Martes, 6 de octubre de 2015 | Hoy
LITERATURA › A LOS 67 AñOS, MURIó EN GOTEMBURGO EL NOTABLE ESCRITOR SUECO HENNING MANKELL
Sus búsquedas lo llevaron tanto a París como a Africa. Su último libro, Arenas movedizas, funciona como despedida: “Vivo con la esperanza de nuevos instantes de paz. En los que nadie me arrebata la alegría de crear o de contemplar las creaciones de otros”.
Por Silvina Friera
“La vida es el arte de sobrevivir. En el fondo, no es nada más.” La tregua –la reducción del tamaño de los tumores– no duró mucho tiempo. Henning Mankell, autor de la frase sobre la supervivencia, sabía que no existen garantías cuando se trata del cáncer. Desde aquella mañana del 8 de enero de 2014, cuando las radiografías confirmaron que tenía un tumor de tres centímetros alojado en el pulmón izquierdo y una metástasis en la nuca, convivió con la enfermedad y escribió hasta concluir Arenas movedizas, una especie de bitácora existencial en la que indaga el modo de enfrentar la “catástrofe” de un diagnóstico que convertía el futuro en un territorio incierto. Al final de estas memorias, que se publicaron hace un mes, confesaba: “Vivo con la esperanza de nuevos instantes de paz. En los que nadie me arrebata la alegría de crear o de contemplar las creaciones de otros”. El maestro de la novela negra nórdica, el creador del famoso detective Kurt Wallander, uno de los narradores más leídos y celebrados en Europa y América latina, murió ayer a los 67 años, en Gotemburgo (en la costa oeste de Suecia), según informó su editorial sueca, Leonhart, que fundó el propio Mankell con Dan Israel. Viene a la mente un capítulo de su último libro: “Podemos decir que ya hemos decidido cuál será el recuerdo más claro de nuestra civilización. No será Rubens. Ni Rembrandt. Ni Rafael. Tampoco Shakespeare, Botticelli, Beethoven, Bach o los Beatles. Dejamos tras nosotros algo muy distinto. Cuando todas las manifestaciones de nuestra civilización hayan desaparecido, quedarán dos cosas: la nave espacial Voyager, en su eterno viaje por el espacio exterior, y los residuos nucleares en el corazón de la roca”.
Nacido en Estocolmo el 3 de febrero de 1948, el escritor sueco pasó gran parte de su infancia en una comunidad rural, Sveg, donde su padre había sido trasladado como juez. En 2009, cuando visitó Buenos Aires y se presentó en la Feria del Libro, comentó un episodio crucial de su infancia. “Mi madre hizo lo que generalmente hacen los padres: un día se fue y nos dejó solos. Como era muy difícil en esa época crecer sin una madre, yo me inventé una. Tuve una madre imaginaria, que era ideal. De hecho, cuando conocí a mi madre real, me di cuenta de que la imaginaria era mucho mejor.” En Arenas movedizas revela que llegó a ser amigo de su madre “sin intimar demasiado”. Quizá sea una de las páginas más bellas que se hayan escrito sobre el abandono y la comprensión. “Hoy, cuando su traición ya se ha desdibujado, creo que puedo comprenderla. Dio a luz a cuatro hijos pero, en realidad, no creo que tuviera instinto maternal. Era demasiado inquieta, le faltaba paciencia, siempre quería estar en otro sitio... Me reconozco en bastantes de estos rasgos. En más de un sentido, su vida fue una gran tragedia, seguramente innecesaria. Pero en aquella época, una mujer casada y con hijos no tenía muchas posibilidades de elección. Hoy soy capaz incluso de sentir respeto por aquel acto de rebelión, que debió ser difícil y doloroso por muchas razones.”
La escritura entró en su vida de la mano de su abuela, que le enseñó a leer cuando tenía 6 años. Descubrió que era lo que quería hacer durante el resto de su vida: contar historias. A los 16 años tomó una decisión “audaz y temeraria”: rumbeó hacia París, casi sin dinero y con la dirección de un músico de jazz sueco. Ahí se empleó en un taller donde reparaban y limpiaban clarinetes y saxofones. La experiencia le sirvió para vislumbrar lo que significa estar en lo más bajo de la sociedad. El joven sueco trabajaba en negro, más de una vez andaba con la ropa ajada y con hambre. En París tuvo la revelación de un interrogante que lo marcaría durante toda su vida: “¿Qué tipo de sociedad quiere uno contribuir a formar?”. Cuando regresó a Estocolmo, se inició como actor en el Teatro Nacional Sueco, hasta que escribió su primera obra, Feria popular, en 1968. Continuó colaborando en teatros de su país y dirigió el Teatro Nacional Avenida de Maputo, en Mozambique, donde residía la mitad del año. Mankell exploró desde una perspectiva crítica los malestares que esconde la aparente “perfección” de los estados de bienestar. No fue sólo un gigante de la novela negra, que le permitió vender unos 40 millones de ejemplares en el mundo con la saga de Wallander, once títulos que van del inicial Asesinos sin rostro a La Pirámide. Aunque su columna vertebral haya sido la narrativa, especialmente la novela, escribió piezas teatrales, libros para niños y ensayos: El cerebro de Kennedy, Profundidades, Zapatos italianos, El chino, Comedia infantil, El hijo del viento, El ojo del leopardo y Moriré, pero mi memoria sobrevivirá, entre otros títulos.
“Nada me obligó a ir a Africa en 1972. Fue un impulso íntimo el que me condujo a Guinea Bissau, entonces todavía una colonia portuguesa, cuando tenía poco más que veinte años y una gran necesidad de contemplar el mundo desde un punto de vista distinto al del etnocentrismo europeo”, recordaba el escritor. “Aquel viaje fue para mí una experiencia iniciática. Desde entonces, no he dejado de viajar una y otra vez al continente africano impulsado por el mismo deseo de tener una perspectiva mejor del mundo”. Mankell decía que Africa lo hizo “mucho mejor persona” y que por eso regresaba y escribía tanto sobre ese continente postergado. “Me da mucha rabia cómo el mundo ha tratado a Africa –admitía–. Cuando llegó la literatura latinoamericana a Europa, cambió nuestra perspectiva y nuestra imaginación. Creo que pronto pasará lo mismo con la llegada de la literatura africana, que cambiará nuestra manera de ver el mundo. Espero poder disfrutar de ese momento.” Colaboró con el proyecto “Memory Books”, en el que mujeres africanas enfermas de sida reunían sus recuerdos para sus hijos antes de morir. Una experiencia conmovedora que nunca olvidó. “La mayoría de ellas no conocían muchas palabras, pero ¡qué mensajes! Una mujer simplemente puso dos mariposas azules en su libro... se me sigue poniendo la carne de gallina –reconocía Mankell–. Sus hijos no tendrán muchos recuerdos de ella, pero sabrán que a su madre le encantaban las mariposas azules.” Su compromiso político no se limitó a Africa: fue un gran defensor de la causa palestina y estuvo entre los intelectuales que se encontraban en la Flotilla de la Libertad, abordada por la marina israelí en 2010 cuando trataba de romper el bloqueo de Gaza, un ataque que acabó con nueve muertos y decenas de heridos. “Ningún bloqueo de la historia ha perdurado eternamente. Nadie acepta la sumisión. Tarde o temprano, a Israel le ocurrirá lo mismo que al sistema del apartheid en Sudáfrica”, advirtió el escritor sueco en unas declaraciones recogidas por la agencia France Presse.
El inspector Kurt Wallander –interpretado por Kenneth Branagh en una de las series de televisión inspiradas en el personaje– puede ser considerado un alter ego de Mankell. “Wallander y yo no nos parecemos mucho. Sólo tenemos tres cosas en común: la misma edad, nos gusta la ópera italiana y trabajamos mucho”, enumeraba. Las once novelas de Wallander, traducidas al castellano por Carmen Montes Cano y publicadas por Tusquets, transcurren en la ciudad sueca de Ystad, cerca de Malmö, donde hay itinerarios turísticos dedicados al personaje. Como muchos escritores, Mankell empezó a escribir un diario en 1965. En mayo de 1990, con una caligrafía apenas legible, anotó: “El día más cálido de esta primavera. Mucho canto de aves. Estaba pensando que el policía que pienso describir tiene que ser consciente de lo difícil que es ser un buen policía. Los delitos cambian al igual que las sociedades. Para llevar a cabo su labor, el policía debe saber lo que ocurre en la sociedad de la que forma parte”. Entonces el escritor vivía en Escania, en el corazón de lo que se podría llamar “el territorio Wallander”. Para bautizar a ese personaje en ciernes nada mejor que la guía telefónica. El primer nombre en el que se detuvo fue “Kurt” y pensó que necesitaría un apellido largo. Hurgó en las páginas hasta que encontró “Wallander”. Luego apareció la fecha de nacimiento: 1948, el mismo año de Mankell. Cuando caviló sobre cómo escribir Asesinos sin rostro, primera de una saga que aún no tenía en mente, comprendió que la mejor novela negra y la más decisiva era el drama griego clásico. “Una obra como Medea, sobre una mujer que mata a sus hijos por celos de su marido, nos muestra al ser humano en el espejo del delito. Las contradicciones que existen entre nosotros y en nuestro interior. Entre los individuos y la sociedad, el sueño y la realidad. A veces afloran en forma de violencia, como el caso de los enfrentamientos raciales. Y ese espejo de criminalidad puede rastrearse en los autores griegos clásicos. Nos siguen inspirando hoy. La única diferencia es que en aquella época no existía la policía como institución. Los conflictos se resolvían de otro modo. Y, muy a menudo, eran los dioses quienes gobernaban los destinos de los hombres –reflexionaba–. El gran autor noruego-danés Aksel Sandemose dijo que ‘el amor y el asesinato son lo único sobre lo que merece la pena escribir’. Puede que tenga razón. Si hubiera añadido ‘el dinero’, habría creado una tríada que, de un modo u otro, está presente siempre en la literatura, actual o pretérita, y seguramente también en la futura.”
Hubo una segunda novela con Wallander, Los perros de Riga, cuando Mankell dudaba sobre la posibilidad de apostar por una serie policial de largo aliento. Allí trataba lo que ocurrió en Europa después de la caída del Muro de Berlín. En enero de 1993, en su departamento de Maputo, capital de Mozambique, escribió la tercera, La leona blanca, acerca de la situación en Sudáfrica. “De las novelas de Wallander se ha dicho que se anticipan a acontecimientos que luego se producen. Y creo que es cierto –afirmaba el escritor–. Creo firmemente que es posible predecir ciertos aspectos del futuro sin equivocarse. A mi juicio, era obvio que, cuando los antiguos Estados del Este se abrieran y la Unión Soviética se desintegrara, irrumpiría en Suecia y en Europa Occidental otro tipo de criminalidad. Y así ocurrió.” Luego de publicar El hombre sonriente, Mankell decidió que Wallander tenía que tener una enfermedad. “Nadie se imagina a James Bond deteniéndose en plena calle mientras persigue a un malhechor para ponerse una inyección de insulina. Pero Wallander sí puede hacer algo así, lo que lo iguala a cualquier persona que padezca la misma enfermedad u otra parecida. Podría haber sufrido reumatismo, gota, arritmia cardíaca o una aguda hipertensión. Pero fue diabetes, y aún hoy la padece, aunque la tenga controlada”, explicaba el escritor, que fue completando la serie con La falsa pista, La quinta mujer, Pisando los talones, Cortafuegos, Antes de que hiele, Huesos en el jardín, El hombre inquieto y La pirámide.
“No me arrepiento de una sola de las miles de líneas que he escrito sobre Wallander –subrayaba–. Esos libros siguen vivos porque constituyen un reflejo de la Suecia y la Europa de las décadas de 1990 y 2000. El tiempo que puedan perdurar esos textos depende de factores tan variados como lo que ocurra en el mundo y lo que ocurra con la lectura. El tiempo pasa a velocidad vertiginosa. El primero de los libros de Wallander, o al menos la mitad, lo escribí en una máquina de la marca Halda. Hoy apenas recuerdo la sensación de escribir sobre el teclado de una máquina. El mundo del libro está en proceso de transformación. Como siempre. Sin embargo, hay que tener en cuenta que lo que cambia es el modo de distribución del libro, no la obra en sí. El hecho de sostener en las manos las páginas entre dos cubiertas. Cada vez habrá más gente que se vaya a la cama con la tableta, sí, pero el libro físico jamás desaparecerá. Y creo que también habrá cada vez más personas que, sin ser retrógradas, volverán al libro en papel. El tiempo dirá si tengo o no razón.”
“El gran patriarca de la literatura policíaca escandinava, uno de los maestros de la novela negra contemporánea.” Así lo define Juan Cerezo, editor de Tusquets. “Mankell se destaca por su infalible capacidad de observación, tanto en cuestiones sociales candentes e incómodas como en los tipos humanos que pueblan sus novelas. Es un gran creador de atmósferas, de la estirpe del mejor Simenon. Y tiene un talento único para crear personajes indelebles como Kurt Wallander, el inspector gruñón pero honesto, desastrado pero profesional, solitario pero dotado de certera intuición psicológica para descubrir los secretos que la gente oculta. Un personaje que, con todos sus problemas personales, es de una humanidad desarmante. Como muchos de los que le rodean o con los que se encuentra.” El escritor sueco fue galardonado en 2006 con el Premio Pepe Carvalho, que reconoce a autores de prestigio y trayectoria en la novela negra.
“El tiempo es una flecha que corta el aire en una única dirección. Hacia adelante. No podemos dar la vuelta al tiempo y pedir que la flecha vuele hacia atrás”, se lee en Arenas movedizas. “Esa es una de las mayores injusticias del mundo en el que vivimos, que algunas personas tengan tiempo para pensar mientras que a otras nunca se les ofrece esa posibilidad. Poder buscar el sentido de la vida debería incluirse en las declaraciones de derechos como algo obvio. Otras personas encuentran su verdad en las religiones. Y otras observan las estrellas. Siendo niño, una noche de invierno en que me había desvelado, vi a un perro solitario correr a la luz vacilante de una farola y luego desaparecer otra vez en la oscuridad. A veces pienso que todas mis preguntas sobre la vida y la muerte, el pasado y el futuro, tienen que ver con aquel perro solitario que corría de puntillas de una sombra a otra.”
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