Mar 15.03.2016
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LITERATURA › SYLVIA MOLLOY Y EL TRáNSITO ENTRE VARIOS IDIOMAS

“No ser del todo de un lugar te permite una mirada crítica”

“Me impresiona cuando pienso que van más años del otro lado que de éste”, dice la escritora, que vive en Estados Unidos desde 1968, pero sigue considerando el castellano como la lengua natural de su escritura. Su libro es una deliciosa exploración de esos mundos.

› Por Silvina Friera

El viaje de ida y vuelta puede dejar a Sylvia Molloy a la intemperie de sus dos casas: la de allá, en South Hall –en las afueras de Nueva York–, y la de acá, a pocas cuadras de República Arabe Siria y Santa Fe, cerca del jardín Botánico. La escritora y crítica no se queja por esa identidad bilingüe versátil, aunque a veces emerja una incomodidad idiomática, un fantasma que deviene preocupación lingüística. Su punto de apoyo es el español, la lengua materna, la primera que habló, mucho antes de que su padre la iniciara en el inglés. Aun de chica sabía que iba a escribir, pero no sabía por dónde empezar. El itinerario arrancó con la lectura voraz en inglés y español –luego llegaría el francés–, el estudio en París a principios de la década del 60, el regreso a Buenos Aires, la posterior partida hacia Estados Unidos para enseñar en prestigiosas universidades, la escritura y publicación de su primera novela, En breve cárcel, en la que narra el amor entre dos mujeres. “Cada vez con más frecuencia me sorprendo repitiendo frases inanes, pedacitos de parlamentos semiolvidados, frases absurdas derivadas de lugares comunes que me han quedado en la memoria, o de canciones que recuerdo vagamente, o de palabras que mi hermana y yo inventábamos de chicas y en las que se combinan los idiomas que sabíamos y aquellos de los cuales apenas teníamos idea”, revela la escritora en uno de los textos de Vivir entre lenguas (Eterna Cadencia).

Molloy vive en Estados Unidos desde 1968. “Me impresiona cuando pienso que van más años del otro lado que de éste”, confiesa la escritora a Página/12 y suelta una carcajada delicada que eclipsa por unos segundos el murmullo metálico del Café del Botánico. “Me siento mucho más dueña del español, mucho más libre. Podría escribir perfectamente un relato en inglés, pero sonaría chato. Lo único que escribí directamente en inglés fueron algunos capítulos de Vivir entre lenguas, porque parte de este libro existe en inglés. Dos académicas norteamericanas interesadas en el bilingüismo decidieron pedirles a distintos escritores que reflexionaran sobre el cambio de lengua y el hecho de ser bilingües. Yo escribí algunos textos en inglés. ¿Por qué no seguí en inglés y no terminé en inglés? No sé... pero me parecía importante escribir el libro en español.”

–¿Cómo es vivir entre lenguas?

–Es difícil, pero al mismo tiempo es algo que provoca, que estimula, que te hace estar permanentemente en traducción. A mí me pasa que me funcionan distintos idiomas al mismo tiempo. Yo puedo estar en Nueva York hablando inglés con alguien y de pronto me acuerdo que tengo que hacer algo y me acuerdo en castellano. Es complicado vivir entre lenguas, no es fácil, pero es estimulante para la escritura. Así que no me quejo.

–No hay queja en ninguno de los textos del libro, sino que intenta reflejar esa complejidad del bilingüismo a través del humor. Hasta se podría decir que puede ser muy gracioso ser bilingüe o trilingüe, ¿no?

–Sí, a veces leo algo y me parece que está en castellano y está en inglés. Eso me ha pasado en el campo, donde hay carteles de lugares que venden heno –que en inglés es “hay”– y yo lo leo en español y me pregunto “¿qué hay?”–. Cuando me agarran desprevenida, es como si me hicieran un chiste.

–Una de las partes más divertidas es el texto sobre la lengua con la que habla con sus diferentes animales, gallinas, perros, gatos. A las gallinas les habla en español: “Chicas, a comer”, les dice...

–¡Y conocen la palabra “chicas”; vienen todas corriendo, incluso el gallo Bonaparte! (Risas.) La idea de tener cinco gallinas fue de mi pareja, Emily. El gallo se coló porque era de otra gente y venía a visitar a las gallinas, hasta que se quedó. No sé de dónde salió ese gallo: le preguntamos a los vecinos, pero no era de nadie, así que lo adoptamos.

–¿Por qué el francés no es el idioma con el que se comunica con los animales?

–No sé... creo que debe tener que ver con que empecé a hablar francés cuando ya tenía 9 o 10 años. Además, le pedí a mi madre que nos pusiera una profesora de francés a mi hermana y a mí porque yo quería recuperar la lengua que le habían robado a mi madre, porque sus padres, mis abuelos maternos, dejaron de hablarles a los hijos en francés. Luego estudié la literatura francesa y viví en París muchos años, pero el francés nunca fue una lengua donde podía macanear, mientras que en inglés y en castellano puedo macanear y así puedo macanear con las gallinas sin que nadie me oiga cantarles: “A la cama con Porcel”, ¡Dios mío! (risas)... Es divertido tener gallinas porque hacen unos ruidos rarísimos; son como las viejas que hablan todo el tiempo y no paran de cacarear, que es otra lengua.

–¿En qué lengua sueña?

–Sueño menos desde que tuve un accidente y me atropelló una bicicleta. Nadie habla de esto, pero la anestesia es terrible e incluso afecta los sueños. Yo sueño mucho menos ahora que antes. ¿En qué idioma sueño? No sé... me gustaría decir que también sueño entre lenguas.

–Al comienzo del libro plantea que fue trilingüe, pero aclara que definirse de esa manera complica más las cosas. ¿En qué sentido las complica?

–En primer lugar, hablaba inglés con mi padre y español con mi madre, con mi hermana hablaba inglés y español, con una tía mayor por el lado de mi madre hablaba español y a veces francés... No es que me fuera a equivocar, pero era muy consciente de que usaba los idiomas de acuerdo a la persona con la que hablaba. Poco a poco me fui acostumbrando a eso, pero también me di cuenta de que hay cosas que suenan mejor en un idioma que en otro.

–Su madre perdió el francés y usted lo “recuperó”. ¿Qué pasa en las familias cuando una lengua se pierde? ¿Qué impacto tiene esa pérdida?

–La pérdida queda como un fondo... No me tocó perder una lengua, pero tuve una experiencia interesante en la universidad con estudiantes que eran hijos de padres extranjeros o nietos de extranjeros en Estados Unidos. Yo les preguntaba si hablaban el otro idioma en sus casas y en general no lo hacían. El inmigrante quiere ser del lugar, entonces no quiere hablar chino, no quiere hablar turco; reprimen sus lenguas. Yo les decía: “Chicos, no repriman sus lenguas, hablen, aunque sea con la abuela, pero hablen...” No sé si me hicieron caso. Mi hermana se casó con un francés y se fue a vivir a Canadá. Tuvo dos chicos que son absolutamente bilingües, francés e inglés. Como mi hermana los traía acá de chiquitos a visitar a nuestra madre, los chicos aprendieron un castellano muy rudimentario. Les quedó como hambre por el español porque los dos recuperaron el castellano, aunque es un castellano medio macarrónico porque uno de ellos tiene amigos latinoamericanos.

–Usted dice en el libro que nunca habló con acento. ¿Encuentra alguna explicación? ¿Acaso reprimió el acento?

–El inglés lo hablo con acento típico del angloargentino, que es un acento lejanamente británico pero como neutro; no es el inglés norteamericano. Eso hace que la gente me pregunte muchas veces: pero usted, ¿de dónde es? Entonces les propongo que adivinen. Una vez me dijeron que era de India y que es un poco británico mi acento, pero en general no me ubican. Me gusta que no me ubiquen porque es como estar “entre”: sí, soy de acá, pero también soy de allá, de otro lugar. Es como tener varios pasaportes, que de hecho tengo. No ser del todo de un lugar te permite otra mirada, que no es una mirada crítica, sino que es una mirada distanciada. Y la distancia siempre viene bien para la escritura.

–¿Qué relación hay entre vivir entre lenguas y escribir a la intemperie?

–Hay una relación, sin duda... (piensa). Cierta sensación por un lado de precariedad al estar viviendo en un país donde oís otro idioma: sí, oigo inglés, pero no es el inglés mío. Sí, oigo español, pero tampoco es del todo el español mío. Cuando oigo por la calle que alguien habla con acento argentino, me doy vuelta enseguida porque quiero ver quién es, a lo mejor lo conozco (risas). Ahora, dicho esto, yo me doy cuenta de que entre mis idiomas tengo distintas preferencias.

–Literariamente hablando, el idioma por excelencia de su escritura es el español, ¿no?

–Sí, mi idioma es el español y me siento perfectamente en control del español, ya sea para la ficción o para la crítica. En inglés, me siento perfectamente cómoda para escribir crítica, pero no para escribir ficción, no sé por qué porque leo mucha ficción en inglés. Me interesa mucho la traducción y he traducido mucho en mi vida. Si me preguntaran qué escritor o escritora en inglés admiro en este momento, yo diría que me gustaría escribir en inglés como Lydia Davis. Entonces, ¿por qué no me pongo a traducir a Lydia Davis? No, me da cosa, no puedo... En francés nunca escribí ficción, pero sí escribí crítica.

–¿Quizá su imaginación funciona en español?

–Sí, me parece que da en la tecla. Lo que pasa es que la imaginación está muy ligada a la memoria y a lo autobiográfico. En ficción tomo situaciones muchas veces que me han ocurrido, como En breve cárcel, que el comienzo es algo que me ocurrió a mí, a Sylvia Molloy, y pensé: esta es una situación perfecta para una ficción y de ahí salió la novela. No hay duda de que mi autobiografía es en castellano. No es que la vaya a escribir a la manera de Las Confesiones de (Jean-Jacques) Rousseau. Pero si tuviera que escribirla, la escribiría en castellano. Hay un afecto lingüístico muy fuerte que sigue permaneciendo y que a estas alturas de mi vida no creo que vaya a cambiar.

–En uno de los textos del libro recuerda que la madre de George Steiner empezaba la frase en un idioma y la terminaba en otro, que “los idiomas volaban por toda la casa”. Tanto cuando está en Buenos Aires como en Nueva York, ¿siente que los idiomas vuelan por la casa?

–Yo hago volar los idiomas. Cuando me hablo a mí misma, cosa que debe ser signo de la edad, lo hago en distintos idiomas. Si me enojo conmigo, me enojo en castellano. Si me enojo con las cosas o las situaciones, me enojo en inglés. No lo hago en francés... decididamente ahora ha quedado como un tercer idioma un poquito separado, pero lo recupero cuando voy a ver a mis sobrinos. El idioma de la impaciencia y del enojo es el inglés. El idioma privado, donde a lo mejor me impaciento conmigo misma, pero no con el mundo en general, es el castellano.

–¿Qué le aportaron el inglés y el francés a su escritura en español?

–El francés me aportó una conciencia literaria. El inglés me dio un sentido del humor y un desparpajo que pude combinar con cierto desparpajo porteño para hacer una especie de mixtura. Ahora me pasa que a veces se me ocurre el comienzo de una historia en inglés y anoto las ideas en inglés. Pero si la historia sigue, continúa en castellano.

–Al final del libro deja abierto un interrogante: “¿En qué lengua soy?”. ¿Qué respuesta puede dar hoy a una pregunta que parece sencilla y sin embargo es tan complicada?

–Yo creo que soy “entre”. No puedo decir que sea en una lengua excluyendo la otra, yo creo que estoy entre dos o tres lenguas, en algún intersticio puedo decir realmente que soy. Una de las cosas que pienso que debe ser terriblemente dolorosa es que de pronto, por razones políticas, me digan: “Usted no puede hablar más en inglés”. Suponga que hubiera una prohibición de hablar en inglés en este país o de hablar castellano en Estados Unidos... Debe ser atroz no poder hablar en una de tus lenguas. No me imagino castigo peor.

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