Domingo, 10 de abril de 2016 | Hoy
LITERATURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR EDUARDO BELGRANO RAWSON
El autor de Fuegia, que inauguró el Festival de Literatura Filba en San Rafael, Mendoza, dice que ahora está “dedicado a otras cosas que me divierten mucho más”. Por ejemplo, está “tratando de hacer cine con pequeñas historias” vinculadas con fotografías.
Por Silvina Friera
“El contador nacional de historias” –así se define Eduardo Belgrano Rawson, que inauguró el jueves la quinta edición del Festival de Literatura Filba en San Rafael (Mendoza)– vive una parte del año en Estancia Grande, al pie del cerro Agua Hedionda, en San Luis. “A veces me resulta difícil trabajar ahí porque la señal de wifi es un producto exótico. Entonces me tengo que ir a escribir a un barcito. A veces voy a caballo, me instalo en el bar y siento añoranza de Buenos Aires mientras me tomo un café”, cuenta el autor El náufrago de las estrellas, Fuegia, Setembrada y Noticias secretas de América, entre otras novelas, en un mítico bar sobre Corrientes y Montevideo. “Me siento más porteño que puntano”, aclara, porque a 18 años llegó a Buenos Aires para estudiar cine. Después escribió historietas con seudónimo, trabajó en la revista Primera Plana y el diario La Opinión, y se quedó hasta que el clima represivo en la ciudad –durante la dictadura cívico-militar– lo empujó a volver a San Luis. “Desde entonces me quedé ahí, en la montaña, un lugar donde siendo un seco hago vida de rico porque tengo caballos y praderas a disposición”, bromea Belgrano Rawson. “El hecho de contar no es lo mismo que escribir. Me siento más eficiente escribiendo porque puedo madurar las historias”, subraya el escritor en la entrevista con Página/12.
–¿Cuándo empezó la pasión por contar historias?
–Aunque parezca poco prudente decirlo, no puedo exhibir un pasado de grandes lecturas y autores que me hayan embrujado. Cuando tenía 8 años, pasaba el verano en un campo de monte, desértico, horriblemente caluroso en verano, tenebrosamente frío en invierno, muy distinto de donde estoy ahora, y había unos arbolitos que se llaman espinillos donde uno no se tiraría a morir ahí. Pero para mí eso era el paraíso. En la siesta me aburría horrores, como todo chico de 8 años, y me acuerdo que había una pieza con monturas en la que había tres enormes pilas de revistas: una era Chabela, otra La Chacra y la otra Cuéntame, que eran revistas para mujeres. Y yo me leía una por una: pasaba de los conejos, los pollos y los avestruces a los cuentos sentimentales. Era una combinación rara, de ahí podía salir un injerto de chacarero con solterona (risas). Leía todo, era una época que vivía en estado de lectura. En mi casa había una biblioteca grande y la exploré todo lo que pude y después terminé en la biblioteca pública y eso fue lo que me llevó a leer. No sé si eso me llevó a contar... tal vez en el hecho de contar tuvo más influencia mi vieja, que era una gran contadora de historias, aunque no había terminado la secundaria. Mi vieja tenía una manera muy embrujadora de contar. Eso me marcó bastante. Pero hoy no estoy enfocado en la escritura.
–¿Por qué? ¿Qué pasó?
–Hace tres años que no tengo el menor interés en escribir una novela. Ni lo intento. Estoy dedicado a otras cosas que me divierten mucho más. Mi abuela decía: “cuando te vengan muchas ganas de correr, quedate en la cama y dormí una siesta que se te va a pasar”. Un poco he hecho eso con la escritura. No me entretiene escribir una novela, no quiero escribir una novela más. No sé, a lo mejor dentro de dos años estoy diciendo otra cosa (risas). Entre El náufrago de las estrellas y Fuegia pasaron 11 años. No escribí nada, ni siquiera un haiku. Antes tenía interés en escribir, ahora no lo tengo. Una novela necesita estado físico, en el sentido de que es una maratón, un trayecto largo. Tenés que tener convicción acerca de lo que querés hacer.
–¿Cuáles son esas “otras cosas” que lo divierten?
–Ahora estoy tratando de hacer cine con pequeñas historias y solamente escribo esas historias. Quiero hacer una serie de 24 historias y recién voy por la sexta. O sea que me va a llevar un buen tiempo. Lo estoy haciendo con fotos. Cada historia tiene un título, pero el proyecto general se llama “Fotonovela”. Cuando estudiaba cine, hace un montón de años, me acuerdo que de 400 postulantes había 15 plazas para ingresar. Había una prueba de cultura general que era muy exigente y yo no tenía la menor idea del 80 por ciento de las preguntas. Me fue muy mal, pero hubo una tercera prueba –que tenía triple puntaje– que consistía en entrar a un lugar donde estaba la mesa examinadora y había que sacar tres fotos al azar de tres cajas. Te sentabas en un pupitre y te daban dos minutos para hilvanar una historia con esas tres fotos. Eso salvó mi examen de ingreso; salí último, pero entré. Hay millones de grandes fotos enterradas, que nunca volverán a verse y que vale la pena recuperar y ponerlas en palabras. Eso es lo que estoy filmando con mi productora Indigentes Sono Film, cuyo nombre marca la filosofía del proyecto: filmar lo que se pueda con lo que uno tiene.
–¿El cine es como un viejo amor?
–Sí, pero no sé realmente de dónde me viene. Me gusta mucho navegar y tampoco sé de dónde nació eso porque vengo de un lugar donde te metían multas si baldeabas la vereda (risas). Me echaron del Enerc (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica) por faltas; me parecía una enseñanza muy rutinaria. Me acuerdo que un día cayó Leonardo Favio a darnos una charla y le preguntamos cómo había estudiado cine. Nos dijo que iba a la función de las dos de la tarde en el cine Arizona, después se iba al Normandie y seguía en el Luxor. Después se iba a su casa y jugaba con una moviola y unos metros de película prestada y hacía empalmes. Así estudió cine. Con esa petulancia que tiene uno cuando es joven, yo pensaba que no valía la pena estudiar nada y terminé no haciendo cine. Tomé tal vez el camino más fácil de la escritura, en el sentido de concreción. De pronto vi que si escribía y pretendía 10 mil extras, tenía 10 mil extras. Si quería que el sol saliera por el oeste, salía por el oeste. Si quería que amaneciera a la una de la mañana, amanecía a la una de la mañana. En el cine, no podía ni empezar.
–¿Hay alguna anécdota iniciática de ese viejo amor por el cine?
–Me acuerdo que íbamos con mi viejo por la calle Rivadavia, donde estaba la confitería del pueblo, y mi viejo me dijo: “esa que está ahí es Gene Tierney”. Efectivamente, era Gene Tierney, que estaba filmando en San Luis El camino del gaucho con un actor de películas del oeste de segunda, que era Rory Calhoun. Yo me paré ahí y ella, que era una mujer hermosa, me sonrió como le puede sonreír una chica a un niño de siete años y a mí se me cayeron las medias porque quedé enamorado en el acto. Nunca había pasado por mi imaginación que pudiera existir una mujer tan linda...
La mirada de Belgrano Rawson (San Luis, 1943) permanece en estado de fascinación, como si pudiera volver a dibujar mentalmente el rostro de la actriz norteamericana, famosa por ser considerada por algunos “la mujer más bella de la historia del cine”. El gran contador de historias retoma el hilo de su querencia cinematográfica. “Como me encanta filmar, tengo material de muchas partes; pero no sé si algún día verán la luz. Cuando estuve en Roma, empecé a hacer un corto sobre la última noche de Pier Paolo Pasolini, en el bar donde estuvo comiendo, Al Biondo Tevere, que le puse La muerte de un maricón. ¿Cuándo lo voy a terminar? Cuando vuelva a Roma. ¿Cuándo voy a volver a Roma? No tengo la más puta idea –confiesa–. Pasolini anuncia el advenimiento de (Silvio) Berlusconi, la llegada de la política atroz. Cuando estuve en Roma, me encontré con los partidarios de Berlusconi que estaban festejando porque había ganado las elecciones en 2008. Ahí se desarrolla una historia con ficción, centrada en Pasolini. Mi traductora italiana me ayudó. A veces le pido que me mande el menú de Al Biondo Tevere. Si hay algo que me ha dejado la escritura y que llevo al cine es que soy de los tipos largueros y me tomo mi tiempo”.
–Se aprende a filmar mirando muchas películas, jugando y probando con empalmes, según Leonardo Favio. ¿Cómo se aprende a escribir? ¿Se aprende a escribir leyendo solamente?
–Se aprende a escribir escribiendo. Tal vez podrán darte un par de indicaciones que te alumbren el camino o que en algún momento pueden resultarte útiles. Creo que no habría que ceñirse demasiado a ninguna clase de indicación. Nunca escribí un poema para una chica, pero traté de infundirle la mayor poesía posible a mi prosa. Me veo escribiendo una novela corta espantosa para un premio literario que no me acuerdo cuál era, pero que me sirvió como entrenamiento. Me veo después haciendo unos cuentos truncos y de pronto me veo sin saber qué contar. Yo vivía en una pensión que se llamaba Hotel Primavera, en Sarmiento y Callao, y en ese momento no sabía sobre qué escribir. Un día descubrí que un compañero de pensión estaba dibujando y me explicó que trabajaba para la revista Bala de Plata y X-9, y que si yo quería escribir en las revistas él me presentaba. De un día para el otro estaba escribiendo unas historietas absolutamente espantosas. Y después seguí escribiendo para Intervalo, D’artagnan, El Tony y Fantasía. Esa fue una etapa bastante larga, yo no escribía historietas porque fuera un amante del género, escribía historietas porque no tenía otra cosa. Mi primera novela, No se turbe vuestro corazón, fue sobre un lugar que puede ser entre San Luis y Salta, la tierra de los gobernadores, de los caudillos, de la violencia. Y se publicó gracias a (Julio) Cortázar.
–¿Qué papel tuvo Cortázar?
–Yo había mandado esa novela a un premio organizado por el diario La Opinión, que me había echado, con la editorial Sudamericana, donde estaban de jurados Cortázar, (Juan Carlos) Onetti, Rodolfo Walsh y (Augusto) Roa Bastos. Cortázar recomendó el libro, cosa que figuraba en la contratapa. Lamentablemente, perdí ese original de Cortázar en una mudanza. Cortázar era un tipo muy generoso; en el original había hecho anotaciones, subrayó cosas, ponía signos de admiración. Cortázar destacaba el humor del libro porque a veces ponía un “jajá”. En esos días del premio, yo estaba caminando con una amiga por la calle Lavalle y ella me dijo: “Ahí viene Cortázar”, que estaba en Buenos Aires. No me animé a acercarme por timidez. Y nos quedamos viéndolo alejarse. Nunca más lo vi, y se murió. Ahora pienso que nunca más voy a dejar de acercarme a una persona por pudor... pero uno lo dice y después vuelve a hacerlo. Yo quería mucho a Cortázar; es un autor al que he querido a través de sus libros.
–¿La experiencia de trabajo en La Opinión le sirvió para la literatura?
–Sí, fue una gran escuela porque Primera Plana era una revista demasiado amanerada, en cambio La Opinión era un diario que tenía un estilo que iba al hueso. Me veo escribiendo No se turbe vuestro corazón en un rincón de una biblioteca antigua de la Casa de Gobierno porque yo era el cronista destacado de La Opinión en la sala de prensa en el año 70. Mis compañeros en el diario eran (Roberto) “Tito” Cossa, Luis Guagnini, Miguel Bonasso, Horacio Verbitsky... Cada tanto Guagnini o “Tito” Cossa me llamaban para ver si tenía alguna novedad. Un día me llamó Luis y le digo: “Todo bien, todo tranqui...” Y Luis me contestó: “¡Hijo de puta, asomate por la ventana, cómo todo bien, mirá lo que está pasando en la plaza!”. Estaba la policía, había palos, gritos... “Dejá esa novela de mierda y ponete a laburar”, me dijo (risas). La indemnización que cobré cuando me echaron me sirvió para comprar un barco, al que me fui a vivir con mi mujer durante un tiempo. Yo no sé si escribí El náufrago de las estrellas para aprender a navegar o aprendí a navegar para escribir El náufrago de las estrellas... Pero siempre tuve la sensación de que si no supiera navegar esa novela hubiera sido poco verosímil. Con excepciones como (Joseph) Conrad, el problema de los libros sobre mar es que están escritos por tipos que navegan muy bien y escriben muy mal.
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