. El rock, tal como lo conocimos, está en vías de extinción. Tuvo su momento de apogeo cuando creció en simultaneidad con la contracultura y cierta osadía cuando fue progresivo. Hoy en día es una nostalgia benéfica, y vamos rumbo a una nueva música desconocida que se encarnará cuando sea el momento, que espero y deseo sea pronto.
* Entrevista: Diego Fernández Romeral.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux