Lun 15.02.2016
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LITERATURA › GASTóN GARCíA MARINOZZI Y SU NOVELA VIAJE AL FIN DE LA MEMORIA

“Hablo de las pérdidas y de la parte mágica de la vida”

La ficción del escritor cordobés transcurre el 11 de septiembre de 2001 durante un viaje por tierra de México a Nueva York. El protagonista es un periodista argenmex, hijo de exiliados políticos, que durante el trayecto va recordando su infancia argentina.

› Por Silvina Friera

El destino es una palabra falsa y plástica para Mario Palmero, periodista argentino que vive en México, hijo de exiliados políticos de la última dictadura militar. El 11 de septiembre de 2001 inicia una travesía por tierra hacia Nueva York para cubrir los atentados contra las Torres Gemelas. No está solo: lo acompañan Merisi, un veterano corresponsal italiano en declive, y Beto, un silencioso y discreto camarógrafo, “tres perdidos igual que yo”, reconoce Mario, que “sólo queremos escapar de una guerra a otra”. Impera la sensación de que comienza la Tercera Guerra Mundial con un Estados Unidos asustado y justificando todo su racismo. El viajero mira hacia atrás y a medida que avanza emergen los retazos de su otra mitad negada. “En 1980 yo tenía nueve años. Mi papá había desaparecido de nuestras vidas, mi mamá ya era una más entre las funcionarias públicas en México. Yo iba creciendo, más o menos normal, como cualquier argenmex. Pero un día mi madre me dijo que basta, que ya había sido suficiente. Que a partir de ese momento éramos mexicanos, sólo mexicanos. Que me olvidara de todo lo argentino. Y yo le hice caso. Estábamos en el mercado. Me compró un jugo de naranja, me lo tomé en su bolsa, y nunca más, nunca más, volvimos a hablar del tema”, se lee en la excepcional primera novela del cordobés Gastón García Marinozzi, Viaje el fin de la memoria (Tusquets), una ficción que interroga el pasado desde la convicción de que “somos el resultado de nuestras guerras y nuestros muertos”, de que “estamos hechos de aquello de lo que escapamos”.

Desde el Distrito Federal de México, donde vive desde hace ocho años, García Marinozzi admite que tiene una obsesión con el 11 de septiembre. “Siempre me pregunté qué es lo que pasó ese día, cuánto nos cambió a todos. Poco tiempo después de los atentados, yo vivía en Córdoba y me fui a Barcelona; también la paranoia fue transformando a Europa de un modo muy parecido a lo que había ocurrido en Nueva York; luego fueron los atentados de Madrid y el de Londres y yo estaba empezando a querer escribir una novela, ya estaba viviendo en México, y conozco un periodista que trabajaba en la televisión mexicana y que me cuenta que el 11 de septiembre se tuvo que ir en auto hasta Nueva York para cubrir los atentados. Y me dije: acá hay una muy buena historia. Me gustaba poder contar una historia íntima al lado de un momento de la historia real. Empecé a trabajar sobre la novela, le dediqué un buen tiempo, pero estaba ocupado con otras cosas también de la vida, entonces la dejé como tres años. Y luego pude por fin retomarla y acabarla”.

García Marinozzi dice que quería contar lo que le sucede a Mario Palmero, el protagonista de Viaje al fin de la memoria, novela que está dedicada a Lorenzo y Mateo, los hijos que tiene con la escritora mexicana Guadalupe Nettel. “El 11 de septiembre cambió el mundo. Yo lo llamo el fin de la inocencia. El personaje, un argentino que se exilia en México, es parte de esta gran comunidad argenmex, como le llamamos acá. Mario nunca toma una decisión respecto a su vida. Él se va dejando llevar por lo que dice su madre, su jefe o la historia en mayúsculas. En este viaje de tres días y medio en el auto, mientras va por la carretera, empieza a hacer un viaje retrospectivo hacia su infancia y por primera vez se pregunta quién es, de dónde viene, y esto le permite dar un paso no sé si llamarlo hacia la madurez o al menos hacia el fin de la inocencia. Pero madurar es horrible”, plantea el escritor a Página/12.

–Mario confiesa que siente una complicidad innata hacia los hijos de los exiliados o despatriados. ¿Le pasa algo parecido?

–Sí, aunque yo no soy un exiliado ni me puedo considerar así bajo ningún aspecto, pero sí soy hijo de inmigrantes y crecí con un sentimiento hacia la migración muy fuerte. El moverse es como un valor de vida. Entonces siento una atracción enorme, una empatía gigante por quien va migrando. El primer hombre en Africa que se puso de pie lo primero que hizo fue moverse.

–El personaje, antes de iniciar el viaje hacia Nueva York, estaba investigando la aparición de la cabeza de dos niñas. ¿Ya aparecían en 2001 cabezas sin cuerpos o como escritor prefirió no respetar estrictamente la cuestión temporal?

–México tiene una historia con las decapitaciones. El Angel de la Independencia que es como el Obelisco del D.F., está sobre una gran torre. Debajo de la torre, están las cabezas de muchos de los próceres mexicanos. La decapitación es un método lamentable de asesinato. Las que aparecen en la novela son inventadas, pero la decapitación ha estado presente en la nota roja mexicana, no como se dio luego en los últimos años, donde hasta los periódicos traían un contador de decapitados diarios: “Hoy decapitaron a cinco”. Al otro día: “Hoy decapitaron a ocho...” Era espantoso. Quería contar ese grado de violencia que se manifestó siempre en la realidad política mexicana, y que ya empezaba en 2001. Lo de la decapitación es algo aterrador; en la sociedad mexicana, de la que ya soy parte, nos acostumbramos a ese tipo de noticias. Los periódicos ahora no sé por qué razón no están hablando mucho del tema, pero siguen apareciendo cuerpos colgados de los puentes; hay como un relato narco que se basa en colgar gente de los puentes. Todo esto es consecuencia directa de los atentados. La otra consecuencia es la legalización de la sospecha: a partir del 11 de septiembre todos somos sospechosos. Te acordarás que en Londres asesinaron a un chico brasileño en el metro. Como no entendía inglés, le dispararon y lo mataron. Ese tipo de asesinatos, a partir del 11 de septiembre, es legal. Eso es lo que nos alteró como sociedad. La reacción de los gobiernos es intensificar la defensa y los ataques.

–¿Cómo escapar de tanta paranoia y sospecha?

–No tengo una respuesta, pero a veces me pongo a pensar si el fenómeno de la nueva comunicación, las redes sociales, no tiene que ver con la paranoia que nos tiene atosigados. Poco a poco, las relaciones sociales son cada vez menos persona a persona y están más mediatizadas. Me parece que la única manera de evitar la paranoia es relacionándote más con tu vecino para asegurarte que no te va a hacer nada. Esa es una lección que nos dio Juan Goytisolo. Cuando él vivía en los 60 en París, en la época en que llegaron muchísimos argelinos y árabes, lo primero que decidió hacer fue aprender árabe, que habla desde entonces, y ahora vive en Marruecos. Ponte a hablar con tu vecino porque es la manera en que vas a perder la sospecha y la paranoia al saber que los dos son más o menos normales, lo más normal que uno pueda llegar a ser, y que está todo más o menos bien. Si te quedás encerrado en las redes, lo que haces es estar cada vez más aislado en tu burbuja y el riesgo es volverte loco.

–¿Fue deliberado que los personajes que hacen el viaje sean tres personas que están perdidas y no saben bien hacia dónde van sus vidas?

–Sí, un poco quería contar eso “como el arte de la fuga”, como dice Sergio Pitol. Son tres personajes en fuga y por momentos dudamos si realmente están yendo hacia adelante o simplemente están escapando de algo. Yo sí creo que están escapando de algo, pero no tienen muy claro de qué están escapando y mucho menos tienen claro hacia dónde van. Por eso el destino era esa Nueva York destruida como el símbolo de Occidente. El futuro inmediato para ellos son las ruinas.

–Uno de los personajes, Merisi, lleva un tatuaje en su brazo izquierdo: “Maldita memoria, sálvame”. ¿Por qué desde el título de la novela se propone un viaje hacia el fin de la memoria?

–La idea que está en la novela es la posibilidad de olvidar: qué pasaría si olvidamos. Qué pasaría si dejamos un poco de aire entre la memoria y el presente. Esa es mi provocación, yo no tengo ninguna respuesta clara al respecto, pero sí tengo esa duda: qué pasaría si empezáramos a olvidar algunas cosas de nuestras vidas, simplemente para tomar aire y seguir. Somos una generación a la que no se le permite olvidar absolutamente nada, pero a su vez nos convirtieron, queriendo o sin querer, en los veladores de la memoria colectiva; un tema que se ha trabajado en la literatura argentina, sobre todo en la contemporánea, esta cosa de no poder olvidar nada y tener que recordar experiencias que corresponden a nuestros padres, a nuestros abuelos. Es difícil esta cuestión en países como Argentina, como México, donde un componente fundamental de velar por la memoria es la injusticia. No se hizo justicia en la mayoría de los casos, entonces son cuestiones muy traumáticas que no nos van a permitir olvidar porque estaríamos cometiendo una injusticia aún mayor. No podemos olvidar La Perla, no podemos olvidar Auschwitz, no podemos olvidar el 68 en México. No, no, eso no... ¿Pero cómo seguimos? ¿Qué le vamos a pasar a nuestros hijos? La mochila a veces es muy pesada. ¿Qué pasaría si olvidáramos un poco? ¿Si alivianáramos un poco la mochila? ¿Estará muy mal? Insisto que no tengo una respuesta; es una pregunta provocadora en más de un sentido.

–Al no haber justicia, como advierte, proponer el olvido puede transitar un andarivel peligroso. La vida al estilo Funes el memorioso sería imposible desde el plano de la intimidad, pero en el plano político, ¿en qué momento se puede plantear el olvido? De hecho el gran dilema de Mario es que intenta olvidar y no puede porque está rodeado de muertos: Argentina es un cementerio de muertos, México también.

–Sí. Todo el proceso de la novela fue acompañado, desgraciadamente, por Ayotzinapa. Mientras acababa la novela, mientras me planteaba estas preguntas como provocación, yo tenía el ejemplo acá: la desaparición de 43 chicos. ¿Cómo se va a olvidar esto? Es imposible. No se puede olvidar en una, en dos, tal vez en tres generaciones, pero llegará un momento en que habrá que decir: “Acomodémonos de otra manera que no sea el olvido”. Ya que estamos hablando de Borges, él decía que si una cosa no hay es el olvido, no sólo por Funes, sino en general. Y creo que decía algo así como que el olvido está lleno de memoria. La Perla no se podrá olvidar, Ayotzinapa tampoco... ahí están todos los días. Pero insisto que a su vez la mochila es enorme para seguir. No podés construir nada olvidándote de eso, pero creo que tampoco es fácil construir teniendo eso presente todo el tiempo.

–¿Las evocaciones de Mario respecto a sus padres, militantes políticos en los 70 y a su tía desaparecida, sin ficcionales o responden a materiales autobiográficos?

–Es ficción; la novela no tiene detalles históricos autobiográficos, aunque sí sentimientos autobiográficos, algo que me parece inevitable. Henry Miller decía que la novela en el siglo XXI será autobiográfica o no será.

–Su novela podría tener una conexión con Una muchacha muy bella de Julián López, en la que el narrador es el hijo de una militante política desaparecida. Aunque son novelas muy diferentes, el “gesto narrativo” inicial podría ser el mismo: adoptar las voces del hijo de una desaparecida y el hijo de unos militantes políticos exiliados. Es decir, cómo las esquirlas del pasado de sus padres continúan teniendo un impacto en el presente.

–Qué interesante... No leí todavía la novela de Julián López, pero la voy a leer pronto. La literatura argentina de nuestra generación intentó hurgar por ahí, como las novelas y los cuentos de Félix Bruzzone o el cine de Albertina Carri. Siento que hay una pregunta común por ese pasado.

–¿Por qué la banda sonora de la novela es Lou Reed?

–El personaje de la novela sólo escucha a Lou Reed. Esto es autobiográfico porque me gusta Lou Reed. Me emociona mucho un disco, Magic and Loss, que sacó en los noventa luego de una serie de muertes por cáncer de sus amigos. El viejo rockero ve que sus amigos ya no mueren de sobredosis, sino de cáncer. Mi escucha de ese disco fue como un golpe de madurez; es un disco muy triste y por otro lado muy agradecido con la vida –el disco se llama “Magia y pérdida”–; entonces quería que esa fuera la música que acompañara a esta novela porque sentía que Viaje al fin de la memoria habla de eso también: de las pérdidas y de la parte mágica de la vida.

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