LITERATURA › RAFAEL GUMUCIO HABLA DE SU NOVELA MILAGRO EN HAITí
El escritor chileno utiliza la voz desaforada de la protagonista de su nuevo libro para volver sobre un tópico que lo obsesiona: personajes “fuera de foco”, en los márgenes, que no están cómodos con el tiempo en que viven.
› Por Silvina Friera
El monstruo más bello y excéntrico de la literatura chilena necesita que la quieran hasta cuando le abren la piel. Carmen Prado, la mujer del embajador danés en Haití, se somete a una cirugía estética en uno de los países más pobres y desiguales del mundo en pleno festejos de Carnaval que terminan con un golpe de Estado. “Sueños sí, recuerdos no, la nostalgia es de maricones –despotrica la mujer en ese limbo delirante del posoperatorio–. La ternura es mentira”. La voz de Carmen, torrencialmente desmesurada, incorrecta, contradictoria y rabiosa, tiene como contrapunto a Elodie, “negra como el carbón, más negra que todos los negros juntos”, la cocinera haitiana que la cuida. “Yo soy buena, no soy mala, yo quiero a todo el mundo, Elodie. No tengo malos sentimientos. No sirvo para ser mamá y no sirvo para ser esposa, eso es todo. No me educaron para eso, me prepararon para otras cosas mis abuelos, casas gigantes, banderas chilenas en el patio, el piano, todos los idiomas. Me educaron al revés, me prepararon para reinar, no para vivir. Me tiraron a los leones sin decirme qué hacer con esa marea de sentimientos horribles que todos te obligan a experimentar hasta el vómito”, dice la “mujer monstruo” en uno de sus monólogos aluvionales que mezclan vivencias del pasado con las amenazas de un presente de violencia política exacerbada. En Milagro en Haití (Literatura Random House), Rafael Gumucio despliega por primera vez una forma barroca –monólogo interior intervenido por el narrador y diálogos muy teatrales– para volver sobre un tópico que lo obsesiona: personajes “fuera de foco”, en los márgenes, que no están cómodos con el tiempo en que viven.
La voz de Gumucio llega desde Londres como si estuviera cerquita, al otro lado de la cordillera. “Los últimos cuatro meses estuve haciendo de padre de familia porque mi mujer está estudiando acá”, cuenta con ese tono irónico que lo caracteriza, un tono que nunca es canchero porque la ironía se hace carne antes que nadie en el propio escritor. “Mis padres se exiliaron de Chile con la dictadura, yo estuve en Francia los primeros once años de mi vida, entre los 3 y los 14 años. Mi abuelo fue senador de la Unidad Popular y mis padres también fueron militantes políticos. Muchos hitos de mi vida tienen que ver con la política: cumplí tres años cuando fue el golpe, cumplí los 18 años cuando se acabó la dictadura. Me siento un escritor con un fuerte componente político, pero Milagro en Haití es una novela muy excepcional. No es nada propio de lo que yo hago”, confiesa Gumucio en la entrevista con Página/12.
–¿Hubo una intencionalidad de abordar lo barroco en la novela?
–Sí, el escenario haitiano parece que empuja a lo barroco. Yo siempre había leído de (Gabriel) García Márquez o de Alejo Carpentier que decían que ellos no eran barrocos, sino que la realidad que les tocaba era barroca. O sea que ellos eran escritores realistas que trataban de escribir sobre una realidad que solo se podía escribir de forma barroca. A mí me tocó lo mismo. Y me gustó el juego. Yo nunca había escrito nada barroco y mi literatura no tiene nada de barroca, pero quise jugar un poco con esa tradición literaria.
–¿Cómo encontró la forma de la novela, entre el monólogo interior intervenido por el narrador, los diálogos, y la narración?
–La novela fue principalmente un monólogo, más bien una especie de vómito que no sabía hacia dónde iba y del que traté de no saber. El ejercicio de este libro fue no entender lo que estaba haciendo y no pensar en los resultados, sino en el disfrute y el placer de seguir escribiendo y buscando imágenes. Luego, cuando le pude echar una mirada, se dio la casualidad que estaba trabajando en teatro en Chile, empecé a escribir teatro, y este ejercicio teatral se coló un poco en la segunda parte de la novela. Por eso la novela parece estar dividida en dos partes: una parte que es un monólogo interior y la segunda parte que es muy dialogada, muy teatral.
–En uno de los monólogos, la propia Carmen Prado se define como un monstruo. ¿Qué tipo de monstruo es?
–Carmen es un monstruo, pero también es un personaje adorable. Es un monstruo perfecto, como todos los personajes de las novelas que a mí me interesan. Siempre hay algo monstruoso en alguien que cuenta su historia. Lo sano, lo normal, sería no contar historias en las novelas. Cuando alguien es parte de una novela es porque alguna monstruosidad tiene. La monstruosidad no es necesariamente negativa, también puede ser una desproporción. Y yo creo además que está en una situación particular; seguro que Carmen Prado en otra situación puede ser alguien bastante normal. Pero en la novela está desatada.
–¿Carmen Prado representa un tipo de mujer de la sociedad chilena, un personaje que ha conocido?
–Hay muchos modelos en mi propia familia. En el libro anterior, Mi abuela, Marta Rivas González, hay muchas cosas que se parecen a Carmen Prado y la historia principal de esta novela le sucedió a mi madre, que se hizo una cirugía estética porque mi padrastro fue embajador en Haití muchos años. Pero la persona que más se parece a Carmen Prado soy yo. Tiene más de mí que cualquier otro personaje.
–¿En qué sentido se parece a usted?
–Tiene mucho de mi subconsciente; esa mezcla de agresividad con una enorme necesidad de cariño y de afecto creo que debe ser algo mío. Su lenguaje, no; el lenguaje en el que habla es el de una mujer de su edad. Yo creo que en Chile hay personajes así: mujeres desproporcionadas e interesantes; son como mujeres precristianas. Hay bastante de ese tipo de monstruos. De hecho mucha de la literatura chilena está escrita por ese tipo de mujeres, desde (María Luisa) Bombal a Isabel Allende, con todo el matiz que hay entre cada una: Gabriela Mistral, Diamela Eltit. Son todas mujeres marcadoras, especiales...
–¿Qué encontró en Haití para ambientar ahí la novela?
–Esa mezcla terrible entre una gran belleza, una miseria total, una gran desesperanza pero sonriente o delirante en cierta forma. La sensación que tuve en Haití es que uno no está en el mundo, no está siendo parte del mundo real, es un mundo paralelo. Me pareció interesante y divertido llevar a una mujer chilena, que es lo contrario de Haití: el país más pobre de América Latina con el país más próspero entre comillas, un país que tiene mucha ambición de prosperidad.
–En un momento se define a la muerte como “el minuto exacto en que hasta el miedo te abandona”. ¿De dónde salió esa idea?
–Fíjate que me parece una definición muy correcta. Aunque como nunca he estado muerto, no te puedo decir que sea cierto (risas). De alguna forma esotérica habré pasado por eso. No he muerto nunca, pero he visto gente morir... y he sentido que esa es la sensación: que ya no tienen miedo. La muerte es un tema sobre el que he pensado toda mi vida. Yo pensé que con el tiempo me iba a calmar, pero al revés: se me acentuó. La única respuesta que he encontrado ante el terror a la muerte es no pensar en el tema, distraerse. Pero la solución es que no hay ninguna solución. En algunos momentos de mi vida ha sido fácil distraerme; en otros, ha sido más difícil. Yo creo que me cuesta cada vez más no pensar en el tema...
–En las evocaciones de la propia vida de Carmen hay flashbacks hacia el pasado chileno reciente. ¿Cómo recuerda el personaje ese pasado? ¿Qué hace con ese material?
–Esa parte fue difícil porque muchos de los personajes de mis libros están muy atravesados por la historia reciente de Chile, sobre todo por la Unidad Popular, la dictadura, (Augusto) Pinochet... Aunque Carmen todo eso lo vivió, no fue importante en su vida: ella no fue partidaria de la Unidad Popular ni tampoco partidaria de la dictadura, sino que vivió un poco en los márgenes. Para mí es muy difícil imaginar un mundo de gente que esté al margen de eso, aunque existe. Yo no quería cruzar a Carmen con el tema del exilio, de la dictadura, porque me parecía que no era su mundo, que no era su problema. Lo que sí hay mucho en la novela son rastros de clase, rastros de esta sociedad chilena en la que ella es un personaje muy complejo y muy raro, porque no es alguien que se rebeló a través de la política, como por ejemplo le pasó a la gente de mi familia, sino que se rebela a través de mantener una vida desordenada, de viajar, de casarse... esa fue su forma de salir de esta especie de gran vientre conservador en que todos los chilenos vivimos. Me pareció más interesante esa salida y no pasar por esa asignatura obligatoria que es (Salvador) Allende, la Unidad Popular, luego la democracia. Carmen Prado es alguien cuyo único logro o trabajo es su propia vida, que no es ningún logro por lo demás: no escribe, no pinta, no trabaja, no tiene profesión, es alguien cuyo único capital es una vida privada muy desordenada, muy bohemia. Es alguien radicalmente estéril y eso me interesaba mucho por cómo enfrenta la muerte una mujer de otra época en que las mujeres no participaban de la vida laboral o de la vida académica.
–¿Carmen Prado sería un personaje excéntrico dentro de la tradición literaria chilena?
–Sí, la literatura chilena es excéntrica porque estamos muy lejos del centro. Todo lo nuestro es muy excéntrico, aunque no nos guste. Yo no soy un gran fan de María Luisa Bombal, pero hay muchos lectores que se acuerdan de las novelas La amortajada y La última niebla. En la novela chilena hay personajes como Carmen Prado, mujeres que viven entre la vida y la muerte, la mujer moribunda que está pensando en su vida. Aunque la maternidad fue muy importante en la vida de Carmen Prado, no es una buena madre; es una mujer como fuera de época, fuera de foco, que quedó en una especie de interregno.
–¿Qué le interesa de esos personajes “fuera de foco” o un tanto anacrónicos?
–Creo que son los únicos personajes que necesitan ser contados. La gente que está sintonizada con su época y que está perfectamente ajustada con su sociedad, no tiene por qué contar nada. El que tiene que mostrar el pasaporte es el que trata de atravesar fronteras. El que vive tranquilo en su casa nunca tiene que mostrar ningún papel a nadie. Yo me siento también uno de esos personajes: estoy un poco fuera de época y fuera de lugar, así que no me resultan distantes ni lejanos.
–-¿En qué sentido se siente “fuera de época”?
–Por muchos motivos, desde las cosas que leo hasta la cosas que pienso. Me preguntan cómo logré escribir en ese lenguaje de Carmen Prado, que es de otra época, y yo explicaba que para mí es natural. Si tuviera que escribir una novela sobre alguien del siglo XXI que se droga en discotecas de Nueva York, creo que sería totalmente incapaz de hacerlo. Sí me resulta natural pensar como una mujer de sesenta años.
–¿Qué le gusta de ese lenguaje del pasado?
–No es una cuestión de gustos: es el lenguaje que vivo y el que pienso. Ahora que estoy en Inglaterra me doy cuenta de que mis influencias literarias son la literatura inglesa del siglo XVIII y XIX. Soy en muchos sentidos bastante conservador, lo que significa ser más vanguardista también. En el fondo los conservadores estamos más cerca de lo que se hacía antes, que era más libre. Un tipo que lee (William) Shakespeare es más abierto a las cosas nuevas y raras que alguien que está leyendo a David Mamet. Tengo la sensación de que ciertas tradiciones son más abiertas que lo nuevo. Lo nuevo siempre es más cerrado. Soy un poco de otra época, aunque vivo perfectamente reconciliado con la mía. Nunca he tenido ningún conflicto con Internet, con Twitter o con Facebook, pero me costaría muchísimo ponerlos en una novela. ¿Por qué si uso todos esos instrumentos todo el tiempo no puedo ponerlos en un libro? Algo me lo impide...
–Si tuviera que pensar en una suerte de genealogía de escritores y tradiciones, ¿con quiénes dialoga usted?
–Me pasa que aquí voy a las librerías y busco los libros que me gustan y no los encuentro porque en Inglaterra son considerados como cosas de ancianos: Lytton Strachey, Ford Madox Ford, Chesterton, Dr. Johnson, Charles Lamb... Yo fui formado un poco en eso. Esa era la gracia de vivir en un país como Chile donde las cosas no llegaban y te podías construir una tradición propia fuera de lo que la moda te imponía.
–En cuanto a las tradiciones chilenas se percibe cierta afinidad con José Donoso, ¿no?
–Sí, hay una afinidad evidente. Aunque no lo hubiese leído, mis libros serían donosianos. Su mundo y sus personajes son muy parecidos; hay una cercanía social y también de lecturas. Él era un proustiano, un gran lector de Henry James. De hecho lo he empezado a leer a Donoso con mucha más atención para evitar copiarlo. Pero también hay otros escritores como Manuel Rojas, que no es tan conocido fuera de Chile. Y creo que también me ha influido mucho la poesía chilena: (Enrique) Lihn, (Nicanor) Parra, hasta (Pablo) Neruda en cierto fraseo poético. No creo que Milagro en Haití sea una novela poética, pero evidentemente está más orientada por el lenguaje más que por la trama.
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