LITERATURA › ANA MARIA SHUA Y EL ARTE DE LOS MICRORRELATOS
Ante la edición de Temporada de fantasmas, la escritora reflexiona sobre un género en el que descuella como pocos, pero del que, a veces, según explica, “necesito un descanso, cambiar la rotación de cultivos y dedicarme a otros géneros”.
› Por Silvina Friera
La maestra del microrrelato arquea gradualmente las cejas dibujando dos signos de interrogación. “Si me pregunta ahora qué hay en las cuatro esquinas de mi casa, seguramente voy a tener dudas. Van a tardar mucho en darse cuenta cuando tenga Alzheimer, porque me sucede con mucha frecuencia estar en la calle y sentirme desorientada y no saber para qué lado tomar”, cuenta Ana María Shua a Página/12. La reina de las ficciones breves se ríe a carcajadas de la seguidilla de despistes que le titilan en la mirada. Quizá nadie como ella sepa capitalizar esas distracciones, amalgamando emoción y risa, cercanía y distancia, sueños y realidades, lecturas y mitos, deformidades y asombros; textualidades que acarician y desacomodan al mismo tiempo a sus lectores. Temporada de fantasmas –publicado por Páginas de Espuma en 2004 en España, primera vez que se edita acá, con bellísima foto de portada de Silvio Fabrykant– es un librazo que sorprende por la variedad de textos tan próximos al estilete verbal de la condensación poética. En el pequeño catálogo de enfermedades –inventadas y verdaderas–, la pérdida del lenguaje quizá sea la pesadilla más temida por escritores y artistas. “Solía dominar el vocabulario de la lengua castellana. Debilitada por los años, ya no puedo controlar los conatos de rebelión. Las palabras cavan trincheras para ocultarse, se abroquelan en sus castillos tonales, se resisten a acudir a mi mandato cuando las reclamo y las necesito”, se lee en el principio de una de las potentes miniaturas made in Shua.
–La impresión que deja Temporada de fantasmas es que buena parte de estos microrrelatos están más cercanos a la poesía que a la narración. ¿Coincide?
–Yo creo que son netamente narrativos, pero también poéticos. Quiero todo (risas). Muchas veces me preguntan qué pasó con mi arranque inicial con la poesía porque mi primer libro fue un libro de poesía. Mi necesidad de poesía se expresa a través de los microrrelatos, ya desde La sueñera, un libro donde hay muchos elementos poéticos también. Pero para mí no dejan de ser cuentecillos, no me los apruebo si no son lo bastante narrativos.
–¿Cómo fue la escritura de este libro, que incluye algunos textos de Botánica del caos?
–Yo le había presentado a la editorial española Lengua de Trapo un libro de microrrelatos que iba a ser mi primer libro en España. A Lengua de Trapo le pareció interesante, pero no querían publicar microrrelatos y le pasaron el proyecto a Juan Casamayor, de Páginas de Espuma. Juan leyó el libro y me mandó una serie de comentarios que me indignaron al principio, del tipo “este texto está bien, pero habría que cambiarle el final...” ¡Críticas y objeciones a mis microrrelatos, que son mi orgullo! (risas). Yo estaba de lo más molesta. Leí atentamente lo que mandó y de pronto me di cuenta de que sus consejos y recomendaciones no me servían mucho, pero sí me servía la idea general de que ese libro así no funcionaba porque era un libro armado con restos y descartes de otros libros. ¿Por qué presentarme con un libro que de verdad era de inferior calidad? Lo que le había presentado no era bueno. Los descartes por algo uno los descartó.
–Hacer de los descartes un libro no siempre resulta, ¿no?
–Yo diría que nunca resulta (risas)... Entonces le dije a Juan (Casamayor) que me iba a sentar a escribir, pero que tenía un libro Botánica del caos, que nunca habían reeditado, y le pregunté cuántos textos podía usar de ahí. Me dijo que no más del veinte por ciento. Los mejores del proyecto inicial quedaron y escribí unos cincuenta textos nuevos. Me puse a trabajar ferozmente, pensando en los microrrelatos y en ninguna otra cosa. Y en unos meses conseguí escribir los textos que me faltaban.
Suena el teléfono y atiende. Alguien pregunta por Silvio Fabrykant, fotógrafo y arquitecto, el marido de la escritora, que salió a hacer unos trámites. Los microrrelatos de Temporada de fantasmas están organizados en nueve secciones: “En pareja”, “Misterios de la ficción”, “De la vida real”, “Capricho divino”, “Enfermedades”, “Otros pueblos, otros mitos”, “Dormir, señor”, “De la galera” y “El desorden sobrenatural de las cosas”; títulos que son como puertas abiertas al planeta Shua. “Las secciones ayudan al lector; allana la lectura el hecho de que esté divido en partes. Eso me di cuenta con los años y con otros libros. Tengo varios libros estructurados temáticamente y me doy cuenta de que los temas son siempre los mismos: la magia, la propia literatura y mucha metaficción, los mitos y un puñado de textos realistas que valoro mucho porque el microrrelato tiene una cierta proclividad a lo fantástico –explica–. Valoro más los que son realistas porque son más raros en mi producción. Otra cosa que valoro mucho es que no tengan humor, pero en realidad la mayor parte de mis textos sí tienen mucho humor. Me gusta el humor cuando no es para hacer reír, cuando se puede combinar con otras cuestiones.”
–Le gusta que el humor no esté anunciado. A veces, no bien se empieza a leer un texto, se intuye el remate.
–El chiste fácil, claro. Y el chiste es muy peligroso para el microrrelato, es contaminante; hay que tener mucho cuidado de no cruzar esa frontera. Me parece más difícil poder despertar emociones en cinco líneas en lugar de hacer reír. Igual, cuando tengo que leer en público siempre elijo los que provocan risa para tener feedback.
–¿La risa de los otros le da una confianza en que la lectura y el texto funcionan?
–Claro, pero cuando escribo quisiera abarcarlo todo: está muy bien el humor, pero también quiero que haya textos que apelen a otras cuestiones.
“Un hombre se tiró por el balcón delante de un grupo de amigos”, se lee en “Actuar la muerte”. “Uno de ellos alcanzó a sujetarlo de una mano. Haciendo un esfuerzo descomunal, el suicida se izó lo suficiente como para morder la mano que lo sostenía y deslizarse definitivamente hacia el vacío. Esto no es un cuento. Este hombre, que era actor, tuvo el valor de luchar por su propia muerte, pero no el de matarse sin espectadores.”
–“Actuar la muerte” es uno de los microrrelatos más impresionantes del libro. ¿De dónde surgió ese texto?
–“Actuar la muerte” lo escribí por el suicidio de un periodista muy conocido de la televisión. Alguien alcanzó a agarrarlo de la ropa y se quedó con algo en la mano... Lo que más me impresionó de ese suicidio fue el hecho de que se suicidara en público, estando otras personas adelante. Esto me resultó muy perturbador. Nada se inventa. La ficción se crea un poco como en los sueños, tomando elementos de la realidad que en los sueños se combinan sin control, pero en la escritura uno tiene un poco más de control en la combinación. Incluso los textos más fantásticos tienen origen en la realidad.
–¿En qué momento un texto que empieza con algo real se dispara hacia lo fantástico o lo absurdo?
–Nace así, como “Grave esguince de tobillo”, un texto completamente disparatado, pero cuyo comienzo es cierto. Yo tenía 45 años, tres hijas y me hice un esguince de tobillo. Me tuvieron que enyesar y estuve con el tobillo enyesado como un mes. El yeso en la pierna me hizo pensar “qué pasaría si...”; en ese momento estaba leyendo un cuento japonés de transformaciones, por eso escribí que “su tobillo se había transformado en un sacerdote budista mendicante” (risas). Yo estaba admirada porque estaba leyendo un cuento japonés de una competencia de magia en el que uno de los magos se transforma en un desfile real. Nunca había pensado que alguien podía transformarse en más de una cosa. Y de repente el mago se había transformado en el príncipe, toda su comitiva, el ejército que lo seguía y la gente del pueblo que lo aplaudía. Y todo eso era el mago. Esa posibilidad me pareció fantástica y empecé a pensar en disparatadas transformaciones. No puedo explicar en términos generales cómo se me ocurren las ideas, pero si me preguntan por un texto específico eso sí puedo explicarlo. Todo parte de la misma vieja combinación de siempre: de algo que estaba leyendo y algo de la realidad.
–¿Observa mucho para escribir?
–Yo soy muy poco observadora, ése es uno de los problemas que tengo como novelista. Tengo muchas dudas acerca de la realidad, por eso prefiero irme a lo fantástico, a algo que no me obligue a ser precisa. Lo siento como una debilidad, me vendría muy bien ser más observadora. Si me pregunta ahora qué hay en las cuatro esquinas de mi casa, seguramente voy a tener dudas. Van a tardar mucho en darse cuenta cuando tenga Alzheimer porque me sucede con mucha frecuencia estar en la calle y sentirme desorientada y no saber para qué lado tomar (risas). Soy realmente muy distraída.
–A propósito de la intención de buscar la emoción en los microrrelatos, en la literatura argentina pareciera que hay una especie de tensión entre emoción y risa. Hay quienes le rehúyen a la emoción porque asocian emoción con cursilería, ¿no?
–Hay toda una línea de la literatura argentina que ha renunciado a la emoción. A los airianos (por César Aira), la cuestión de la emoción no les interesa, les parece una debilidad de la literatura. A mí me interesa que un texto provoque emociones, más allá de la emoción intelectual.
–¿Hay tensión entre emoción y risa en sus propios textos?
–No, para nada, me parece que van juntas. De pronto un texto puede ser emotivo y también tener humor. Desconfío de los microrrelatos muy cortos; hay gente que piensa que un microrrelato tiene que tener una línea. Yo desconfío un poco porque me parece que los textos muy cortos tienden a ser solamente ingeniosos y yo de la literatura espero algo más que ingenio.
“Para poder dormirme, cuento ovejitas. Las ocho primeras saltan ordenadamente por encima del cerco. Las dos siguientes se atropellan, dándose topetazos. La número once salta más alto de lo debido y baja suavemente, planeando. A continuación saltan cinco vacas, dos de ellas voladoras. Las sigue un ciervo y después otro. Detrás de los ciervos viene corriendo un lobo. Por un momento la cuenta vuelve a regularizarse: un ciervo, un lobo, un ciervo, un lobo. Una desgracia: el lobo número treinta y dos me descubre por el olfato. Inicio rápidamente la cuenta regresiva. Cuando llegue a uno, ¿logrará despertarme la última oveja?” Este es el primer microrrelato que escribió Shua, el primer texto del libro La sueñera, publicado en 1984.
–¿Qué recuerdos tiene de la primera vez que escribió un microrrelato?
–En ese momento, en los años ’70, me había llegado una colección de la revista mexicana El cuento, que publicaba muchos microrrelatos de autores latinoamericanos, que en esa época no se llamaban microrrelatos sino cuentos brevísimos, y tenía un concurso permanente de cuentos brevísimos. Entonces escribí ese primer microrrelato de las ovejitas para presentarme a ese concurso. Escribí otros dos o tres más y los leyó mi marido y me dijo: “¡Esto está muy bien, tenés que seguir!” Esto fue en el ’75, yo tenía veinticuatro años y así empezó La sueñera. Le hice caso y seguí escribiendo. Al principio me imponía un texto por día, me parecía que iba a ser muy fácil escribir un texto por día. Durante cien días, escribí un texto por día y cumplí. De repente, a los cien días, se secó el pozo y no pude escribir ni uno más. Escribí la mitad de La sueñera y quedé frenada durante años y después arranqué otra vez y me impuse escribir unos diez por mes, algo que se puede cumplir. Cada vez que entro en un nuevo proyecto de libro de microrrelatos trato de escribir unos diez por mes. Cuando no estoy en un proyecto de libro, no escribo ni uno. En 2010 terminé Fenómenos de circo y desde entonces no escribí ningún microrrelato. Un libro se termina cuando salen textos muy parecidos a los que ya tengo. Necesito muchos años de descanso, cerebro en barbecho, cambiar la rotación de cultivos y dedicarme a otros géneros (risas). A mí no me pasa lo que les pasa a otros autores, que los textos los persiguen y los desbordan. Yo los tengo que ir a buscar.
–¿Escribe o lleva un diario?
–No, muchas veces lo pensé y hasta empecé, pero no me parece que mis reflexiones sean de lo más lúcidas como para escribir un diario. Siempre me pongo una fecha: a los 65 años voy a empezar mi diario. Y ahora que tengo 64, ya lo pasé para los 70 (risas).
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