LITERATURA › JOSé MANUEL FAJARDO Y SU NOVELA MI NOMBRE ES JAMAICA
El escritor ubicó su ficción entre Israel, Francia y Granada, a caballo entre el presente, el 2005 y el siglo XVII. La novela cierra su trilogía sefardí. “Quise hacer visible el peso de la historia y que cada uno de nosotros es el extremo de un hilo del tiempo”, dice.
› Por Silvina Friera
El “loquito” camina por la cornisa del disparate irremediable. Santiago Boroní o Tiago –de él se trata–, un brillante historiador especializado en judaísmo español, profesor universitario en París, hace una semana que enterró a su hijo adolescente y asiste a un congreso sobre judeoconversos en Tel Aviv, donde coincide con Dana Serfati, también docente. El paño del desvarío permite desplegar la ferocidad de una lucidez tan luminosa como dañada por un dolor inconmensurable. El personaje enloquece y dice que se llama de otra manera, y se obsesiona con una idea según la cual toda víctima, por el hecho de serlo, adquiría la condición de judío. “Yo he decidido ser un tigre, (...) combatir con uñas y dientes tanta injusticia como me rodea, tomar partido por los perseguidos, y gritar la verdad aunque moleste. Porque la Inquisición no es cosa del pasado, al contrario, es el primer invento de la modernidad, la máquina de moler carne humana que nos lleva haciendo picadillos desde hace siglos, bajo las formas y los nombres más diversos”, plantea Santiago en la primera parte de Mi nombre es Jamaica (Edhasa), del escritor español José Manuel Fajardo, novela que transcurre entre Israel, Francia y Granada –a caballo entre el presente, el año 2005, y el siglo XVII–, y que cierra la trilogía sefardí compuesta por Carta del fin del mundo y El converso.
El escritor español está en una de las cafeterías del primer piso del Aeroparque Jorge Newbery. En dos horas embarcará hacia Resistencia (Chaco) para participar del 20 Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, que organiza el escritor Mempo Giardinelli. “Cuando escribí la primera novela de la trilogía, me quedó un personaje flotando, Luis de Torres, un personaje histórico que acompaña a Cristóbal Colón, un judío converso, uno de los hombres que Colón dejó en el Fuerte de la Navidad y nunca se supo que pasó –recuerda Fajardo en la entrevista a Página/12–. Empecé a preguntarme qué habría sido de ese personaje y de sus descendientes porque es un personaje que se pierde en el nuevo mundo, un judío converso que encuentra en ese territorio desconocido la vía para su propia libertad y para salirse del círculo vicioso de la conversión: eres judío pero no puedes serlo, pero si dejas de serlo te conviertes en un cristiano, entonces eres un mal cristiano y eres objeto de persecución; es como un círculo vicioso en el que hagas lo que hagas estás condenado. Se me ocurrió que sería interesante irles siguiendo la pista a sus descendientes en distintas épocas, contar historias que tuvieran que ver con el hecho de esa condición de judíos conversos. Esta tercera novela tenía que traer la historia hasta el presente; es decir tirar de ese hilo de memoria hasta el día de hoy porque la presencia de la herencia judía en la cultura española existe porque los descendientes de los judíos forman parte de la sociedad española de hoy; cuando se expulsó a los judíos no se expulsó a todos: se expulsó a aquellos que no quisieron convertirse, menos de la mitad. La mitad de los judíos convertidos se quedaron y formaron parte de la sociedad española en un régimen de apartheid y persecución.”
–Muchas familias españolas deben desconocer sus antepasados judíos porque la conversión habrá borrado esas historias en algún punto de la cadena de la transmisión oral, ¿no?
–Exactamente. Mientras se mantuvo el apartheid, que fueron los estatutos de limpieza de sangre, no se podía perder la memoria porque te perseguían y te marcaban por el hecho de haber tenido antepasados judíos. Cuando desaparece la Inquisición, en el primer tercio del siglo XIX, y desaparecen los estatutos, ahí es donde se pierde la memoria y esa comunidad de origen judío se va disolviendo en el conjunto de la sociedad española. Cuando estaba escribiendo esta novela, leí un estudio hecho por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y la Universidad de Leicester en Inglaterra. Estas dos universidades hicieron un estudio de marcador genético de la población española y descubrieron que el 33 por ciento de los españoles, es decir uno de cada tres españoles, tiene antepasados judíos o árabes. Eso está ahí, pero es invisible; con Mi nombre es Jamaica quería hacer visible todo ese peso de la historia y que cada uno de no- sotros es el extremo de un hilo del tiempo. Somos el resultado de un largo proceso histórico que va de hijos a padres, remontando hacia atrás, hasta la noche de los tiempos.
–La novela está atravesada por el gran interrogante de la identidad. ¿Cuál es el dilema que le interesa de esta cuestión?
–La cuestión de la identidad es el núcleo de todo. La idea central es si somos lo que recibimos en herencia, somos hijos de un país, de una familia, de una cultura, de una lengua, o eso es una mochila que nos dan al llegar a este mundo y a partir de ahí podemos construir nuestra propia identidad. ¿Somos prisioneros de nuestra identidad o la identidad recibida es sólo la palanca para ponernos en marcha y poder buscar nuestro propio espacio, nuestra propia identidad? Esta es la gran pregunta que está en la trilogía; mis personajes apuestan más bien por construir su propia identidad, son personajes que en su búsqueda de un espacio de libertad van construyéndose e incorporando elementos de los otros, elementos que van más allá de lo que han recibido de herencia...
Una interferencia sonora –a través de los altoparlantes se anuncia que se busca al propietario de un automóvil mal estacionado– interrumpe el hilo de los pensamientos del escritor español. Fajardo no habla por unos segundos para evitar la superposición de voces. “Santiago, que no es judío, está metiéndose donde no le llaman y además está comprándose un problema bien gordo. Dana es judía y ha tenido que cargar con todo lo que eso significa: miradas conflictivas, prejuicios, dificultades... Ella está harta de estar bajo la mirada del otro que la identifica como judía, que hace de eso su condición primera, y se pregunta por qué Santiago se quiere comprar un problema.”
–La interpretación de Santiago, “que toda víctima es judío”, ¿puede ser una lectura extrema de Primo Levi?
–Sí, es una lectura extrema de Primo Levi. Yo leí atentamente, mientras escribía esta novela, Si esto es un hombre. Y fijate que el epílogo de mi novela se llama “Todos los hombres”. Lo que Santiago en su locura trata de decir es que el dolor es universal; que no hay víctimas de primera y víctimas de segunda. El lo hace de una manera delirante, diciendo que toda víctima es un judío porque el sufrimiento del pueblo judío ha sido particularmente brutal a lo largo de la historia. Pero no es tanto porque tenga una posición sionista; hay momentos en que acusa a la policía de Israel de antisemita porque para Santiago los palestinos reprimidos son judíos. Ese punto de tensión entre Santiago y Dana es muy cervantino porque lo que he tenido como modelo de referencia es el Quijote. El juego del loco disparatado que en su locura dice grandes verdades, y su locura se entremezcla con la verdad y el desatino, me parecía que era muy interesante porque no quería escribir una novela de tesis, quería escribir una novela de preguntas, de inquietudes, de diálogo entre los personajes, que hubiera mucha confrontación.
–¿Coincide con Santiago en que toda víctima es un judío?
–No, no pienso eso. Es un planteo incómodo para obligar a pensar a los demás. Santiago quiere forzar a los demás a darse cuenta de algo fundamental y es que si todo el mundo puede ser víctima todo el mundo puede ser verdugo. No hay roles atribuidos. Hay unos diálogos entre Dana y él que me gustan mucho, sobre todo cuando Dana le dice que los judíos no tienen nada de especial y que ser víctima no es un mérito. Ser víctima es una tragedia, una desgracia; no es un valor moral. Una víctima no tiene más razón respecto del conjunto de los problemas del mundo que una persona que no sea una víctima. Una víctima es una circunstancia atroz, pero él con su manía de considerar a todas las víctimas como judíos lo que hace en realidad es perpetuar la marginación del judío porque es encasillarlo de nuevo y para siempre en la condición de víctima, como si fuera el estatus natural del judío.
–La descripción de la biblioteca de Santiago es muy borgeana. ¿Qué importancia tiene Borges en su formación como lector y escritor?
–Pertenezco a una generación española que se formó leyendo literatura latinoamericana más que española. Mis autores de formación fueron Borges, (Julio) Cortázar, (Alejo) Carpentier, (Gabriel) García Márquez, (Mario) Vargas Llosa y (Adolfo) Bioy Casares. Borges fue el gran descubrimiento. Todavía tengo Ficciones del año ’74, cuando lo compré, lo tengo destruido de tanto leerlo y releerlo y vuelvo a él porque es como la caja de las maravillas. Cuando entro en los relatos de Borges, siento que todo es posible: que la vida y la literatura no son dos cosas separadas, sino entremezcladas con un componente de juego, de diversión, de ironía, de jugar a anular las fronteras. En esta novela hay mucho de juego también entre realidad y ficción, hay toda una insurrección inca que me inventé de cabo a rabo muy a la manera borgeana. A lo largo de la novela hay muchos guiños a Borges, además de la biblioteca, también invento falsas bibliografías y las mezclo con bibliografías auténticas. Un libro es una máquina de ficción que siempre está interactuando con la vida del autor y con la vida en general, con los grandes asuntos de la vida de todos, ¿no?
–¿Por qué Mi nombre es Jamaica es una novela tan dialogada? ¿Toda la trilogía es así?
–No lo sé, no lo había pensado, pero las tres novelas son tres formas de diálogos distintas. Supongo que son novelas en las que he tratado de acercarme al otro, o lo que a un español se le ha presentado como el otro, ya fueran judíos o moriscos. La identidad oficial española, que es católica, se ha construido amputando el cuerpo social, mandando al exilio cíclicamente a millones de personas. Quizás intento recuperar esa parte perdida para incorporarla a mi propia identidad; es dialogar con esa parte negada. Yo crecí y me formé bajo una dictadura y llevo todos estos años tratando de dialogar con todo aquello que se me prohibió, se me quitó o se me negó en mi formación primera. Quizá por eso la estructura de la novela es un diálogo porque es un diálogo de uno con otro. Ahora me doy cuenta de que en Mi nombre es Jamaica hay una diferencia: aquí lo que quise no es sólo dialogar con el otro, sino dialogar desde el otro porque el narrador es una mujer. Para un hombre, el otro primero es la mujer.
–¿Por qué cree que la palabra converso carga con una connotación tan negativa?
–En primer lugar, por la carga intolerante que hay en nuestras sociedades. Cuando tú estás convencido de que tienes la razón, eso te coloca en una posición de superioridad respecto de los demás. Paradójicamente el converso, que es aquel que acepta que el otro tiene razón, suele ser visto como alguien débil. Después, en segundo lugar, hay un fenómeno que se da mucho en la conversión y es que una parte de los conversos suelen convertirse en más dogmáticos que los dogmáticos de aquello a lo que se han convertido. Entonces hay conversos que son temibles; en la Inquisición española alguno de los mayores perseguidores de judíos fueron conversos, por ejemplo Alonso de Cartagena. Cuando la conversión se hace a la fuerza, siempre queda la sospecha de hasta qué punto es legítima y no es sólo para evitar la pérdida de la vida o de los bienes. La situación del converso es muy cruel porque pierde el vínculo con el grupo al que pertenecía, pero el vínculo con el nuevo grupo es muy conflictivo.
–La locura es otro de los temas de esta novela y un tópico que atraviesa también la historia de la literatura. ¿Qué buscaba con la locura de Santiago?
–Santiago es un hombre que pierde pie en el mundo y trata de sobrevivir. Como hacemos todos cuando la vida te pega muy duro. Cada uno busca su respuesta. La primera respuesta instintiva de Santiago es esa especie de afán de disolver su dolor en el dolor del mundo. Pero yo quería que la ironía no implicara falta de respeto. Se me ocurrió que la única manera de poder hacerlo era utilizando la figura del loco porque te da mucha libertad; está desautorizado por su propia locura. Eso me permitía jugar con la ironía. El problema es que toda la novela tiene una construcción irónica. La locura de Santiago es irónica, aunque después descubrí que existe un síndrome psicológico que se llama síndrome de Jerusalén. Hay personas que cuando visitan lugares santos entran en delirios místicos y se consideran profetas. Parece que adiviné, pero no lo sabía cuando empecé a escribir la novela. La literatura a veces te lleva a comprender cosas que ni sabías que existían (risas).
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