Lunes, 30 de noviembre de 2015 | Hoy
LITERATURA › ARIANA HARWICZ, ESCRITORA ARGENTINA RADICADA EN FRANCIA
Precoz, suerte de cierre de trilogía iniciada involuntariamente con Matate, amor y La débil mental presenta a dos personajes, madre e hijo, que viven como dos desaforados. La violencia de las situaciones se corresponde con una radicalización del lenguaje.
Por Silvina Friera
El efecto de una bomba con la mecha encendida a punto de estallar. Eso produce la radical prosa de Ariana Harwicz. Un vértigo sin tregua despliega novela tras novela, como si fuera una suerte de escritora desaforada de la literatura argentina que escribe en el campo de Francia, a dos horas de París, donde vive hace ocho años. En Precoz (Mardulce) –probable cierre de una trilogía involuntaria iniciada con Matate, amor y La débil mental–, madre e hijo viven como dos desadaptados sin límites, puro deseo y erotismo en los márgenes, durmiendo a la intemperie, robando en los supermercados y perdiéndose en los bosques. “Se hizo de noche y mi hijo ronca en ayunas. No le compré ni unos saladitos de queso en las máquinas de la estación de servicio ni salió a mear sobre la panorámica. Puede que le esté provocando un retraso. Que haya lesiones severas o moderadas, me dijeron señora, señora, nos escucha, lo dejó caer de alto, desde el cambiador, no desde la sillita, es igual, a esta edad la fontanela no está cerrada. Prometo que en unos minutos si no sale, le hago de cenar. Pero todavía queda una luz, está ahí, yo sé, puedo verlo”. Es un vínculo oscuro, casi animal, extremo. “Puedo ver en sus ojos algo hundido. Me arrodillo en la acera y lo convenzo para que me perdone pero soy mala argumentando, mala para recordar su infancia. Creo que solo le pareció emocionante verme arruinada a esa hora con las piernas desnudas y el eco de mi perdón en los canales de agua no potable porque se rió y se detuvo para verme. Me tomó de la mano después, pero antes nos miramos, cómo alguien puede engendrar una mirada así”.
Julián, el hijo de Ariana, dibuja el contorno de uno de sus autitos sobre el papel, mientras espera que lo venga a buscar su abuela materna para pasear por Palermo. “Aunque parezca mentira, lo primero que apareció de Precoz fue un cierto estado de guerra que hay en la geografía donde vivo, que se ve un poco en la novela: no tantas mujeres a ciertas horas, o menos mujeres en los bares, en los mercados, a las cinco o seis de la tarde, a la hora del vermú; y helicópteros de gendarmería que intentan resolver el tema de los campos de refugiados, ellos usan el eufemismo ‘campo de viajeros’. Toda esa situación social, ese tufillo, se siente. Hay como una radicalización respecto de Matate, amor y La débil mental. No sé si una radicalización, pero sí una sensación de más violencia en el aire. Algunos lectores me dicen que se puede ver una trilogía, yo puedo ver la continuidad del bebé de Matate, amor. Pero el puntapié de Precoz fue el miedo en el aire”, cuenta Harwicz en la entrevista con Página/12.
–Se podría establecer que el punto de conexión de sus novelas es un mundo en el que la vida se reduce a las mínimas necesidades, a una suerte de existencia elemental que hace muy atípicos a sus personajes. ¿De dónde cree que viene este vivir como en los márgenes?
–La verdad que no sé de dónde viene, no sé de qué literatura viene porque no es sólo de (Samuel) Beckett. La sensación que tengo de un libro a otro es que cada vez hay menos cosas, como esas tomas aéreas de los helicópteros cuando hay naufragios o tsunamis y la gente queda parada arriba de los techos y no hay nada. En Matate, amor había una mínima estructura disfuncional de familia, todavía de escena de navidad o vestigio de eso; en La débil mental hay una madre, una hija, un auto, ahorros, cuenta de banco; y ahora en Precoz la madre y el hijo están casi en un rancho, en algo menos que una casa. No sé de dónde viene esa sensación de que los vínculos y el deseo se dan siempre en situaciones extremas y de acorralamiento. Me gusta el cine de (Andréi) Tarkovski, que trabaja en todas sus películas –en Nostalgia, en Sacrificio– con personajes que están en crisis espirituales o místicas, a los que les están dando una inyección o se los llevan en una ambulancia, y alrededor hay sólo un arbolito flaquito o agua... Lo mismo (Ingmar) Bergman con sus personajes animalizados sentados a la mesa, que comen y discuten de arte, pero de dónde vienen o adónde van. No hay nada. Me gusta esa sensación de apátrida que te da el teatro o el cine de no venir de ningún lado y de no ir a ningún lado. Me interesa que no haya vínculos sociales ni políticos. Aunque se trata de una madre y un hijo, pienso que podría no estar demasiado claro tampoco, como sucede a veces en la vida real. A veces veo madres e hijos ya de una cierta edad que no sé si son amantes, pareja, amigos, ex novios. Esa confusión, que la veo en la vida, también me interesa trabajarla en la literatura.
–Da la impresión de que sus novelas transcurren siempre en un mismo espacio. ¿Por qué vuelve siempre a la misma zona?
–En realidad es el mismo lugar, como si en el mapa de un país determinado pudieras poner la lupa en una misma zona de ataque, pero claramente yo me sitúo en otra casa. No sé cómo trabajan otros escritores, pero se lo dije a Alicia Dujovne Ortiz, que vive entre Francia y Buenos Aires: “Te pido disculpas, pero voy a usurparte ilegalmente la casa y voy a escribir mi tercera novela en tu casa”. Mentalmente la situé en una zona de ranchos y de vacas, que es donde tiene la casa Alicia en Francia, que es otra geografía muy distinta.
–¿Es una zona más marginal?
–Es menos civilizada, si no tenés auto no podés ir a ningún lado. No hay supermercados cerca; pasan camionetas a vender el fiambre o el papel higiénico. Es más atemporal, menos situada en un tiempo; algunos no tienen Internet, y está rodeada de campos de refugiados. Leí una entrevista al pintor Francis Bacon y decía algo que me gusta mucho: que él pintaba en una zona de neblina, como queriendo escapar de la neblina. Yo pensaba que hago lo mismo y escribo en esa neblina de guerra y de ahí sale la escritura de Precoz. Alguien me decía que no pensó que después de Matate, amor me iba a radicalizar tanto. Como si me hubiera pasado a las armas, a la clandestinidad (risas). En realidad, creo que lo que se extrema es que en las tres novelas hay goce y deseo. Antes de venir para acá, después de los atentados, estuve en París para tomarme el avión. Estábamos en un bar y nos invitaban cerveza y champán gratis. Mi sensación fue de un extrañamiento en el aire, como de guerra: “Estamos tomando y nos estamos emborrachando”. Y pienso en el goce de la madre y del hijo de mi novela, que está atravesado por ese aire enrarecido donde todo está permitido: tomar de más, salir a robar, como si el mundo normal empezara a desaparecer. El final de Precoz es más radical porque hay una decapitación. Mis personajes son capaces de desear al punto de decapitarse. Escribo mirando las pulsiones más bestiales.
–Este modo de desear tan extremo, tan desesperado, ¿tendrá que ver con que tienen un vida muy despojada y entonces son puro deseo?
–Sí, es verdad, no lo había pensado. No hay distracción posible, casi no hay consumismo.
–Es como si en el mundo de Precoz no hubiera capitalismo, como si fuera una zona donde el capitalismo entra fantasmáticamente.
–Está bueno lo que decís. Me acuerdo de que cuando fui a Cuba me sorprendió la relación distinta que tienen con el sexo por un montón de factores sociológicos del Caribe. El sexo era la única distracción que había, una distracción casi salvaje.
–El capitalismo aparece fantasmáticamente con la asistente social, que viene a imponer cómo es ser una buena madre, ¿no?
–Sí, la asistente ve que tienen medicamentos vencidos y que no hay calefacción en ese rancho. Muchos roban las maderas, pero no sirve robar diez troncos, necesitás muchísima madera para abastecerte. Es verdad lo de la intromisión de la asistente social, pero la terminan echando. Mis personajes nunca están contenidos en la red de un sistema social...
Perdió un juguete. Eso dice Julián, con el gesto serio de niño preocupado que puede amotinarse en el café de una librería de Palermo. “Andá a buscarlo”, le pide Ariana para descomprimir la tensión. “¡Es un chiste, mamá!”, exclama con su vocecita de hijo travieso que necesita llamar la atención porque la madre está hablando demasiado con una extraña. “No sé cómo trabajan otros escritores, pero cuando arranco una novela, no salgo de la zona de la novela hasta no terminarla. Entro como zona de novela y los cortes que hago son los que te pide la vida ordinaria: hay que acostar al niño y apagar la luz. Excepto esos cortes de la vida doméstica que hay que hacer para no enloquecerse, todo el resto es extremo. Estuve mucho en los viñedos que describo en Precoz y cuando baja la luz de un mazazo a las cuatro de la tarde, en invierno, es difícil caminar. Y vi cómo trabajan; es un trabajo monótono en el que hacen siempre los mismos movimientos; por eso resulta difícil correr y moverse y se agarran a trompadas el niño con el hombre”, explica Harwicz.
–Las madres de sus ficciones son desordenadas y distraídas; están lejos del ideal de maternidad. ¿Por qué aparece cuestionada la imagen de la mujer-madre?
–Mi visión de la maternidad es que se es madre de a ratos; el resto del tiempo son mujeres kamikazes que se olvidan y que no pueden con sus vidas. Después aparece esa madre que no es ella, otra madre que podría ser ella, que se le resbala el bebé en la bañera; son posibles madres que nunca terminan de ser madres.
–¿Qué idea del amor construye Precoz?
–Es una idea del amor en la que es totalmente posible cortarse la cabeza por el otro. Sería como un amor en estado de guerra, donde puedo estar en un pelotón de fusilamiento y alguien me puede matar a mí o yo puedo matar al otro. Me gusta pensar el interior del erotismo entre dos personas que llegan al punto de asfixiarse y cortarse la cabeza. Y también se besan mientras a los patos les meten un tubo en la garganta y los fuerzan a comer y los hinchan para hacer paté.
–¿Por qué la prosa de Precoz está deliberadamente quebrada, como si extremara la violencia que implica el acto de escribir?
–No es algo intelectualizado y consciente. El estado de guerra es mayor, el deseo es mayor, los personajes son más bestiales y se pierden. Tres casas más allá no tenés la menor idea dónde estás. Me interesa la experiencia del hombre que se pierde. Yo vivo al lado de un bosque y de día más o menos puedo ir, pero si entro de noche me pierdo. El lenguaje se extrema también.
Hace ocho años que vive en Francia, a dos horas de París. Allá es el lugar de escritura y acá –Buenos Aires– el encuentro con sus lectores. Ninguno de sus libros ha sido traducido al francés, pero sí circulan por España, varios países de Latinoamérica e Israel. “En las escuelas públicas cercanas adonde vivo veo cómo el negro odia al de extrema derecha del Frente Nacional; el de extrema derecha odia al judío; el judío odia al musulmán. Esta lógica de gueto, de cada uno odiando al otro, fue también un poco el aire de la novela”, recuerda la escritora.
–Cuando hay miedo, las libertades se achican. ¿Cómo analiza la situación que está viviendo Francia?
–Yo justo me fui, no es que abandoné el barco como una rata... Odio esa imagen de las ratas que abandonan el barco, igual cada uno hace lo que quiere. Juro que no soy una rata que vino justo ahora a presentar Precoz a Buenos Aires después de los atentados. Leí que hay toda una movida que plantea que París es sus bares y que hay que estar en los bares. Alguien lo puede interpretar como algo burgués y banal, pero son conquistas. Las chicas francesas estaban sentadas en los bares haciendo fuck you o levantándose la pollera, como planteando su resistencia. Yo no estuve de acuerdo con “Je suis Charlie” porque cualquier repetición paraliza el pensamiento. Hacemos la remerita y el prendedor con “Je suis Charlie”, como cuando militaba acá por la memoria de los atentados de la Embajada y la AMIA. ¿Quién no va estar de acuerdo con el “Nunca más”? Pero el “Nunca más”, “Nunca más”, “Nunca más” repetido hasta al hartazgo paraliza el pensamiento. Todos se quedaron tranquilos y pusieron en sus Facebook “Je suis Charlie” y mirá lo que pasó... Aunque este atentado fue muy distinto. No me gusta ese pensamiento que dice: “lloramos a los franceses muertos, pero no lloramos a los sirios”. Me parece peligroso que finalmente nunca la víctima es la víctima: llorás a un francés de clase media que tomaba una cerveza, ¿pero por qué no llorás al sirio? Lloro al francés y también lloro al sirio... Lo peor que nos puede pasar es abortar el pensamiento.
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